Por Guido Ramos (@julioarguelles_)
Sale a la cancha el equipo visitante. Pantalones blancos y camisetas rojiazules con cuello en V. Bajo el brazo del capitán duerme una pelota de cuero marrón que cada tanto despierta para picar y comprobar el estado del terreno. La cancha desbordada, 60.000 personas bramando en las tribunas del Estadio Nacional de Lisboa. El césped, de un color verde esmeralda, reluce una magnifica condición.
Ya pasaron más de 75 años, pero las palabras de la gran figura de aquel equipo argentino siguen teniendo la misma picardía que en aquel 1947: “La cancha está hecha un billar y nosotros somos todos billaristas. Vamos a hacer 10 carambolas…” le dijo a un cronista local. Y a los 30 segundos él mismo abriría la cuenta; 45 segundos después, otro gol argentino; antes de terminar la primera mitad ya habían hecho 5 y antes de que el réferi marcase el final del partido el marcador señaló el décimo gol de la visita.
Aquel no era cualquier equipo que fue “de excursión” y goleó a los europeos, era San Lorenzo, el absoluto campeón que tenía el fútbol argentino y uno de los cuadros más legendarios que ha tenido este deporte. Los Gauchos de Boedo venían de ganar el campeonato de 1946 con una segunda rueda para el recuerdo que destronaría a los dominadores del primer lustro de la década: Boca y River. Terminaría consolidándose con una grandiosa marca de 90 goles en 30 partidos goleando a Ferro en Caballito en la última fecha del campeonato.
Con ese precedente el Ciclón se embarcó en una gira que duraría desde finales de diciembre del ’46 hasta comienzos de febrero del ’47. Los resultados están a la vista: jugó 10 partidos, ganó 5, empató 4 y solamente perdió con el Real Madrid en la nevada cancha del Metropolitano de Madrid. El total de goles marcados ascendió hasta 46.
Pero su gran mérito no se deja dilucidar por la fría estadística. Lo que hizo San Lorenzo fue ESCUELA, dio cátedra en tierras extrañas y sus enseñanzas sentaron un precedente en toda la península. En los años venideros todos los equipos españoles trataban de imitar en cierta medida ese estilo de juego.
No sería descabellado pensar que este San Lorenzo tuviese algo que ver con que Santiago Bernabeu, presidente del Real Madrid desde 1943, comprase 10 jugadores argentinos (Algunos de ellos muy exitosos como Roque Olsen, Rogelio Domínguez, Héctor Rial o, claro, Alfredo Di Stéfano) a lo largo de los 10 años siguientes a la visita del Ciclón y trajera entrenadores sudamericanos como Scarone, Enrique Fernández, Fleitas Solich o ‘Yiyo’ Carniglia.
Ese equipo fue una orquesta entera de grandísimos intérpretes y brillantes virtuosos. Tenía un estilo distinto al de La Máquina, ese equipo de River tenía un manejo de los tiempos más pausado y con un jugador como Pedernera que podía poner pelotazos de 40 o 50 metros como con la mano. San Lorenzo tenía un juego más veloz con toques más cortos y sorprendentes.
En el arco un húngaro, Mierko Blazina, nervios de acero y domino del área muy inusual para la época. En aquel momento la defensa en M estaba en su apogeo. Al punta izquierdo lo marcaba José Vanzini, “Pepe el fuerte”. En el centro de la defensa jugaba Oscar Basso, un señor del fútbol. Central de gran calidad técnica y evidente altura, muy elegante y refinado tanto dentro como fuera de la cancha. A su izquierda jugaba Bartolomé Colombo, firme y rendidor, impasable.
Delante de la línea de la defensa dos imponentes ‘halfs’. Por derecha Ángel Zubieta, el capitán del equipo, un vasco muy alto, incansable, que se transformaba en el sexto delantero del equipo. Otro gran apoyo para el ataque fue Salvador ‘el Tano’ Grecco, un gran 5 con sentido del quite, despliegue y técnica.
Por las puntas toda la velocidad posible para explotar los pases de los 3 genios del centro del ataque: Mario Imbelloni y Oscar Silva. Imbelloni, otro que luego jugaría en el Real Madrid, era un wing derecho rápido, con desborde y muy asistidor. Por el otro lado, Silva tenía más gambeta y más gol. Otros que jugaron en estas posiciones fueron Francisco de la Mata (hermano de Capote) y Antuña.
En el medio del ataque, y empezando desde la media cancha, lo que dio en llamarse “el terceto de oro” integrado por Armando “el Chueco” Farro, René Pontoni y Rinaldo Martino. Sus posiciones formaban una diagonal; el Chueco empezaba desde más atrás y era el número 8 del trabajo hormiga, con su incombustible trajinar dentro de la cancha, brindándose a sus compañeros. Tenía una prominente nariz muy característica y un físico delgado con sus piernas notoriamente arqueadas.
El número 10, Rinaldo Martino, era un superdotado, con gran pique corto y manejo privilegiado de la pelota. En 1945 hizo el que sería recordado como “el gol de América” superando a 4 uruguayos y clavándola en el segundo palo desde un ángulo muy cerrado.
René era la gran figura del equipo, aquel de la sentencia de las 10 carambolas. Estamos hablando del, quizá, más elegante jugador de nuestra historia. Un delantero amplio, con un gran recorrido desde el círculo central hasta el área, cayendo a banda en algunas ocasiones, lo que hacía muy difícil marcarlo. Era propietario de una técnica depurada y de un gran sentido de lo estético.
El dato insorteable en la redacción de toda nota que lo nombre es que es el ídolo de la infancia del Papa Francisco. Bergoglio declaró su devoción por Pontoni, recordando la campaña del ’46 y haciendo mención de un gol en el que hizo “tac, tac, tac, GOL”, según las propias palabras del máximo pontífice.
Se refería a un gol frente a Racing, en la vieja cancha de San Lorenzo. Francisco de la Mata tiró el centro, lo recibió Pontoni con el pecho y dejó la pelota posada en su empeine. Estaba de espaldas al arco y con los dos defensores encimándolo. Entonces se hamaca para un lado, sale para el otro con una media vuelta y expide un tiro cruzado que deja parado al arquero. Al día siguiente Clarín tituló: “Pontoni hizo un gol como para pasarlo en el Colón”.
Este artículo pertenece a la serie de notas #LosNuestros, que se publicará durante los siguientes martes en la web de La Pelota Siempre Al 10.