Por Guido Ramos (@julioarguelles_)
Hace más de 80 años se dio una singularidad en el fútbol argentino: fue creado el equipo perfecto. Con un simple cambio de piezas, este cuadro quemó todos los libros escritos hasta entonces. Llegó para romper con lo establecido, para fundar un estilo de vida, para constituir los valores que rigen en el deporte argentino hasta la actualidad, dejando en el pasado el culto a la inglesa que era el fútbol en sus inicios en la Argentina. Fue el equipo que creó la modernidad. Cuando se hable del fútbol argentino debe ponerse un punto y aparte para hablar de La Máquina.
La Máquina surgió en un contexto donde las influencias extranjeras habían traído la defensa en M de marcación rigurosa a nuestro fútbol. Los grandes jugadores argentinos se veían en un primer momento reprimidos por la nueva táctica. Hasta que vino La Máquina. Este equipo fue la respuesta, orgánica y natural, que tuvo el fútbol criollo de contrarrestar las ideas foráneas con un fútbol elástico y armónico.
Y fue realmente un congreso de cracks, las grandes personalidades del fútbol argentino reunidas en un solo equipo: Renato Cesarini y Peucelle como técnicos, Moreno, Pedernera, Labruna y tantos otros en la cancha… ¡Cuántos grandes!
Junto con Muñoz y Loustau representaron -de formas muy distintas- lo que se llamó “La Nuestra”. Ellos fueron los verdaderos maestros porque hicieron escuela aquí y en el mundo. No es descabellado emparentar el éxito del Madrid que conquistó Europa, el del Millonarios de Bogotá o el de la Juventus con La Máquina. Quizás su más grande embajador fue el por entonces pibe Alfredo Di Stéfano, quien inculco su fútbol en Europa.
Fue el equipo que definió la relación entre el rol y el individuo. No había posiciones, había funciones. Pedernera no jugaba de ‘centre-forward’, Pedernera jugaba de sí mismo, y eso a los marcadores los volvía locos. Desde septiembre de 1941 hasta noviembre de 1946 dieron cátedra de fútbol en las canchas argentinas.
La Máquina nos lleva hacia aquella época. Crea en nosotros ese singular sentimiento de nostalgia por un tiempo que no vivimos. Es como la vieja Italia, donde sus calles permanecen imperturbables ante el tiempo y llaman, como una madre al hijo que juega, a todo aquel que guarde en sí una fracción del verdadero ser latino. La Máquina es herencia, tradición.
Trascendió un club, un cuadro o una camada de jugadores. Fue una guía espiritual, el equilibrio entre belleza y eficacia, entre alegría y seriedad, entre inocencia y maldad. Lo tenía todo para obtener dos campeonatos en la cúspide de aquel fútbol de oro del ’40. Era un cuadro que destacaba por su armonía e imprevisibilidad. Los jugadores, sobre todo los atacantes, fluían en la cancha y a través de las combinaciones entre ellos las posiciones, si es que se puede hablar de posiciones, se iban diluyendo.

La Máquina tuvo varios arqueros entre 1941 y 1946: Julio Barrios, Sirni, Lettieri… seguramente el más representativo fue el peruano José Soriano por su estilo más técnico, antecesor inmediato de Amadeo Carrizo en eso del arquero-jugador.
Delante del arquero, una línea de tres: el “Pacha” Yácono, el Ruso Vaghi y Luis Ferreyra. El Pacha era un petisito con cabello ‘descapotable’ que flameaba al viento en cada corrida. Se hizo muy conocido por ser especialista en la marca personal, anulando a un gran wing como lo fue el “Chueco» García. Vaghi, también caracterizado por la marca hombre-hombre, fue el recio mariscal que tenía el equipo para hacer pie en el fondo. Y Luis Ferreyra fue quizás el de menor brillo; luego lo reemplazaron por un defensor de una calidad técnica superior como «El Zurdo» Rodríguez.
Delante de ellos dos fogoneros: Bruno Rodolfi, con un estilo más recio que el de su predecesor José Minella, y José «El Tuerto» Ramos, el más alto del plantel (cabe aclarar que no era atacante pero se iba al ataque con igual o mayor decisión que cualquiera de los delanteros).
Completaban el cuadrado mágico las mayores figuras del equipo. Uno era José Manuel Moreno, que todavía no era «El Charro” pero ya lucía su característico bigote. Por ese entonces mostraba sus aptitudes de gran animador del equipo, yendo y viniendo por el carril del 8, ramificando su recorrido por toda la cancha y mostrando, a su vez, su amplia gama de recursos técnicos. Cuando partió rumbo a México su lugar fue tapado por Alberto Gallo, pequeño jugador procedente de Racing.
Al lado de Moreno estaba su gran compañero y del que podemos decir que era el miembro más importante del equipo: Adolfo Pedernera, el de los ojos en la espalda y los bochazos de 50 metros. Sin él en la posición de centro delantero no había Máquina. Era el cerebro de la operación. El qué movía los hilos, abriendo o cerrando el juego, administrando los tiempos del partido.
Por las puntas dos wines bien distintos. Juan Carlos “Tomate” Muñoz era todo velocidad y gambeta desde la derecha, antecesor por estilo de Corbatta y Garrincha. Félix «Chaplín» Loustau, diminuto wing izquierdo que valía por tres jugadores, fue la perfecta edición del wing ventilador. El tercero en discordia era el Mono Deambrossi, menos jugador que los ya nombrados aunque muy útil por manejo de ambos perfiles.
Pero alguien tenía que meter los goles, terminar el entramado de pases del binomio Moreno-Pedernera o aprovechar los venenosos centros a rastrón hacia el punto penal de Muñoz y Loustau. Ese era Angelito Labruna, el manual del hincha de River. Él FUE River. Ángel tenía un pique corto que dejaba pagando a cualquier defensor y una capacidad de definición, sobre todo cuando se agachaba mostrando su famosa joroba, que lo llevó a ser el goleador del equipo.
Este equipo se formó en las inferiores de River y tuvo sus bautismos de fuego frente a los grandes del fútbol después de golear 5 a 1 a Boca en las últimas fechas del campeonato de 1941. Luego de ese partido el periodista José Gabriel escribiría para Crítica que Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Deambrossi “Parecieron una maquinita…”.

Este artículo pertenece a la serie de notas #LosNuestros, que se publicará durante los siguientes martes en la web de La Pelota Siempre Al 10.
- Pa’ que bailen los contrarios
- Invencibles de Avellaneda
Muy buena nota! Hace entender porque en los años 40-50 empezó el Argentino a sentir esa Pasión, que muchos no entendian y que si sentía el «futbolero» como parte de su vida!
Saludos!