Por Lucas Sócrates (@socratesatanzio)
Todo tiene su pecado original. En el fútbol, es la gambeta. Panzeri señala este gusto por la libertad de la gambeta como una cosa de ‘cara sucia’, que sin duda viene de la vida. El fútbol, por muy popular que sea, era (y es) popular entre las clases bajas. Según Panzeri éste es el origen puro y feo de la gambeta: aparece como la sublimación de la fea realidad. Casi como un cuadro psicológico, podríamos decir.
La gambeta proviene de la sociedad, y por tanto, de su adaptación. Si la sociedad es cruel, jugamos a la pelota. Si la sociedad está triste, jugamos a la pelota. Esta fértil imaginación de la escasez es el elemento que, según Panzeri, contribuye a un fútbol callejero atrapado y sucio en la idea de hacer una gambeta endiablada contra tu compañero.
De ahí que en las tribunas aparezcan frases como “tiene mucha cancha”. Aún así, a pesar de hacer una buena ontología sobre el gesto de la gambeta (¡revolucionario!), Panzeri también busca una deducción sobre la vocación por ser tramposo y disfrutar así del fútbol. Aquí vuelve al origen sencillo y diáfano del fútbol: los niños.
La esfera es un objeto en sí mismo, diferente a los demás. Tiene energía propia, y como pensaban los indígenas, era el sol. La esfera, cuando rueda, naturalmente exige patearla. ¿Por qué patearla? ¿Por qué los pies, si son mucho más inestables que las manos?
Aún así, los niños patean la pelota. Panzeri cree en la vocación como ese rasgo instintivo de correr detrás de la pelota; como la misma ingenua necesidad de patear una pelota con los pies. Me gusta ese pensamiento porque, de nuevo, no hay forma de saber quién es el elegido para jugar al fútbol, pero hay quien se deja seducir un poco más por el gesto lúdico de lanzar la pelota al aire o pisarla espontáneamente.
Mário Filho veía exactamente eso en Garrincha. Garrincha fue cazador de garrinchas cuando era pequeño y esto lo convirtió en un gambeteador feroz. Feroz al menos en sus formas; la humildad se la reservaba para sus logros. Pero feroz.
Este compuesto entre naturaleza y hombre es interesante desde el punto de vista de que Garrincha se volvió exactamente igual a su entorno. Vivía en medio del bosque, cazando, y se convirtió en un animal, así sin más. No hizo ningún escándalo y atrapó con su gomera al animal más asustadizo.
¿Instintivo? Por supuesto, Garrincha era como la naturaleza. Y se adaptó tanto, que sólo ella pudo darle el sentido de acortar su pierna derecha en forma de arco, hasta quedar a la altura de su izquierda, convirtiéndolo en el creador de la gambeta.
Asimismo, al tener a su oponente frente a él, era tan sencillo, tan natural, que permanecía inmóvil, sin mostrar nada con su rostro, sin revelar nada con su cuerpo. No sé si la gambeta de Garrincha fue siempre la misma, pero era inconfundible porque estaba en medio del bosque cazando. Podía pasar horas de pie esperando que su rival se abalanzase sobre él para destrozarlo en un instante, como le habían enseñado: insinuando por un lado, yendo por el otro.
Sin embargo, lo que estas eminencias tienen que decir sobre Lamine Yamal es esto: gambetea. No como alguien automatizado, sino como alguien que desea y no controla, con un impulso tan fuerte que recuerda cada cuestión que hace que el fútbol sea autónomo.
Lamine todavía juega a la pelota como vive, como camina por la calle. Aún no ha sido aniquilado por el producto-sistema y eso se nota en su gambeta. Gambetea tan simple, cuerpo a cuerpo, quieto. No responde a los estímulos distorsionados del fútbol actual.
La búsqueda de “dinámica” es, en realidad, una búsqueda de mayor velocidad en la forma de jugar. Por eso el fútbol es tan sobrio y carente de personalidad. Se juega para ser rápido, jugando para ser rápido algunos ganan, y ganando acumulan más dinero.
Como todo lo contrario de esta filosofía, él aparece como un ángel que nace y gracias a su vocación, practica un fútbol que hace mucho tiempo no presenciamos. Fútbol casero y familiar. Un fútbol que no necesita palabrería ni tácticas aburridas para estar ahí. Así, siempre siendo lo que fue el fútbol.
Cuando lo veo con la pelota pienso que no hay ningún cuerpo externo (pelota) que esté siendo tocado por él. Solo está Yamal corriendo y su cuerpo se expresa en el puro movimiento de correr. Eso en sí mismo merecería una explicación. Pero voy más allá.
Creo que Yamal es todo lo que es el fútbol al fin y al cabo: guerra y violencia, cuerpo y espectáculo. Si volvemos a Garrincha, una cosa está clara: Garrincha existe en el fútbol como un estado de naturaleza. Un estado simple donde el cerebro nos hace cambiar de opinión catorce veces en tres décimas de segundo. Y donde Garrincha se está viendo tentado a atacar, a hacer la guerra. Yamal es lo mismo y su violencia es performance, como la de los boxeadores.
Sé poco sobre su juventud; y en realidad de poco serviría porque sigue siendo joven. Pero tiene algo diferente a los propios jugadores y gambeteadores, la capacidad de destrozar al rival. No lo pasa, no lo esquiva. Lo fulmina como si le hubiera clavado un puñal. Son movimientos furtivos, frontales.
Eso es lo que me emociona. La dureza con la que gambetea, haciendo que los rivales pierdan el equilibrio, es una locura. Es como si fuera un niño que domina los cuerpos de los demás. De ahí la analogía con el boxeo.
En el arte de dar y no recibir, uno de los principales fundamentos es examinar lo que el oponente quiere hacer. Para este examen, como digo, un Garrincha de la vida cazó mucho, y se convirtió en un ser pequeño dispuesto a identificar la más mínima falta de destreza humana a la hora de ocultar lo que quiere.
Especialmente cuando se trata de fútbol, donde se le roba la pelota a otra persona; donde tenerla valida tu superioridad. En el boxeo la sangre importa. Pero hasta que se llegue a ese punto, el rival no debe sospechar nada y uno no debe dudar. Yamal es boxeador a la hora de jugar a la pelota, incluso diría un buen peso gallo de mano dura.
Cuando está jugando siempre intenta estar delante de su oponente, asfixiándolo más de lo que ya provoca el juego, como en un ring. Al controlar un cuerpo distinto al suyo, aprovecha ciertos trucos de boxeur para destruir el de su oponente.
Tiene malicia, y como si estuviera cazando, hace que su oponente intente algo antes que él. Con una paciencia terrible, camina y se detiene por completo, en una postura de sinvergüenza que le exige al oponente débil y desprotegido que lo ataque. Y entonces, para. Como un niño pequeño dispuesto a romper una ventana. El oponente ya no sabe cómo salir de allí sin morir.
Yamal no hace la más mínima expresión en su rostro, mira fijamente, como si nada estuviera pasando: un depredador. ¿El alrededor? No existe. Sólo él en el uno contra uno. Y al ver esa mirada serena en sus ojos, puede sentir a su oponente desde la punta de los pies hasta los mechones de su cabello, y sabe que si duda, acabará con él.
En cuanto tense un músculo, ya será inalcanzable. El rival, en esta situación, obligado a atacar para defender, medita la opción menos vergonzosa, abriendo la guardia para hacer el último intento. Pero Yamal lo gambetea como si fuera el puñetazo que lanza por milésima vez. El oponente va a la lona.
Su forma de pararse sobre ambos pies, fijo, con el cuerpo arqueado, hace de su clásico regate un gesto sucio, lleno de malicia, que recrea a Mané en su típica postura de Muhammad Ali mulato, admirando a un Sonny Liston adormecido. El arte boxístico fatal que hace reír a Garrincha.

La versión original y extendida de este artículo fue publicada en portugués: https://opontofuturo.com/mario-panzerri-garrincha-yamal/