Por Toni Schweinheim (@ToniDibujante)
A Andrés le gustaba que los profesores de la facultad hablaran un poco de fútbol. Servía para descomprimir y romper el hielo en el siempre rígido ámbito académico. Disfrutaba como el profesor Constantino en algunos parates de la clase hablaba de cómo era el fútbol antes o del por qué de algunos apodos, para el deleite de muchos alumnos futboleros y la amargura de otros que eran demasiado tragas y solo querían escuchar de costos. Pasaba lo mismo con el doctor Gallez o Alfonso, pero jamás con el profesor Kropinski. Con ese sí que no se podía hablar de futbol.
No porque no supiera, sino porque el tipo se pasaba de fanático. Era lo que todos conocemos por termo: un hincha bastante molesto y pesado. Lo fue desde el primer día de clases. Tal vez queriendo romper el hielo o tratando de querer encajar en los corazones de los hinchas de su equipo, ese primer día se plantó frente a los alumnos y, lejos de hablarles de la materia, se presentó como profesor e hincha devoto de su equipo.
Generó algunas sonrisas pero luego algo de estupor cuando dijo sin ningún tipo de miramientos, que cada vez que su equipo perdiera iba a haber parcialito. Claro, también habría recompensa si su equipo ganaba: todos se iban media hora antes. Si era por goleada, 40 minutos.
A Andrés no le gustó para nada este profesor. Pero la frutilla del postre fue cuando pasó lista. Nombre, apellido y decir de qué equipo eran hinchas. River, Racing, Independiente, Banfield, San Lorenzo, otro de San Lorenzo, Lanús, Boca… hasta que le tocó el turno a Andrés. Sí, Andrés era del rival de toda la vida del equipo del profesor Kropinski. Y sí, lo dijo. Dijo el club.
Un comentario despectivo del profesor hizo que otros alumnos, hinchas del mismo equipo, saltasen en defensa de Andrés. En pocos segundos entre chicana y chicana, la cosa se fue calentando hasta que el profesor cortó la discusión. La tensión bajó y ya la presentación de la materia estaba en marcha. Pero Andrés sentía que había quedado marcado.
Pasaron los días y la materia no pudo haber sido peor. Encima de que a Andrés lo habían tomado de punto, el equipo del profesor Kropinski andaba a los tumbos y casi nunca ganaba. Por tal motivo, el docente venía cada vez más caracúlico y cada vez más se la agarraba con Andrés, cuyo equipo sí andaba bastante derechito en el campeonato. Las clases se fueron apilando. Todas eran un suplicio, las preguntas y miradas del profesor parecían dirigidas siempre a él. Quiso dejar la materia pero le pareció una estupidez enorme dejarla por ese motivo.
Y llegó el primer parcial. Andrés tenía un juramento: si le iba mal iba a dejar la materia. Estaba cursando otras dos, en las que sí le iba bien y no se iba a hacer mala sangre por el boludo del profesor. Sin estudiar mucho y ya resignado a comerse un bochazo, se presentó. Como si el hijo de puta de Kropinski hubiese adivinado la intención de dejar la materia ante un aplazo, le puso un cuatro, lo que implicaba estar con el respirador artificial hasta el segundo examen.
Andrés sabía que en ese examen ni de casualidad llegaba al cuatro, el profesor lo había hecho adrede para que sufriera hasta el final. Pero ahora estaba determinado a no abandonar la materia; si tenía que pelarse las pestañas estudiando para aprobar y refregarle en la cara a ese amargo el parcial aprobado, lo iba a hacer.
Como suele pasar en todo cuatrimestre académico, los días pasaron rápido. Las materias parecían multiplicarse y los apuntes, libros y fotocopias se elevaron a la enésima potencia. Las otras dos materias se empezaron a complicar y esta quedó de lado. La fecha del segundo parcial estaba a la vuelta de la esquina y para colmo de males se superponía con otro. Pero aún había más: el día anterior al examen se jugaba el clásico.
El viernes anterior al parcial el mismo profesor abrió un hilo de esperanza. Mientras daba la clase de repaso se paró frente a todos. “El clásico es el domingo, hace mucho que no lo ganamos. Si lo hacemos el parcial se pospone para el otro lunes. Si perdemos, cosa que no creo que pase esta vez, prepárense porque entran todos los temas”, dijo mientras miraba a Andrés con una sonrisa macabra.
Por primera vez Andrés quería que su equipo pierda. No le importaba que fuera el clásico, tenía que aprobar esa maldita materia. El hijo de puta ese de Kropinski no podía salirse con la suya. Pero también tenía que estudiar la otra materia, en la que tenía muchas chances de promocionar y, por supuesto, también quería ir a la cancha a ver el clásico.
Arregló un cronograma: el sábado se lo dedicaría a la otra materia, y quedaría el domingo para ver el partido y luego estudiar. Si ganaban, estudiaba para la materia de Kropinski; de lo contrario, para la otra.
Por un lado Andrés quería que su equipo perdiera el clásico. Pero, por otro, le daba vergüenza hasta pensarlo. En el fondo, un ardor en el pecho le recordaba de qué equipo era y quería ganar como fuese. Con ese sentimiento encontrado se fue para la cancha.
A medida que se acercaba al estadio, iba imaginándose de mil formas cómo Kropinski lo iba a hacer mierda en el parcial de todas formas, ganasen o no. Se vino el partido. Otra vez la tribuna era una fiesta y la verdad que fue un trámite. A los cinco minutos el equipo de Andrés ya ganaba dos a cero, baile terrible.
Andrés se imaginaba la cara de ojete que tendría Kropinski con tremendo resultado en contra y cantaba más fuerte. El partido terminó 4-0 y a esa altura en lo que menos pensaba Andrés era la facultad. Salió de la cancha en pleno éxtasis de júbilo y se fue con los pibes al bar para festejar tremenda goleada. Cayó en su casa bien entrada la medianoche.
El despertador sonó a las 4 de la mañana. Andrés se despertó con una resaca espantosa y una culpa que le calaba las entrañas. Un parcial podía darlo más o menos, pero presentarse al de Kropinski era suicida. Decidió que no le importaba. Agarró algunos apuntes, bajo a la cocina, se hizo un café y arrancó a estudiar.
Siempre se presentaba a los parciales y más de una vez su poder de chamuyo lo había ayudado a llegar al cuatro rasposo. Esta vez llegó al aula y estaba Kropinski parado al lado de la puerta con una cara de ojete que metía miedo. Andrés lo saludo socarronamente con una sonrisa. El profesor tuvo que morderse para no matarlo.
El parcial era un asesinato. Veinte preguntas a desarrollar. Andrés no sabía ni una, y su chamuyo no daba para tanto. Empezó a dar vueltas la hoja, a morder la birome, a mirar a cualquier lado… hasta que su mirada se cruzó con la del profesor. Andrés garabateó rápidamente unas líneas en la parte de atrás del examen, guardó sus cosas y se levantó.
Dejó la hoja sobre el escritorio de Kropinski y salió. El profesor esbozó una sonrisa de maldad sabiendo que Andrés no había contestado ninguna pregunta. Mientras su alumno salía del aula, leyó: “Me vas a desaprobar y lo vas a disfrutar, pero la amargura del cuatro a cero no te la vas a sacar nunca más, hijo de puta”.

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