Por Federico Rodríguez (@federodr)
Me invitaron a jugar un partido. A diferencia de otros años, quizás cuando era más joven y más competitivo, no estaba para nada nervioso. Llegué unos quince minutos antes, apenas si elongué, pateé un par de veces una pelota fofa para probar al arquero en el precalentamiento y me agaché a desatarme los cordones para volver a atármelos con más firmeza. Intuyo que faltarían unos tres minutos para que empezara el juego cuando uno de mis compañeros me dijo:
—Mirá que es contra los primeros. Si ganamos, agarramos la punta nosotros.
Toda la tranquilidad que tenía hasta el momento se evaporó. Llegaba con la calma del que va a jugar de onda. En última instancia les estaba haciendo un favor para completar equipo, no podés jugar con uno menos en un torneo de Fútbol 5. Si jugaba mal, tampoco me iban a putear tanto. Pero ahora el panorama cambiaba por completo.
Un factor que me estresa de los torneos es que ya no tengo edad ni ganas de andar peleando cuando se pica el partido. Pero la advertencia de mi compañero me había disparado el cortisol por las nubes y ahora en mi cabeza no había lugar para otra cosa que no fueran reproches hacia mi calma absurda. ¿Por qué había llegado tan tranquilo? ¿Cómo no había siquiera preguntado la posición del equipo en la tabla, el nivel del rival, nada?
El árbitro dio dos silbatazos cortos y los capitanes se juntaron en la mitad de la cancha. Hice un esfuerzo por relajarme. Juego mejor con menos presión. Sacudí la cabeza como para que las ideas negativas se me salieran por las orejas. Me paré de punta y empezó el partido.
Arrancamos ganando rápido. 1 a 0 a los muy pocos minutos: calculé que no irían más de tres o cuatro. Lo grité como un trastornado, más que el propio autor del gol. Sentí alivio. Ponerse en ventaja pronto en este tipo de cotejos, tan decisivos, traslada el nerviosismo al rival, que no se espera un golpe tan veloz en un enfrentamiento que presumía cerrado. Pero también nos colmaba de responsabilidad: quedaba mucho, muchísimo tiempo. Confiarse hubiera sido un error de novatos. Así que me concentré.
Pero aún con la con la mayor de las abstracciones propias el error de un tercero puede arruinarte la existencia. En este caso, el error del ciego hijo de mil putas del árbitro. La pelota salió por el costado. Era para nosotros, pero cobró a favor de ellos. Aprovecharon nuestra protesta, hicieron el lateral rápido y entre el desaire y la indignación nos clavaron el 1 a 1.
Corrieron los minutos y el partido volvió a emparejarse. A mí me daba la sensación de que mi equipo, o bien al que estaba de invitado, era bastante superior. El primero de la tabla jugaba decididamente mal. Eran imprecisos, y aunque tenían cierta fuerza física, no eran nada del otro mundo. Pensé que si nos concentrábamos en serio podíamos reponernos.
Y así fue. Uno de los nuestros desbordó, tiró un centro espantoso y al arquero se le escurrió la pelota entre las manos. Gol en contra y 2 a 1 para nosotros. Otra vez lo grité con furia. Faltaba muchísimo, sí: pero estaba claro que éramos los que imponían las condiciones, y con ese resultado agarrábamos la punta.
Sin equivocaciones arbitrales a su favor, ellos no tuvieron reacción. Por suerte para mí, mis intervenciones eran acertadas. No había tenido chances de gol, pero estaba haciendo el trabajo sucio y el sacrificio, y las pocas pelotas que pasaban por mí, se las daba redonditas a un compañero. Estábamos muy bien. Y ellos, groggy.
Cuando promediaba el primer tiempo sucedió. Tiraron un córner a las manos de nuestro arquero, que era una torre. Salimos rápido de contra por la izquierda. Yo acompañaba desde la otra punta, seguro de que la lectura de la jugada pedía conducción hacia ese sector. Quedaron muy mal parados: éramos tres contra el último hombre. Si me la daban a tiempo, me escapaba solo frente al arquero. Tras dos toques veloces, me habilitaron y encaré el mano a mano. Definí horrible, mal pisado, pero cruzado y al ras del piso. La pelota pasó entre las piernas del arquero y entró mansa contra el palo. Era el tres a uno.
Lo grité con locura, una vez más. Nunca festejo mucho los goles. Pero acá me saqué. Sacudí el dedito, metí el gesto soberbio de «más o menos, eh» aunque le había pegado como el culo, me agarré los huevos e hice el gesto de ofrendarlos a los que miraban desde afuera. En mi cabeza, ese partido era Argentina-Francia.
Nos fuimos 3 a 1 al descanso, nomás. Tocó reordenarse y pasé al medio. No vale la pena dispensar demasiados párrafos al desarrollo del complemento. Nos dedicamos a hacer tiempo, aguantamos la pelota, buscamos que el reloj corriera. Se sabe que, en partidos así, si se te ponen otra vez a un gol de distancia, lo más probable es que te lo empaten y te lo ganen.
Pero nada de eso sucedió. Ellos eran apáticos, jugaban mal, estaban en un día pésimo. No tuvieron reacción. Les hicimos el cuarto dos minutos antes del cierre. Hubo saludo cordial con los rivales, aunque habían ensuciado el juego con patadas y protestas nacidas más de la impotencia que de la parcialidad del árbitro, cuya única incidencia, en realidad, los había beneficiado. Me llamó la atención la poca autocrítica, el poco roce entre un grupo de compañeros que habían entregado la punta del campeonato con una displicencia supina.
El sol del mediodía volvía intensa la estancia en el césped sintético. Nos acercamos al bodegón del club y celebramos el triunfo comprando varias cervezas. Alguno propuso almorzar unas pizzas: casi todos aceptamos. El que me había comentado de la importancia del partido me felicitó por el gol, esgrimió algún apuro con el resto del grupo y se fue a su casa.
—¿Y ahora? ¿Estamos primeros solos? —pregunté al arquero, haciéndome parte del logro con la boca llena de una de jamón y morrones.
Él me miró un poco extrañado.
—¿Eh? De la punta estamos a doce.
—¿Estos no eran los punteros? —tanteé, confundido.
Hubo algunas risas generalizadas.
No pregunté más nada.
Pagamos y nos fuimos.
