Por José Santamarina (@santamarinajose)
Escrito el 15 de julio de 2024, luego de la final de Copa América vs. Colombia.
Cuando se vaya al entretiempo, ese océano del fútbol que parte las tensiones en dos, la vida entera de Lionel Messi va a depender, otra vez, de una inyección. Las que eran para darle un empuje y hacerlo crecer, a los nueve años, ya se ven borrosas en su memoria. La que le claven ahora en el tobillo, a los 37, va a ser para aguantar. Pero no va a aguantar.
Mientras a él lo infiltren, Shakira va a hacer más tiempo que el tiempo reglamentario y va a dejar en el centro del pasto, además de una playlist olvidable, dos sensaciones contradictorias: que algo en su cuerpo se ve intacto, como si todavía no hubiera llegado al punto de su canción en que las arrugas le corten la piel y la celulitis invada sus piernas, y que algo en sus caderas sobrehumanas ya no gira igual que antes, como si a las bisagras les faltara WD-40, o en su defecto un chorrito de Coca-Cola.
El tiempo no es gratis, y todo lo que se patea para más adelante, ya sea una pelota o un problema, algún día vuelve para atrás. El corte y la incertidumbre van a durar veinticuatro minutos, todo un récord en la historia de los entretiempos, y cuando Messi pida el cambio, a los veinte de la segunda parte, ya nadie va a saber si es por el tobillo o por el músculo, por la hormona de decrecimiento o por algún órgano extraterrestre que no vimos venir.
Lo que está claro es que no puede más. A esta hora de la historia del universo, el cuerpo de Lionel Messi ya no resiste otro metro. Y lo que sale en ese cuerpo que sale, cuando tira el botín al piso sin la furia suficiente, conteniendo el gesto hollywoodense para que la metáfora no sea tan honda ni tan grave, son los mil cuerpos suyos que ese cuerpo lleva dentro como una muñeca rusa.
El de ese niño de nueve años que se clava la aguja en el muslo por primera vez, el de trece con flequillo sobre las orejas al que los nuevos compañeros catalanes señalan como a un tonto, el de diecisiete que se entiende con Ronaldinho como si compartieran una vida pasada.
El de dieciocho que se recuesta con cara de culo sobre el banco de suplentes mientras Argentina queda eliminada de su primer mundial, el de veintiuno que destruye al Real Madrid en el derbi español, el de veintitrés que se entrega a medias al consuelo de Maradona, el de veinticinco que levanta a su primer hijo, el de veintisiete que no pudo contra Alemania en su primera final del mundo, el de veintinueve que siente que ya está, que se terminó la selección para ese cuerpo.
El de treinta y uno que soporta un mundial al mando de Sampaoli, el de treinta y cuatro que se deshace en mocos en la despedida de Barcelona, el de treinta y cinco que vuelve a sentir que ya está pero para el otro lado, porque después de salir campeón del mundo qué, el de treinta y seis que hace las compras en el Publix de Miami, el de treinta y siete que arranca su séptima Copa América.
Todos esos cuerpos salen a la vez y lloran, pero lo que cambia ahora es la estela que deja ese cuerpo en la cancha, lo que rodea al agujero que su salida genera: ya no una parálisis nacional, ya no un cuerpo de cuerpos desmembrado sino una casualidad de argentinos de pie, capaces de entender la fatalidad como una exhortación, la muerte repentina del mayor de la manada como otra viñeta en el job description de los que quedan: hacerse cargo.
El destino es llevado a su paroxismo: en el alargue, cuando el mediocampo argentino se acomoda por primera vez en el torneo, Scaloni lo vuela entero y hace un triple cambio que está mal por donde se mire. Entran Leandro Paredes, Giovani Lo Celso y Lautaro Martínez.
Quince minutos después, Paredes, que perdió la titularidad durante el Mundial de Qatar por ir demasiado al piso, por pasarla demasiado lento, recupera una pelota tirándose al piso y la pasa rápido, y la jugada pasa por Lo Celso, que antes de Qatar era titular y quedó afuera por una operación, y deriva en Lautaro, que todavía arrastra la peor actuación de un 9 argentino en la historia de los mundiales.
Pero queda frente al arquero, él y la pelota, él y todos los cuerpos que mueren dentro suyo y dentro de Messi y dentro de Di María, que todavía está en la cancha pero recostado sobre la raya, como se dice ahora, si recostado es una labor no pasiva, tan sobre la línea que parece del lado de afuera.
Ya habían circulado las imágenes de su tobillo hinchado a la par de las de su cara hinchada por el llanto. El gol interrumpe el tufo. Todavía no es el fin del mundo, pero el olor aumenta. Se acaba de abrir un tiempo preapocalíptico que anticipa el tiempo infinito del infierno, ese tramo de la eternidad que va a ser sin él.
En la otra punta del mundo, mientras tanto, el francés Kylian Mbappé, llamado a heredar su trono, termina una Eurocopa deslucida, el inglés Jude Bellingham se entrena en la frustración de salir segundo y ya las mil apps de apuestas le juegan unas fichas al español Lamine Yamal, de diecisiete años, pero quién sabe, a los diecisiete años, cuán grande quiere ser cuando sea grande.
Esto no es un concurso de belleza, en que el anterior le pasa la posta al siguiente para que la cosa rote y la fantasía no se corte; esto es boxeo. Para manotearle la corona al campeón, primero hay que manotearle la cara. Hasta que la muerte lo separe, o hasta que lo vengan a buscar, Lionel Messi sigue siendo el mejor jugador del mundo. Y escribirlo, claro, ponerlo así de nítido en palabras, también puede ser un indicio de que ya no es tan así, de que si no para qué aclararlo, con qué necesidad, pero vení a decirle hoy a un argentino que no exagere, que se calme. Suerte con eso.
Este artículo fue publicado originalmente en https://medium.com/@josesantamarina/messi-hinchado-5dc24d5371b7