Por Felipe Alonso (@felipealonso19)
-Menos mal que nada podía salir mal, Muque y la reconcha de tu madre- gritaba Budó apretado en el asiento de atrás del patrullero, esposado y tan transpirado que parecía salido de una pileta pero convencido de que la falla del plan era que no lo había hecho él. El Muque estaba tirado con la frente contra la ventanilla y repetía “Mi abuelo me mata”.
Y tenía razón en preocuparse porque en tremendo quilombo había metido al pobre de Don Diez, que a sus 95 años le habla dejado la mejor parte de su campo, con la casa venida a menos, pero amplia y a su modo lujosa, la pileta inmensa con un trampolín tan alto que desentona con el ambiente rural y desafía a los más valientes.
Cuánto se iba a desilusionar cuando supiera qué era lo que hacía el Muque en ese galpón, con tantas luces, tan tapado con telones. Con eso lo había convencido, con un sistema de producción inteligente que combinaba la cantidad justa de agua, con la plena oscuridad, los súper reflectores y la alfombra y qué sé cuánto.
Si se lo habían advertido a Don Diez, que no le convenía. Que era mejor otro nieto, Cristián por ejemplo, que además era ingeniero agrónomo. Hasta le dijeron que Eugenio -jamás permitió que se lo llame el Muque enfrente de él- alquilaba el casco de la estancia por Airbnb, pero no quiso escuchar.
Cuando llegaron a la comisaría de Olavarría al Muque le pareció que los patrulleros eran 10 o 12. Si subieron a dos por auto, en 6 autos estaba todo el grupo, pensó. ¿Y los demás? La imagen de su abuelo esposado le dolía más que la tetilla donde justo, justo, le vino a dar la taser que lo derribó cuando corría en cuero, ajeno a lo que sucedía afuera.

Fue ahí que todos se dieron cuenta que habían perdido, cuando cayó el Muque al suelo, de frente y sin poner los brazos, con las rodillas vencidas como los boxeadores que tocan la lona y los árbitros enseguida hacen la seña de que no va más y el otro va a subirse a las cuerdas y con los brazos en alto grita que es el mejor y que va a noquear al que le pongan enfrente.
Cuando entraron a la comisaría, a Nacho le pareció escuchar que los de recepción detrás del vidrio llamaban a otros policías para que vengan de raje, que había que estar. Los pusieron a los 12 contra la pared y un robot que parecía un tanque de guerra en miniatura los recorrió de arriba a abajo, uno por uno, con un scanner de una fuerte Iuz roja. Cuando terminó con todos, volvió y repitió el procedimiento con Sebastián que increíblemente se encontraba esposado con guantes.
Por la misma puerta que salió el robot, entraron dos policías que disfrazados de eternautas les quitaron las esposas y con dos mangueras como de bombero los rociaron -sin escatimar maldad- con un líquido espeso que dejaba un sabor casi tan desagradable como cuando te revuelca una ola y tragás agua, arena y vergüenza y ni volvés ni a mojarte los pies por el resto de la tarde.
Ahí estaban los 12, parados y empapados. Uno al lado del otro contra una inmensa pared blanca, ordenados alfabéticamente aunque ninguno lo notó. Una luz incandescente los apuntó directamente a la cara y a Juan Ignacio se le vino a la mente la imagen de la liebre que se quedó seca en frente de su auto cuando entraban al campo y después en pedazos en su paragolpes. Había sido hoy mismo y hasta hacía menos de una hora su única preocupación era cuánto le iba a salir el faro antiniebla que rompió.
Justo cuando sus ojos se empezaban a acostumbrar a la luz, una voz salida de una cara que apenas detallaban se presentó como comisario Britos y leyó rápidamente la serie de delitos de los que se los acusaba y les ordenó que dieran un paso al frente cuando escucharan sus apellidos. Salvador fue el primero, que confirmó su número de documento, su soltero de estado civil y su dirección en Bragado.
Luciano fue el segundo que movió lentamente sus piernas y confirmó sus datos. El comisario se acercó y los 12 pudieron ponerle cara a esa voz que chequeaba datos pero anunciaba problemas.
-Todos son unos pelotudos grandes, de más de 40. Pero vos además de ser el más viejo, sos el que tiene más cara de delincuente, sacate esos tatuajes Altamirano, ¿querés?- lo desafió Britos.
Milton fue el siguiente en confirmar que eran suyos el número de DNI y la dirección en Berazategui. Estaba tan nervioso que parecía que bailaba con sus hombros y rodillas y se reía mostrando sus paletas separadas a las que atribuía un insuperable poder de seducción, siempre enmarcadas por su histórico bigote perfectamente teñido de negro aunque a todos les jurara que era su color natural.
Cuando fue el turno de Budó, los 12 notaron que estaba llorando. Asintió los datos sin escucharlos mientras repasaba una y otra vez el plan en su cabeza y buscaba cuál había sido la falla, cómo los habían encontrado.
¿Los habrían seguido desde que salieron de La Plata? Era difícil, tres autos, tres rutas diferentes. Cargaron nafta y pagaron en efectivo. Él mismo se encargó de que nadie se mostrara de más en la estación de servicio. Incluso evitó justo a tiempo que Luca le diera su teléfono a la chica que en la YPF le vendió unos anteojos de sol baratos.
A Budó le constaba que los 11 que viajaban hacia Olavarria tenían los permisos en su aplicación. Incluso tenía constancia Martín, que en una actitud más que reprobable, se había bajado del plan la noche anterior argumentando que tenía familia, que le parecía demasiado arriesgado y que le dolía la rodilla.
Después fue el turno de Nacho, que se repetía para adentro que iba a ser el preso más pelotudo de todos por algo que encima tampoco le gustaba tanto y que casi toda su vida le había sido ajeno. Era terrible el costo que terminaría pagando solo por pertenecer, por querer hacer lo que hacían los demás, por no perdérsela. Pensaba que sería la nueva vergüenza de Necochea, como hace 10 años el boludo del baby shower.
Sebastián, que era el único de pantalón largo y ya sin guantes, confirmó sus datos y su dirección en Mar Del Plata. Pensaba en que a los años en cana que se le venían por esto, tenía que sumarle algunos más por las plantas que iban a encontrar cuando allanaran su casa. Pero lo que más le dolía era imaginar que se las iban a fumar los policías.
Cuando fue el turno de Juan Ignacio de confirmarse, el comisario le preguntó si sabía que estar utilizando ropa con colores,escudos y simbología prohibida era un agravante. Se miró vestido de azul y amarillo y respondió que sí. Hasta pareció orgulloso.
Se le notó la cara de sorpresa al comisario Britos cuando notó que el mayor de los hermanos que tenía enfrente según documento, era el menor de estatura. Para colmo Francisco con sus más de 45 años estaba físicamente impecable, con el corte de pelo de los jóvenes y era común verlo ser uno más de ellos en el streaming de la Bresh con bastante dignidad.
Hay quienes lo critican por esto y por tener una novia 23 años menor, pero él es feliz y en su familia a Amparo la adoran. Incluso su hija la quiere desde los 6 años ya que fueron juntas al colegio.
Facundo todo lo contrario. A partir del segundo año de aislamiento se afincó en una chacra por la zona de Sicardi y 8 años después se enorgullecía de vivir de lo que producía, comer absolutamente sin TACC ni colorantes.
Ya no se parecía al flogger de acento mezclado que llegó de Nicaragua a los 18 años a estudiar periodismo a la Universidad Pública y se dormía una hora y media en la cara del profesor Ciappina y enfrente de todos sus compañeros, que a pesar de eso 5 años después reventaron las urnas para elegirlo presidente del centro de estudiantes. Los 12 que estaban ahí parados habían trabajado empapelando la facultad con carteles que decían “en la facu, Facu”.
Tampoco se parecía al Facundo de los 30, de bigote fino y propensión a las piñas. Era un señor de 40 pero puro pelo, que se mezclaba con la barba y que iba desde la frente y las patillas, pasando cerca del ojo, pero también salía desde adentro de la nariz y parecía comerle los labios y cubrirle el cuello uniéndose con el pecho y quizás la espalda, todo absolutamente blanco de canas.
Los ojos negros sobresalían tanto que dejaban saber que todavía era Facundo, que era posible que en el fondo extrañara las harinas mucho más de lo que decía y que de todo este grupo de buenos tipos, seguia siendo el de mejor corazón.
Luego fue el turno de Luca, que dio el paso adelante y su remera blanca todavía empapada dejaba ver apretada y traslucida una panza que hacía justicia con su vida de dueño de la mejor pizzería de La Plata. Respondió como si en el fondo algo lo divirtiera. Como si a pesar de todo lo que estuviera pasando y lo que se viniera por delante, todavía tuviera motivos para estar contento. Nacho lo miró con desconfianza y se dijo para adentro que seguro todavía no había caído.
Carlos dio un paso enfrente y rechazó la dirección de su documento. Dijo que independientemente de lo que dijera ahí, e incluso con él viviendo en otra parte, su casa siempre sería 1 y 52.
-Por último, el crédito local- presentó irónicamente Britos al Muque, que todavía en cuero dejaba ver la vejez de quien en su plenitud había sido por mucho el chico lindo del grupo, el encargado de acercarse a las chicas en los boliches e intentar sacar charlas y abrirles las puerta al resto. Esa labor le valió también el mote de Irizar, el rompehielos.
Lamentablemente, el Muque no era infalible y aún cuando lograba su cometido, convenía descartarlo conforme avanzaba la noche y los tragos si uno quería evitar situaciones incómodas o peleas.
El Muque sintió que ese breve interrogatorio era una experiencia cercana a la muerte, así que no escuchó nada de todo lo que dijo el comisario y repasó su vida desde el jardín de infantes. Concluyó que en situaciones límites el cerebro solo te permite guardar un recuerdo y escogió quedarse con el día que logró besar a una colorada de la facultad que era tan linda como las que salen por televisión.
Cuando miró a sus costados estaba con sus 11 amigos más amigos. De diferentes lados y de una misma facultad. Él los había convencido a todos de hacerlo, que no pasaba nada. Que era el campo de su abuelo. Él mismo les había indicado tres rutas diferentes para llegar a Olavarría y a todos les había hecho el permiso para que pudieran circular.

Cuatro venían a reparar todos los alambrados del campo. Cuatro venían a presupuestar un sistema de riego automático con empresa oficial y todo. Los últimos cuatro eran socios de un fondo de inversión que pretendía comprar un campo. Se encargó de que esos vinieran en el auto de Sebastián, que hacía la historia creíble.
Dos años de trabajo en el campo para ese día. Todo solo, para no dejar testigos. Guardar peso por peso, comprar los insumos en diferentes lugares, para no levantar sospechas. Trabajar con diferentes herreros. Cuidar con tanto amor para ver que el verde empiece a crecer.
Ni hablar de cuánto le costó conseguirla. Aprendió a navegar en la deepweb y seguro que le dejó a su notebook consecuencias irreparables, pero logró pactar un encuentro en plena ruta 226. La pagó carísima, pero la consiguió.
Por teléfono hablaron lo justo y necesario y en estricta clave. “10 años después”, de Calamaro, era la canción. Y que había que hacerlo, que lo necesitaban. Tantos años. Era una vez sola, para darse el gusto y después de nuevo, taza a taza, a seguir con las normas, como siempre. Todos adultos responsables, muchos padres de familia.
El día había sido hoy. Todos salieron a estricto horario y muy temprano. Incluso Luca. El plan era simple. Cada uno guardaba lo suyo en el hueco de la rueda de auxilio, arriba la manta, arriba los bolsos y las herramientas necesarias según la habilitación. Milton cargó en el baúl tres maletines prestados que llenó con impresiones de planillas de excel sin sentido y gráficos de torta que creyó que haría la versión de poder comprar un campo más creíble para los controles.
El auto de Sebastián llegó a horario, el de Facundo diez minutos antes y el de Budó 15 minutos tarde porque Luciano pidió bajar al baño tres veces. Todos pasaron los controles perfectamente, habilitados, sin síntomas. Todos se encontraron con el Muque que estaba en la puerta del galpón desde hacía media hora, pero esperando el momento desde hacía años. Aunque no correspondía, se abrazaron.

14:45, luego de que todos mearan en las plantas, entraron al galpón. Y aunque el Muque les había dicho poco, les había prometido mucho. Aún así nadie esperaba nada. Por eso la obra de arte que había construido los espantó el doble. Independientemente de lo que diga la policía, lo que había en ese galpón era una obra de arte. Un culto, prohibido bajo pena severa, es cierto, pero ¿es eso justo? Así que sin preámbulos y con equipos asignados empezaron.
Cuando el Muque cayó al suelo, el reloj de luces rotas suspendido en medio de uno de los lados del galpón marcaba las 15:30. 45 minutos. Los primeros fueron incómodos y graciosos. Hay algo de goce en lo ilegal, es la mandarina más rica que comiste en tu vida, la que le robaste a Cervera, el verdulero de enfrente de la escuela. Luego se puso riguroso y hubo momentos de tensión. En definitiva. momentos felices, de esos que por estos tiempos ya no abundan.
Cinco minutos antes de que el Muque cayese al suelo, los patrulleros entraban a toda velocidad al campo de Don Diez y adentro del galpón cada cual hacía lo suyo como si fuera cosa de todos los días. Luca, como siempre, el mejor. Pero Facundo y Sebastián sabían lo que hacían y el resto acompañaba, con aciertos y errores, con algún lujo.
En ese momento los 12 tipos no saben que existen ni en el campo ni en el mundo nadie más que ellos. Por eso cuando la policía entra los encuentra sin poder defenderse y lo agarra al Muque en cuero, con las manos en la masa o los pies en una pelota y en medio de un contraataque por izquierda. Solo la policía con su taser podía impedir que tirara el centro y sea gol de Budó.
Eran 11 hombres viejos en pantalones cortos y uno de jogging negro, buzo con hombreras acolchadas y guantes. Uno vestido todo de Boca, uno tenía una remera de Dybala, uno con la remera blanca de Independiente, otro que vino con tapones de aluminio a pesar de estar prohibido con el argumento de que todo en sí estaba prohibido. Todos son una hora después 12 tipos detenidos en una comisaría de Olavarría.
Los 12 estaban en una sala y casi todos hablaban, algunos gritaban, ninguno escuchaba. Facundo era el único que permanecía callado. Su pelo y su barba larga le daban un aspecto de guía espiritual que contrastaba con su camiseta del América de México en honor al Chavo del 8. El Muque intentaba hablar con todos y todos menos Facundo le gritaban cosas inentendibles.
Y así como el Chavo en la escuela quedaba diciendo solo algo fuera de lugar cuando sus compañeros de aula se callaban, Nacho ofuscado por la paz de Facundo lo llamó “hippie pelotudo” cuando la sala hizo silencio. Facundo levantó la mirada y por fin habló.
– 10 años sin jugar a la pelota. Ahora, no sé. Con suerte nos dan 12 años. Con buena conducta, en 6, 8, estamos afuera. Es mucho tiempo. Y la verdad, es una cagada que haya terminado en empate.
