Por Rocío Gorozo (@RGorozo)
En vísperas de la nueva doble jornada de Eliminatorias camino al Mundial 2026, y aún sin salir a la venta, el Diario Olé publicó los valores de las entradas para Argentina – Brasil, que se llevará a cabo el martes 25 de marzo en el Más Monumental. Un encuentro cargado de significado: la Selección campeona de todo jugando de local contra un clásico rival, en lo que además podría ser el último enfrentamiento entre dos grandes leyendas, como lo son Lionel Messi y Neymar Jr.
Las opiniones de streamers, periodistas y usuarios de las redes sociales no tardaron en llegar. ¿El motivo? El hecho de que los precios reflejarían un aumento del 100% en relación a la última fecha FIFA del pasado noviembre, contra Perú en la Bombonera.
La popular estaría a $110.000, mientras que las plateas rondarían entre los $350.000 y $510.000; sin contemplar los gastos en el servicio de la ticketera, el transporte y consumo, siempre multiplicados en caso de que uno vaya acompañado.
La relevancia del partido, la mayor capacidad del estadio ni “el público no es el mismo que el de la cancha”, son excusas válidas para semejantes cifras. La Asociación del Fútbol Argentino (AFA) aún no se expidió ni dio a conocer oficialmente los precios, pero todo parece indicar (ojalá me equivoque) que la dirigencia vive en una burbuja, sacando provecho del amor por la camiseta albiceleste.
La noticia cayó como un balde de agua fría, puesto que no considera el momento del mes ni mucho menos la situación económica del país, con un pueblo hambreado, una inflación baja que no condice con el aumento de precios ni la pérdida de poder adquisitivo, menos cuando el salario y jubilación mínimas no llegan a los $300.000. Es probable que algunos de los que asistan sea a costa de endeudarse; otros rogarán ganar algún sorteo.
A esto agreguemos que, nuevamente, se trata de un espectáculo reservado a Buenos Aires. ¿Acaso desaparecieron del mapa el Madre de Ciudades de Santiago del Estero, el Kempes de Córdoba, el Coloso del Parque de Rosario o el San Juan del Bicentenario? Cuando fue consultado el año pasado, el propio Lionel Scaloni manifestó su simpatía frente a la posibilidad de jugar en el interior, más aún cuando los partidos no demandaran demasiada logística.
Desgraciadamente, estamos frente a otro ejemplo de la elitización del fútbol, proceso del cual ya venimos siendo testigos. A nivel internacional, quedó en evidencia con las canchas sintéticas de la última Copa América, el anuncio de un show de media hora en el entretiempo de la final de la Copa del Mundo 2026 (cual Súper Bowl) y la repartición de la sede de la Copa 2030 de ¿64 equipos? (con el aval de CONMEBOL y en perjuicio de Sudamérica), para beneficiar los negociados entre FIFA y Arabia Saudita, anfitrión de la competición en 2034.
En el ámbito local, el triunfo de Qatar 2022 se transformó en un objeto de marketing, reflejado en la apertura de oficinas en Miami y próximamente en Abu Dhabi, polémicos contratos de patrocinadores (como las casas de apuestas, mientras la ludopatía infantil está haciendo estragos en el sector más joven de la sociedad), el slogan de la “Liga de los Campeones del Mundo” (plagada de falencias), la “membresía VIP” a los partidos mediante el AFA ID y la presencia cada vez mayor de celebridades influencers.
Hernán D’Alessio (2021), al analizar el caso de la posible Superliga Europea, impulsada por Florentino Pérez y algunos de los clubes más ricos de ese continente, destacó que su fracaso se debió a la protesta y presión de hinchas (que expresaban que no eran clientes), jugadores y exjugadores, entrenadores, equipos, federaciones nacionales e internacionales. Quizás esto pueda dar una pista de cuál es la solución y quiénes deben plantarse para que el deporte no sea “robado por los ricos”.
En una Argentina donde jugar a la pelota es motivo de pasión, algarabía, resistencia y unión, en la cual se tejió un lazo muy fuerte entre la gente común y “la Selección más federal” de los últimos tiempos, el “fútbol como negocio” aparece con fuerza y pone en cuestión tal vínculo. Es irónico que, mientras se alza el discurso de que “los clubes son de los socios” para evitar su privatización, el disfrute de la Scaloneta se vuelva un privilegio y un lujo para unos pocos.
