Por Federico Rodríguez (@federodr)
El grito me despertó a las 3:26 de la mañana.
—¡GOOOOOOOL! ¡GOOOOOOOL! ¡GOOOOOOOOL! ¡GOOOOL HIJODEPUTA GOOOOL!
—¿Qué pasó? ¿Qué pasó?—, me preguntó Rocío, apenas incorporada por el sobresalto, mientras miraba con los ojos cerrados al ropero, aunque el grito venía del lado opuesto.
—El pelotudo de siempre— le dije yo.
—¿Qué hace?
—Un gol, evidentemente. Dormí, dormí— le contesté.
—¿No se lo puede… denun…?— empezó, pero en el medio bostezó y dejó la frase a medias.
Siempre me gustaron los videojuegos de fútbol, aunque el paso de los años discontinuó mi práctica y terminé por volverme mediocre también en ese campo. Podía entender que, en algún torneo entre amigos, la adrenalina produjera algún festejo exagerado. Aun así, el desafuero con el que mi vecino se expresaba era un indicador claro de alguna patología neuronal.
Él estaba ajeno al sufrimiento, enajenado, poseído, con los ojos venosos y las arterias de su cuello hinchadas y latentes, a punto de agrietarse y explotar, cosa que lamentablemente nunca sucedía.
Pasaban los minutos, y volvía a festejar. O le hacían un gol, y entonces insultaba con igual vehemencia. O se erraba un mano a mano, y golpeaba mesas y paredes, mientras gritaba, claro.
A la cuarta noche seguida me asomé al pulmón del edificio. Miré hacia arriba, apunté los labios a alguna de las mil ventanas que cerraban ese cuadrado asfixiante de paredes, y exigí, proyectando la voz:
—Flaco, ¿te podés calmar? Hay gente que tiene hijos chicos.
Durante diez segundos reinó el silencio. Podría haberse oído el caer de un alfiler sin usar el Magni Ear de Sprayette. Pero lo que se escuchó fue el chirrido de alguna ventana, seguido de una voz con inflexión amable, aunque grave y herida:
—Chupame bien la verga, gordo coge travestis.
Y cerró la ventana.
A la mañana siguiente Rocío me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, pero tres segundos más tarde, le pregunté:
—¿Estoy gordo?
—¿Eh?
—Dale, decime la verdad, no me voy a enojar.
—A mí me gustás así.
—O sea que estoy gordo.
Cerré la puerta y me fui a la otra habitación. Había trasladado el televisor chiquito y había desempolvado la PlayStation. Pagué 80 dólares por el último FIFA y lo descargué. Jugué -¿o debería decir “perdí”?- durante cuatro horas seguidas contra diversos jugadores del modo online.
Durante cinco días consecutivos pasé seis horas de corrido en la consola. Anotaba. Tachaba. Dormía cinco horas por día. Con Rocío apenas hablaba. Cada tanto, ella me decía que estaba más flaco.
Mientras tanto, mi vecino seguía gritando goles en la madrugada. Adrede, lo hacía cada vez con más desquicio, y apuntaba a mi ventana. No sabía que de esa forma me alimentaba.
El séptimo día me asomé a la ventana cuando puteó a Higuaín como si lo tuviera yo en mi habitación.
—Che, retardadito— le dije, aunque sabía que estaba mal emplear esos insultos—. ¿Tan bueno sos?
—Preguntale a tu señora, gordo trolo.
—Escuchame, gordofóbico: ¿en qué departamento vivís, flor de hijo de puta?
—¿Me vas a venir a pegar?
Escuché como algunos vecinos abrían sus ventanas para seguir la conversación. La tensión era total.
—Un baile te voy a pegar. Decime en qué departamento estás. Te voy a coger a domicilio.
—Octavo treinta y siete, muerto de hambre. Tres de la mañana del próximo sábado. Te espero.
Me pareció un poco tarde.
—Los vecinos duermen a esa hora.
—Gordo y cagón.
—A las tres menos cinco estoy ahí, rata. Llevo mi joystick.
Y bajé la persiana con todas mis fuerzas.
A la mañana siguiente llamé al trabajo y dije que tenía coronavirus. Dupliqué mis horas semanales de PlayStation y reduje a la mitad las de sueño. Empecé a tomar todo tipo de bebidas energizantes e isotónicas. Solo hablaba con Rocío para que me alcanzara más café. Mi nivel había mejorado mucho. Pero estaba claro que iba de punto.
La mañana del jueves Rocío rompió todos los protocolos: entró a la pieza. Sonreía. Llevaba en sus manos dos ramos de rosas y más de cuarenta y cinco cartas. Eran todas de mis vecinos para desearme suerte. Rosa, del cuarto veintiuno, enviaba bombones. Ricardo, el encargado, un vino de La Rioja. Anita, que tenía seis años y era hija del chico del segundo trece, me mandó un dibujo con un corazón en el que se leía “Suerte, gordo travesti”.
A la noche saqué la cabeza hacia el pulmón.
—¿Qué equipo vas a ser, virgo?— lo pinché.
—El Liverpool, cornudo— respondió rápido—. ¿Y vos con cuál perdés?
—Vayamos a la apuesta. Si yo te gano, te olvidás de los partidos a la madrugada. No gritás más un puto gol a cualquier hora. Si yo te gano y volvés a gritar un gol, vamos todos y te hacemos mierda la casa.
No logré preocuparlo.
—Si vos me ganás… Mirá lo que te voy a decir, eh. Si vos me ganás, te doy la PlayStation. Te la llevás. Y si gano yo, vos te comés una ensalada. Te espero a las tres de la mañana del sábado. Duración de seis minutos por tiempo. Clima soleado. Dificultad Legendario. Mi Liverpool, ¿contra tu…?
Dije lo primero que se me vino a la mente.
—Aldosivi.
Y cerré la ventana.
A las 2:52 de la madrugada del sábado me puse la campera y le di un beso a Rocío.
—¿Te parece la campera? Vas cinco pisos más arriba.
No le hice caso y salí. Subí lentamente por la escalera y, tres minutos más tarde, toqué el timbre del octavo treinta y siete. Me abrió la puerta un pibe de no más de veinte años.
—Hola. Busco a tu papá—le dije.
Me contestó con voz de merquero.
—Mi papá vive en Ciudadela —se señaló el pecho—. Pero acá vas a encontrar a tu papá.
Me ofreció que me sacara la campera y la colgara en el perchero. Me negué.
—¿Vas a estar todo el tiempo con campera? Es más…
Abrió la heladera y sacó un bowl. Dentro había tomates, lechugas, zanahoria rallada, rúcula.
—¿… Vas a comer una ensalada con campera?
No le contesté. Desde el balcón llegaba un lejano rumor de vecinos congregados en las ventanas. Era obvio que no alcanzaban a ver la pantalla y que se guiarían por nuestros gritos. Escogió el Liverpool. Me posé sobre el escudo de Aldosivi. Antes de apretar la X para confirmarlo, el pibe me tomó del brazo y me miró a los ojos:
—Quedate tranquilo. Elegí un equipo en serio. Nadie se enterará a cuál le gané.
Sin dejar de sostenerle la mirada, pulsé el botón.
—¡GOOOOOOOL, GOOOOOOOOOOOL, GOOOOOOOOOL CONCHATUYA GOOOOOOOOL!
Todos los vecinos suspiraban en el pulmón del edificio. Recién había arrancado el partido. En menos de tres minutos de juego virtual, Liverpool ganaba 1 a 0.
A los veinte minutos casi paso la mitad de la cancha. Era imposible sacarle la pelota y se floreaba. Estaba dispuesto a aplastarme.
—¡GOOOOOOOOOOOOL, GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL, TOMÁAAAAA!
2 a 0. 3 a 0. Los vecinos empezaban a bajar las persianas. Sabían que, al término del primer tiempo, el resultado era desolador: el 4 a 0 era irremontable.
En el segundo tiempo él salió a cancherear. Sacaba al arquero, hacía jueguitos, bicicletas, tiraba sombreros. El arquero de Aldosivi, que jamás supe cómo se llamaba, comenzó a atajar algunas pelotas, y era el obrador del milagro de que el resultado se mantuviera.
A los setenta minutos armé una buena jugada. Rematé cruzado y metí el gol. Lo grité y él se rió, pero lo hice para que los vecinos pudieran seguir el tanteador. A doce minutos del final, salió con el arquero y le robé la pelota. Cuando iba a hacer el gol, me bajó al delantero desde atrás. Roja para el arquero y penal que transformé en gol, pateándolo casi al medio, sin muchos artilugios ni recursos.
Lo increíble pasó en los últimos cinco. Estuvo a punto de hacerme el quinto gol, pero en la contra, con un pase filtrado dejé a mi delantero de área mano a mano con el arquero. Era mi jugada predilecta. Definí con el pie abierto y me puse a tan solo un gol de distancia, a cuatro minutos del final. Lo grité muy fuerte, y el murmullo en el pulmón del edificio comenzó a crecer nuevamente.
—Si iba a ser derrota digna, me hubieras jugado con Los Pumas— me chicaneó.
Pero algo me decía que estaba nervioso. En la última jugada del partido tuvo un córner a su favor. Su delantero estrella cabeceó al palo y mi defensor central reventó la pelota al campo rival. Mi delantero se largó a correr: su defensa diezmada había quedado mal parada. Mi jugador se puso mano a mano con el arquero. Contuve la respiración y apreté la combinación de botones: con un movimiento ágil, eludí a su guardameta y definí con el arco vacío.
Antes de que la pelota cruzara la línea, puse pausa y me paré.
—¿Qué hacés, la reconcha de tu hermana? — explotó.
—Es el empate. Y si hay empate, hay alargue. Y después penales.
—Y qué mierda tiene que ver, sacá la pausa, la puta que te parió.
—¿Te pone nervioso que te levanten un 4 a 0?— jugueteé con su nerviosismo. Él simulaba estar tranquilo, pero mis aires de triunfo lo tenían muy alterado.
—¿Te alegrás con un empate, cagón, equipo chico?
—Y, es Aldosivi. Contra el Liverpool. Cuando saque la pausa voy a asomarme al balcón a gritar el gol para todo el edificio. Te lo van a festejar en la cara. Ya es un triunfo para mí.
—Sacá la pausa, hijo de mil putas, choto, puto, gordo.
—A mi novia le gusto así— respondí, y reanudé el juego.
Mientras la pelota ingresaba mansa al fondo del arco, bajé el cierre de la campera y metí la mano en el interior. Él me miró pero no tuvo tiempo de impedirlo. Acompañé cada uno de los quince martillazos con un grito de gol corto pero estertóreo, como un poseso con emoción violenta. Los golpes fueron suficientes para que la PlayStation quedara hecha añicos sobre la mesa.
Mi contrincante apenas pudo reaccionar. En el pulmón del edificio sonaban las cornetas, gritos, y se adivinaban los abrazos y los llantos de alegría. Salí sin mirar atrás, olvidándome el joystick en el piso. Sonreí repasando la jugada en mi mente, y agradeciendo la suerte de que en su ciega rabia por el empate que lo humillaba, mi contrincante no hubiera visto que el juez de línea había cobrado el offside.
Este artículo fue originalmente publicado en https://eltercercajon.com/2020/07/25/liverpool-contra-aldosivi/ el 25 de julio del 2020.