Por Federico Rodríguez (@federodr)
Hoy en la playa se me acercó un nene de no más de siete años. Sabía de antemano lo que me iba a preguntar:
—¿Você gosta de jogar penaltis?
Su piel morocha, su sonrisa ancha y el pelo corto con rulitos me causaron ternura.
—Gracias, amigo. Paso. —rechacé la invitación. Cambió su cara por un gesto de frustración y, mientras se alejaba, se dirigió a su compañero de equipo.
—O gordinho argentino também deve de ter medo.
Se lo dijo en voz baja, con la inocencia con la que los chicos meten la pata. Pero yo tenía buen oído y nivel 3 de portugués.
Me levanté de la reposera con algo de esfuerzo –se me hundía de lado en la arena cada vez que me impulsaba con los apoyabrazos– y alcancé a interceptarlo a mitad de camino.
—Mudei de opinão —le dije para demostrar que entendía el idioma—. Eu acho que podería jogar un pouquinho.
Me explicaron las reglas, pero yo ya las tenía claras. Los observaba desde hacía algún rato, desde mi sombrilla alquilada, aburrido de leer y de las sugerencias de mi esposa. Era el tercer torneo consecutivo de penales que jugaban.
Competían cuatro parejas y el certamen tenía el formato de mundialito: dos semifinales y el ansiado partido por la consagración entre los ganadores. Cuando el torneo transcurría sus primeras ediciones y yo aún lo miraba a la distancia, las parejas se componían por un niño y un adulto que jugaba a media máquina, relegado al rol de arquero, atajando de rodillas como si hubiera perdido las piernas reconociendo un terreno minado. Los palos del arco imaginario eran suplidos por dos ojotas, acaso el rol más noble que pueda tener una ojota. Con el paso de los minutos, los adultos habían sugerido que los chicos buscaran nuevos amiguitos que los reemplazaran, para dedicarse a a cultivar panza de cerveza Skol.
El único adulto que no había renunciado al torneo de penales infantil era el pelado Eduardo. El pelado Eduardo era, por supuesto, argentino. Eduardo era mi favorito: no tenía ningún sentido de la vergüenza ajena, se revolcaba en la arena con pasión y arengaba a su hijo Franco, tímido y barrigón, a que pateara fuerte, a que jugara con alegría, que no se dejara intimidar por la habilidad brasileña o sus físicos fibrosos.
Solo había una pareja compuesta por niños desde el inicio de los torneos: la de Tonino y João, el pelo de virulana que me iba a invitar a jugar más tarde. No llegaban al metro treinta de altura, pero tenían los abdominales marcados y las patitas flacas ágiles y veloces.
Tonino y João habían ganado las tres ediciones del torneo de penales en la arena que yo había visto desde mis aposentos. Tonino atajaba con bastante intuición, pero estaba a la vista que se moría de ganas de patear y su sumisión a João no le permitía ni sugerirlo.
João era un sólido ejecutor, con una tasa de conversión temeraria, pese a que muchos de esos goles se los había marcado a adultos que se tiraban adrede para el palo contrario o, si fingían acertar la dirección del disparo, se quedaban cortos en la volada por el dolor de ciático.
Pero también era cierto que llegaban a la final con méritos: el padre y el hijo uruguayos (Berugo y Ribair respectivamente, según me había parecido oír) jugaban con tesón y garra charrúa pero fallaban a último momento. El cuadro lo completaba otra pareja de locales, Felipe y Zinho, varios años más grandes que Tonino y João. Eran los primeros brasileños malos en el fútbol que había visto en mi vida. Gary y Arturo, la pareja de padre e hijo chilenos, había disputado solo la primera edición, pero tras un fracaso estrepitoso abandonaron el mundialito.
Cuando el pelado Eduardo pisó ese pozo mal tapado y el tobillo se le dobló como una escuadra supe, entre sus alaridos de dolor y sus gestos pidiendo atención médica como si estuviera jugando un partido oficial en el Maracaná, que João me iba a llamar a mí.
Lo supe porque venía mirándome hacía rato. Me había fichado cuando metió el penal que eliminó a los uruguayos en el primer certamen, abriendo el pie con mucha categoría y obligando a la pelota a besar la ojota derecha y trasponer mansa la línea de gol imaginaria. Ahí habré hecho, de forma inconsciente, algún gesto mínimo, ínfimo, de admiración o sorpresa que él vio cuando nuestras miradas se cruzaron, y eso lo habrá percatado de que tengo buen ojo para apreciar las sutilezas técnicas.
En su inagotable imaginación infantil, João vivía el torneíto como si fuera la última fecha del Brasileirao, y no como si no estuviera jugando un campeonato de penales con grandotes que se dejaban hacer goles y niños ya un poco aburridos de su egolatría y su soberbia.
Cuando acepté reemplazar al pelado Eduardo no contaba con que Berugo y Ribair iban a aprovechar el momento para bajarse del torneo, y menos con que los iba a reemplazar otra pareja de niños brasileños, también reclutados con algún truco de psicología inversa del manipulador João.
Franco, el hijo de Eduardo, también quiso abandonar. Empezó a balbucear una excusa, pero lo cacé al vuelo y le susurré:
—Vos te quedás acá. Vamos a romperle el culo a este pendejo creído. Hacelo por el tobillo de tu viejo. Vamos a salir campeones y te voy a regalar un helado.
En la semifinal nos tocó contra la pareja debutante. Eran dos niños de unos diez años, venían de Camboriú y nos costaron mucho más de lo previsto: Franco le pegaba a la pelota con la energía de un nonagenario. Para colmo yo, como adulto responsable ante la atenta mirada de otros mayores, tenía que revolcarme en la arena de forma torpe e ineficiente, felicitando los goles pelotudos que me hacían y atajando como un ciego o un espástico.
Por suerte para nosotros, tiraron dos afuera y, después de que manera increíble el arquero de ellos no adivinara los remates de Franco, nos metimos automáticamente en la final. João y Tonino, una vez más, no tuvieron problemas contra el equipo de los bailarines. Al principio me había aferrado al batacazo: si ese par se olvidaba del sambódromo por un rato y hacía honor a sus raíces de jogo bonito, limpiarlos en la final iba a ser pan comido.
Pero no hubo sorpresa: Felipe y Zinho fueron una comparsa y João se metió en la final por cuarta vez consecutiva. Tras el festejo, fingió un sorteo tirando una moneda al aire y, después de una sospechosa manipulación de los resultados, salió favorecido para patear primero.
Cuando estuvo frente a mí, tomó carrera y me miró a los ojos. Luego, sonrió. Pero no como la simpática primera vez. Esta vez entrecerró los ojos con un dejo de malicia, ladeó su boca y me mostró en el brillo de su mirada la soberbia de quien se sabe infalible. Me arrodillé y le señalé mi palo derecho, desafiándolo a que lo pateara a ese lado. Por dentro rogaba que ignorara el desafío y cruzara el remate: la sinovitis de cadera me afecta puntualmente el perfil diestro y no hubiera podido ni mirar hacia ese lado sin sentir el pinchazo.
Pero João le pegó a mi palo derecho. No solo le pegó a mi palo derecho: también le entró a la pelota bien abajo, arrastrando en el remate una tonelada de arena que se me metió en los ojos al tiempo que la bocha se colaba entre las dos ojotas.
Contuve el grito por el ardor, y abrí los ojos como pude, lloriqueando. Cuando hice foco en João, comprendí el gesto vil con el que me había mirado antes de patear. La ejecución con lluvia de arena había sido perfectamente deliberada por ese pendejo del mal.
El pajero de Franco erró el primer penal. El pelado Eduardo, con el tobillo como un coco, lo alentó desde afuera: «¡No importa, hijo! ¡Divertite!». Cuando enfilé para el arco, escuché que João le decía a Tonino en perfecto portugués:
—A este gordo le pateás con la uña y no llega.
Extendí los brazos como el Cristo Redentor. João sonrió de nuevo. Pero de pronto su gesto cambió. Miró hacia el mar y se agarró la cabeza. Noté el pánico en sus ojos y me giré para ver.
—Goooooool —gritó João, satisfecho con su maniobra distractoria que los ponía 2 a 0 arriba. Franco tenía la chance de mantenernos a tiro, pero le pegó como si la pelota fuera un antidepresivo y lo erró también.
—Si eu marco, somos campeões de novo —me advirtió, gozoso, el sorete de João.
Remató fuerte a mi punto débil, el costado derecho. Pero olvidé la sinovitis y que era un adulto jugando con niños. Volé y desvié el remate a un costado.
—¡EL DIIIIBUUUU! —aullé como un trastornado, al borde de dañarme para siempre las cuerdas vocales. El grito llamó la atención y sobresaltó a los padres. Forcé una sonrisa para dar a entender que estaba agregándole suspenso y gracia a la consagración obvia de los niños. Pero cuando pasé por al lado de João me agarré la pija con discreción y le dije:
—Ésta van a salir campeones.
Me acerqué a Franco. Tenía que motivarlo.
—Nene: acá a una cuadra hay una heladería. Por un real te bañan en chocolate un cucurucho gigante. Ahora escuchame bien. El arquero este te quiere robar ese helado. Te lo quiere sacar. Quiere que te quedes sin helado. ¿Lo vas a dejar?
Franco le pegó con una potencia inusitada y aseguró el penal al medio. Nos pusimos 1-2 y cuando João volvió por la revancha, le saqué el penal con el codito. Si Franco volvía a convertir, llegábamos igualados al último tiro.
Otra vez, su mirada irradiaba violencia y odio a Tonino, que lo observaba con un poco de miedo desde el arco.
—Vos me querés sacar el helado, flor de hijo de puta —gritó Franco mientras trotaba hacia la pelota con torpeza, para fundirlo y marcar el ansiado 2 a 2.
João fingía estar tranquilo, pero yo sabía que no lo estaba. Cuando pasé a su lado, le murmuré:
—Você. Eu. Ninguém mais. ¿O é você quem tem medo?
João lo entendió. Y aceptó el desafío.
En su último penal, nobleza obliga, le pegó muy bien a la pelota, pero yo volé mejor. La saqué a un costado y cuando me incorporé, busqué 100 reales en mi bolsillo. Se los di a Franco y le dije:
—Andá y comprate el helado más grande del mundo.
De Tonino se encargó João. Lo corrió del arco de ojotas de un empujón. Y quedamos cara a cara, otra vez, con los roles invertidos. Si lo metía, éramos campeones. Tomé carrera, exhalé y avancé decidido.
Hundí el empeine con furia contra el centro de la pelota. Sentí mi pie tocar hasta la cámara del balón. El esférico impactó de lleno en el medio del rostro del pequeño João. La fuerza del remate fue tal que la inercia lo metió en el arco con pelota y todo.
Me acerqué a su cuerpo tendido en la arena. Me paré a su lado. Ignoré su sangrado y su llanto desgarrado y le grité el gol en la cara. Antes de que un montón de adultos se abalanzaran sobre mí y me derribaran al piso, escuché al pelado Eduardo cantar «¡dale campeón!», y sonreí.

Publicado originalmente en https://eltercercajon.com/2023/03/06/hay-penales-en-ipanema/ el 6 de marzo de 2023.