Por Federico Rodríguez (@federodr)
Damián, uno de los convocados, me escribió el sábado a las 17 para avisarme que se bajaba. Para poder completar el fulbito necesitábamos, entonces, dos más. Y faltaban solo dos horas.
—¿Y Tate? —me sugirió Augu, con su humor negro habitual. A Tate se le había muerto el padre esa misma mañana.
No le di bola y le pregunté si no se le ocurría nadie más para sumar. Respondió que no, y no me podía enojar con él porque ya había conseguido a dos. Era el único de los potenciales diez que había movido el culo para jugar. El otro, claro, era yo. El boludo de siempre.
A esta altura no puedo aceptar que se sume cualquier imbécil. Como organizador habitual, me niego a muerte. Después de los 30, ya no estoy para soportar a un cancherito que venga a romper con los códigos y las mañas de la barra histórica. Ya lo resumió Dolina: mejor perder con amigos que ganar con indeseables. Pero yo ya había pagado la seña de la cancha, como el iluso que soy.
Mandé un mensaje al grupo y les pedí que activaran. Que me hinchaba las pelotas pasar medio fin de semana reclutando jugadores para que todos los demás solamente tuvieran que cambiarse e ir a la cancha. Empezaron a ofrecer opciones.
—Le digo a Jerito —ofreció Pancho.
—¿El pendejito soberbio pelotudo ese? Ni en pedo —lo corté.
—¿Gonza? —sugirió Toro.
—Siempre llega tarde y nos cagó dos veces. Nunca más.
—¿Pineda?
—¿Pineda, el gordito? Puede ser —evalué.
—Yo con Pineda no juego —escribió otro.
—Tranca, arreglamos allá —puso Mopa, cuya existencia transcurría en estado canábico.
—No podemos andar tirando mensajitos en el velorio —advertí, aunque estaba claro que así tendría que ser.
Porque no teníamos dos horas enteras para buscar a los jugadores faltantes. Antes teníamos que pasar por el velorio del padre de Tate. Tate, vale aclarar, era un tipazo, pero no era uno de los integrantes habituales de la barra. De hecho, hacía dos o tres años que no lo veíamos.
Originalmente, Tate sí era parte del grupo de amigos y uno de los miembros fundacionales, pero las circunstancias de la vida —la facultad primero, un trabajo en el exterior después, comerse a la ex del Ñoqui más tarde— lo habían alejado poco a poco. Pasó, en muy pocos años, de ser el mejor anfitrión de torneos de Play 2 a evaporarse de la vida de casi todos. Hasta se sorprendió cuando nos vio llegar a la casa velatoria.
Aunque no tenía por qué ofenderse por nuestros planes post condolencias, intentamos guardar las formas. Salvo Mopa, claro, que se persignó junto al cadáver vistiendo jeans y unos botines Adidas naranja flúor. Tate se mostró muy conmovido por nuestra visita. Se lo notaba golpeado: al parecer el infarto de Héctor había sido un mazazo inesperado para toda la familia.
Recordamos aquellos torneos en la casa de Tate, y cómo Héctor hacía la vista gorda con el alcohol y otras sustancias, mientras se preocupaba porque tuviéramos un rato entretenido y a gusto. Concluimos, en voz alta y para reconfortar a Tate, que Héctor había sido un gran tipo.
Estábamos en ronda en la puerta de la funeraria cuando Mopa, tan boludo como siempre, gritó:
—¡Pineda puede!
—Que esté puntual —amenazó Augusto.
Sentí vergüenza.
—¿Juegan? —preguntó. Contestamos que sí, que en Predio Sur, a tres cuadras nomás.
Eran las 17:40 y faltaba un jugador. Pineda no era la opción ideal, pero había que llegar a los diez como fuera. Un fútbol 5 con ocho jugadores es un fiasco, pero uno con nueve lo arruina por completo. Para resolverlo en silencio, mandé un mensaje al grupo:
—Díganle a cualquiera.
Chequeamos los celulares con el mayor disimulo posible.
—Jerito no puede.
—Gonza tampoco.
—Pablo viajó.
A las 18:30 nos acercamos a saludar a Norma. No se había movido de al lado de su marido, que estaba amarillento y frío, con un gesto apacible en el rostro. Ella nos agradeció y lloró. Tate la consoló y nos despidió. Todo el grupo enfiló hacia la puerta. Yo me retrasé. Me quedé un poco más junto a Tate.
—Qué bronca, loco. De verdad que lo siento mucho.
—Gracias, Fede —me respondió Tate—. Qué va’ser. Son cosas que pasan.
—No sé ni qué decir.
Él suspiró, como resignado.
—A veces no hay nada para decir.
—Supongo —coincidí.
Tragué saliva. No sabía si estaba bien o estaba mal, pero me sorprendí al escucharme mentir:
—No me olvido más de una vez que nos quedamos charlando en el patio. Él y yo, en una de las juntadas de Play en tu casa.
Tate no habló. Siguió mirando el cuerpo de su padre. Pero sentí que me escuchaba.
—Me dijo que lo volvía loco de felicidad verte disfrutar con nosotros, con amigos, de las juntadas y el fútbol.
Él frunció un poco las cejas.
—Je, qué loco. No era muy expresivo con el fútbol. Le gustaba, supongo; veíamos los partidos del Rojo y de Argentina, pero no le ponía muchas ganas. Nunca me llevó a la cancha, por ejemplo.
Chasqueé la lengua.
—Y, no, boludo no era. No quería que pensaras que era un básico. Pero a él le encantaba que te gustara el fútbol. Me lo confesó esa vez. Tenía un poco de miedo de que te volcaras mucho para ahí y no le dieras bola a los estudios.
Ahora Tate me miraba, pero yo no lo miraba a él. No podía dilucidar si desconfiaba de lo que le decía o si, en algún rincón suyo, creía que lo que le contaba era verosímil.
—Nah… No dijo eso.
—Posta —ignoré la culpa—. La vez que vio lo del Mopa y Pluma en el quincho.
Había sido un recuerdo muy fácil de llevar a Tate.
—Casi los mata, ¿te acordás? —se rió.
—Y, éramos pibes —lo justifiqué—. Y la mentalidad no era la de hoy. Bueno, esa noche hablamos en el patio.
Tenía, de pronto, la atención plena de Tate. Y sospechaba que Norma, su madre, también escuchaba de refilón. Hablé más bajo.
—Fue un lindo momento. Ahí me dijo: «Qué tranquilo me deja saber que a Julián le gusta el fútbol».
Se le quebró la voz.
—¿Papá te dijo eso?
Carraspeé y contesté lo más convincente que pude.
—Te juro. «Y que disfrute de un deporte sano con sus amigos, que se divierta. ¿A qué padre no le enorgullece que su hijo juegue a la pelota?».
Dejé de hablar porque Norma me miraba, y no podía descifrar si expresaba curiosidad o descrédito.
—Pero bueno, querido. Rajo porque jugamos en media hora. Encima nos falta uno, vamos a tener que pedirle a alguno de por ahí. Un cinco contra cuatro es un espanto.
Le di un abrazo y varias palmadas firmes en la espalda. Norma ahora saludaba a una mujer que me sonaba cara conocida, seguro de haberla visto en lo de Tate.
—Te digo que si tuviera botines voy un rato. Con tal de no pensar en nada… —evaluó, un poco en broma, quizás en serio.
Le puse una mano en el hombro y le dije, con solemnidad exagerada.
—¿Estás loco? No, viejo. Tenés que estar acá, con tu mamá. Botines tengo en el auto, pero hoy tenés que despedir a tu viejo. La semana que viene venís.
Lo volví a abrazar y encaré hacia la puerta.
Tenía la mano en el picaporte cuando sentí que me frenaban.
—¿Vos tenés botines?
Hice un esfuerzo por mantenerme serio.
—Sí, compré un par la semana pasada y dejé los viejos en el baúl del auto.
—¿Y pantalón, remerita, algo?
—No, Tate, perdón. Y además, loco, tenés que estar acá.
Entonces pareció caerle la ficha. Me preocupó la pausa dramática. Así que me apuré.
—Augu tiene seguro. Vive ahí nomás de la cancha, le preg…
—Llamalo, dale. Predio Sur tiene ducha, y a papá lo velan hasta mañana. En una hora y media, como mucho, estoy acá. Mal no me va a venir.
A las 19:06 llegó el gordo Pineda.
—¿Arrancamos? —sugirió Pancho.
Distribuimos los equipos y nos acomodamos en la cancha. Tate se paró junto a la pelota, listo para sacar.
—Pará, Tate —lo frené, levantando los brazos para llamar la atención del resto.
Luego bajé la cabeza. Me persigné y junté las manos detrás de la espalda. Todos entendieron de inmediato. Cuando calculamos que el minuto de silencio se había consumado, Pinino empezó a aplaudir. Los demás lo imitamos.
Ahora sí, Tate, con una lágrima rodándole por la mejilla, dio el puntapié inicial.

Este artículo fue originalmente publicado el 11 de julio de 2024 en https://eltercercajon.com/2024/07/11/a-la-memoria-de-hector/
No pueden usar una imagen de I.A. y más encima de tan mala calidad, por favor, más respeto al relato.
La imagen fue proporcionada por el autor.