Por Daniel Arcucci (@daniarcucci)
Así como en el ring, donde era capaz de asestar un golpe de nocaut con belleza, con poesía, Sergio Maravilla Martínez supo hacer lo mismo con sus palabras. El efecto, en definitiva, fue el mismo: demoledor.
Claro que, antes de llegar a esa frase fantástica y contundente, había construido, como si de una estrategia de pelea se tratara, un clima lo suficientemente revelador acerca de su infancia llena de carencias como para que lo dicho tuviera el efecto deseado. Es decir, que se entendiera el verdadero significado y el verdadero alcance de “cuando no teníamos nada, teníamos a Maradona”.
Esa frase bien podría ser el título de esta antología de historias que hablan de un aspecto de Diego muchas veces menospreciado, a veces tapado por su divinidad futbolística, a veces tapado por sus imperfecciones humanas.
Tal vez por estar enrolado entre quienes las valoran fue que hace un tiempo, después de celebrar la fecha de su cumpleaños – porque Diego sigue cumpliendo años – fue que me sorprendí a mí mismo sentenciando algo sobre él. “Maradona como persona fue mejor incluso que como futbolista,” solté al aire, en el aire, hasta quedarme sin aire, con un nudo en la garganta.
Durante años evité juzgarlo. Ni para bien, ni para mal. Ni para absolverlo, ni para condenarlo. El sólo hecho de escribirlo me confirma que no era ni soy quién para hacerlo. Que no hay quien lo sea.
Siempre traté de entenderlo, que no es lo mismo que justificarlo. Y, por supuesto, después contarlo, con la no siempre lograda misión de explicarlo. Pero aquella vez de no hace tanto tiempo, alguien o algo me impulsó a decir lo que dije. La preparación para ese golpe, metafóricamente imitando a Maravilla, fue admitir cierto hartazgo ante una máxima demasiadas veces escuchada, no siempre con buena intención y generalmente con poco conocimiento: “A mí dame al Maradona futbolista, pero no al Maradona persona…”.
Lo dije. Inconsciente primero y consciente después de que lo dicho no quedaría en un simple punto y aparte.
Lo sostengo.
Y a partir de aquí muchos ayudarán a explicar por qué esto es cierto.
“Tuve pocos encuentros con él. Pero me mostró una generosidad ilimitada. Tengo una deuda de gratitud”, confesó alguna vez el gigante Manu Ginóbili, entronizado, él sí, en una fallida vocería que pretendió enumerar a la constelación de “zurdos célebres de la Argentina” dejando al margen al propio Diego.
Messi sí figuraba allí, curiosamente el mismo Messi que alguna vez, ya campeón del mundo, en íntimo diálogo con otro grande como Zidane, declaró: “En la Argentina, todos los chicos queríamos usar la 10 para ser como Diego, aunque nunca lo logramos”. Y Angel Di Maria, también nombrado allí, que en algún momento supo decir: “Me bancó cuando todo el mundo me mataba. Se sentaba en la cama y se quedaba una hora hablando conmigo, preguntando por mi familia. Solo tengo palabras de agradecimiento”.
Diego ayudaba. No siempre se supo. Casi nunca se mostró. Pero ayudaba. A muchos. A muchísimos. A tantos que no alcanzan estas páginas para enumerarlos. A veces, con dinero. Otras, con presencia. Con una palabra. Con una aparición. Con una camiseta firmada que terminaba en una rifa que salvaba un tratamiento médico. Con un llamado que devolvía las ganas de vivir.
Lo vi hacerlo. Lo escuché. Lo supe por otros. Como aquel día en Totoras, un pueblo de Santa Fe, donde un joven futbolista había perdido las piernas en un accidente y Diego se le apareció para jugar un partido en su beneficio. Le dio un abrazo y le dijo: “Mis piernas son tus piernas.”
¿Qué más querés?
Jugó también en el humilde poblado de Acerra, en las afueras de Napoli, en medio del barro. Un partido a beneficio de un chico enfermo. Sin permiso del Napoli, porque para ayudar no hay que pedirle permiso a nadie. Muchos años después se reencontró con aquel chico al que había ayudado, como quien vuelve al origen de las cosas.
Pocos como él para entender a los pares. A los del palo. A los que enfrentaron demonios similares a los que él enfrentó, como por ejemplo el Moncho Monzón, en una historia que nos sigue conmoviendo. Cuando más lo necesitaron, allí estuvo Diego. Sin querer que se sepa, sin querer nada a cambio. Nada de estar al lado de los que ganan, mejor estar al lado de los que están perdiendo.
Nadie dio tanta alegría como él. No solo en la cancha. En la vida. En los gestos. En la forma de hablar. En la manera en que representaba una Argentina pura, y por eso imperfecta. Esa zurda hizo creer que era posible ganarle al mundo, aunque el mundo podía aplastar. Hizo sentir invencibles a los rotos, a los vencibles. Il Re degli Ultimi, “El Rey de los últimos», se titula un fantástico libro que narra sus siete años “maravillosos y locos” en Napoli.
Aquellos goles a Inglaterra en México ’86 fueron más que goles. Fueron justicia poética. “¡Los ha humillado!”, como grita emocionado en un balcón, frente a un televisor, el tío del niño protagonista de esa obra de arte llamada Fue la mano de Dios, del genial cineasta napolitano Paolo Sorrentino.
Sí, hizo felices a los más golpeados.
Diego jugó por todos los Diego que no pudieron. Por los que quedaron en el camino. Por los que eran buenos pero no tuvieron suerte. Por los que no fueron vistos. Por los que fueron olvidados.
Lo sabía. Lo decía. Y lo vivía.
Charly García, desde otro planeta, escribió: “Espero que estés en el club de los 27 con Kurt Cobain, Brian Jones y gente buena. Invita la casa. No te equivoques con el paraíso”.
Son frases, sí. Pero también son retratos. Retazos de un mismo mosaico: el Diego humano. No el héroe perfecto. El tipo que se equivocó, que sufrió, que peleó. Que nunca se creyó más que nadie, aunque fuera más que todos. Que jamás se olvidó de dónde vino.
No se intenta santificarlo. Qué va. El no querría eso. Se intenta, eso sí, completarlo. Mostrarlo cuando se arremangaba para jugar en un potrero inundado, cuando se tomaba el tiempo de consolar a un pibe desconocido, cuando sostenía a otro en plena caída. Mostrarlo cuando era uno más. Porque ahí, precisamente ahí, fue cuando fue más grande.
Como persona, con sus limitaciones, con sus enfermedades, que nada tienen que ver con la maldad. Maradona como persona fue mejor incluso que como futbolista.
Porque cuando no teníamos nada, teníamos a Maradona. No es poco decir; es decir todo.
