Por Hernán Ocantos (@hernanocantos)
Mi abuelo es colchonero. Ya no trabaja tanto porque ahora los colchones ya no se hacen de lana. Está jubilado y cobra la mínima así que cuando le sale un trabajo, se pone muy contento. Mi abuela no está jubilada porque no hizo aportes, trabaja en la casa sacándole las rebabas (“rebarbas” dice ella) a unos gusanitos de plástico que son para repuestos de autos. Yo antes jugaba un montón con los gusanitos, pero desde que empecé la secundaria ya no me divierten tanto.
A mi abuelo hay cosas que no le envidio. Por ejemplo, que no le alcance la plata. A nosotros tampoco nos alcanza, pero ellos no se lo merecen. No digo que mi mamá, mi papá y mis hermanos nos lo merezcamos, pero ellos no se lo merecen porque trabajaron siempre, y son grandes, y son buenos.
Amo el fútbol. Desde los 6 años juego en Huracán, estoy en la prenovena. Soy hincha del Globo porque juego ahí, pero soy un poco más de Boca, por mi papá. Y por Diego. Mi abuela también es hincha de Huracán, ella siempre cuenta que tuvo un novio en su infancia y que se hizo quemera por él. A mi abuelo le da una bronca cada vez que ella cuenta esa anécdota…
En el ’86 lloramos juntos escuchando por radio los penales contra Italiano por el descenso. Ese día habíamos llorado con Diego también, unas horas antes, pero de felicidad. En ese momento no lo entendía, pero qué rara puede ser la vida a veces: lo mejor y lo peor, todo en un ratito.
Cuando yo era chico me decían que era muy bueno jugando, me iban a ver y decían que podía ser un nuevo Maradona. Me imagino que a todos los pibes les dirían lo mismo. Yo lo amo a Diego, y me encantaría jugar como él, pero, ahora que soy un poco más grande, sé que eso no va a pasar. Nadie es como él.
Hay cosas que no les envidio a mis abuelos. Dejaron de pagar el alquiler hace unos meses porque la señora que les alquilaba la casilla del fondo de su casa se enfermó y se fue a vivir a San Luis con su hija, y no les cobraron más. Así y todo, la plata no les alcanza.
A mí me gusta ir a la casa de ellos, jugamos al truco, al chinchón, miramos la tele en blanco y negro, leo el diario que a pesar de todo no dejaron de comprar. El baño no me gusta tanto porque está afuera. La casa anterior de ellos, en Pompeya, también lo tenía afuera. Mi abuela no me dejaba usarlo porque era compartido con otra gente, por eso me hacía hacer pis o caca en una pelela de loza. Ahora no, porque hago en mi casa que queda a dos cuadras, y estoy grande para eso.
Sé que envidiar está mal, pero a mi abuelo hay cosas que sí le envidio. No sé si la palabra justa sea esa. Tal vez sea admiración. Entre esas cosas que le envidio o le admiro, están sus lecturas. Ahora que estoy en la secundaria entiendo que leer no es fácil, que hay que estar concentrado, hay que entender. Y él es muy lector. Especialmente el diario lee. Yo creo que lo siguen comprando por mí.
A veces, cuando vuelvo del colegio, o de practicar (ahora voy solo en colectivo, antes me llevaba mi abuelo en el Renault 4 que ya no anda), lo encuentro en la esquina, sentado en un tronco, debajo de un sauce llorón que hay ahí, leyendo el único libro que tiene.
Debe ser extraño ver a ese hombre ahí, en medio del quilombo del barrio, como fuera de la realidad. Mi abuelo no tiene biblioteca, y dejó el colegio en primer grado de la primaria. El único libro que tiene yo no lo leí, no me tienta tanto. Es un Martín Fierro en versión castellano-ruso. Nunca le pregunté de dónde lo sacó, es raro. Él dice que los gauchos le recuerdan a su pueblo.
Mi abuelo es un trabajador común y corriente por eso nunca le pasó nada extraordinario. Hasta el otro día. Esa tarde volví del colegio y, como casi siempre, fui a verlo. Últimamente no andaba muy bien. Mi papá me decía que era porque estaba tomando mucho y que además estaba bajoneado porque ya no tenía trabajo. Pero esa tarde lo vi contento.
—Una señora quiere que le haga un colchón. Vive cerca de Tribunales.
Me puse feliz porque él estaba feliz.
Ese día volvió de ver el trabajo, sin olor a alcohol, ese que intentaba disimular con pastillas de menta cristal, y fue directo a mi casa, casi desesperado, a verme.
—¿Qué pasa, abuelo?
—¡Prendé la tele! ¡Poné el noticiero!
Nos morfamos media hora y nada. Hasta que el anuncio de la conductora fue tapado por los gritos de mi abuelo:
—¡Ahí está!
Yo lo amo a Maradona, desde siempre, creo que desde antes de nacer porque yo soy del ’77 y él en el ’75 ya jugaba en primera. Y yo ya lo amaba. Debe ser por eso que lo lloré tantas veces: en el ’86, en el ’90, en el dóping en el Nápoli, en mis broncas contra los que le decían negro villero. Y ahí estaba Diego, en la tele, peleando.
Lo miré a mi abuelo con intriga y me dijo que esperara, que seguro lo pasaban. El comentario de la conductora hablaba de una citación en Tribunales, de un Diego irascible porque le habían robado una gorrita, de una pelea con un hombre que pasaba. Una noticia más, pensé. Hasta que Diego habló:
—¡¡A muerte estoy con los jubilados!! ¡¡Lo que les hacen es una vergüenza!!
No fue la frase tan hermosa lo que me hizo llorar, fue la imagen: mi abuelo estaba detrás del Diego. El colchonero, el jubilado escuchando cómo Maradona defendía a todos los que eran como él.
—Le quise pedir un autógrafo para vos, pero casi me tiran al diablo.
Hay cosas no le envidio a mi abuelo. Esta tampoco porque me la regaló, es mía, para siempre.
Este relato ganó el tercer puesto en el concurso de cuentos «Mejor persona que jugador», organizado por La Pelota Siempre Al 10. El jurado que lo eligió fue compuesto por Ariel Scher, Viviana Vila y Alejandro Duchini.
