Por Diego Dal Santo (@diego1010ar)
Una provincia de horizontes bajos, de caminos que parecen repetirse. De viento y tierra. De cielos azules y atardeceres amarillos anaranjados. La Pampa no era noticia. No lo había sido nunca. ¡O sí! Algunas veces. Y después de esos días, pasaría lo mismo.
En 1994, mientras el mundo ajustaba sus ojos para mirar a Estados Unidos, Diego Maradona -el Diego real, el de carne y hueso, de errores y gloria- se refugiaba entre los caldenes, buscando algo más que estado físico. Tal vez paz. Tal vez redención. Tal vez todo junto.
Se decía que había venido a entrenarse para el Mundial, a bajar los kilos que la noche y los fantasmas le habían puesto encima. Pero también creo que Diego vino a esconderse del ruido, a lamer sus heridas. A reencontrarse.
Y en ese exilio voluntario, ocurrió algo que no salió en los diarios. Una mañana de domingo, se apareció por la Escuela Hogar de Jagüel del Monte. Un rincón olvidado incluso por los mapas. Llegó en su auto, con un par de acompañantes. Llevaba puesta una remera blanca y en la cara, la mezcla exacta entre agotamiento y ternura.
No hubo flashes ni discursos oficiales. Solo el asombro de los chicos, que habían decorado la escuela esperando su ingreso.
– ¿Es él?, preguntó uno.
– ¡Es El Diego!, dijo otro, como si con eso bastara para entenderlo todo.
No quiso honores ni distancias. Se sentó entre ellos. Recorrió sus lugares. Preguntó sus nombres. Escuchó historias. Se rió con ganas, mientras tomaba un chocolate caliente que habían preparado en una olla enorme. Se sorprendieron cuando lo veían devorarse las galletitas de coco.
A un pibe que le mostró un dibujo de su gol a los ingleses, le dijo que estaba mejor que el relato de Víctor Hugo. A otro que quería ser arquero, le prometió: “Si te entrenás fuerte, algún día me atajás un penal… pero no muchos, ¿eh?”.
Después, cuando todos callaron, se puso de pie y habló. No fue una arenga de esas que ya había hecho tantas veces. Más bien fue una confesión. Con el corazón en la mano. Y sin la escafandra que significaba la camiseta 10.
– Yo no vengo a darles lecciones. Vengo a contarles que también fui como ustedes. Que pasé frío, hambre y que muchas veces estuve a punto de largar todo. Pero no lo hice. Y no porque fuera un genio, sino porque soñaba. Soñaba con que algún día iba a cambiar mi suerte. Iba a cumplir mis sueños. Y con ellos, ayudar a mi familia para que tuvieran una vida mejor que hasta ese momento».
Hizo una larga pausa. Lo miraban como si fuera un abuelo joven, un sobreviviente del otro lado del mundo.
– Me equivoqué muchas veces. Y me voy a seguir equivocando. Pero siempre me levanté. Porque eso es lo que hace la gente que ama lo que hace: se cae, se lastima, y vuelve a intentarlo».
¿Sabía lo que le tocaría vivir 2 meses más adelante, enfermera de la mano mediante?
Hubo un silencio. Entonces, bajó un poco la voz y agregó:
– Y si alguna vez dudan, si no saben para dónde ir… miren a sus viejos. A sus madres, a sus padres. A estos maestros. A los que se rompen el lomo por ustedes. Ellos son los verdaderos ejemplos. Yo, soy solo un jugador de fútbol que quiso darle alegrías al pueblo. Pero no quiero ser ejemplo de nadie. Quizás ese día, con otras palabras, ensayó por primera vez aquello de “yo me equivoqué y pagué…”.
Volvió a sentarse. No hubo aplausos. Solo murmullos que se parecieron al respeto. A la emoción contenida.
Antes de irse, firmó una pelota y la dejó de regalo para los chicos de la escuela. Abrazó a cada uno y prometió regresar. No volvió. Pero no hacía falta. Ese día dejó algo que no se borra con el tiempo. Quedaron algunas fotos. Pero, sobre todo, dejó palabras que calaron hondo. Palabras sin marketing, sin escudos, sin banderas. Palabras humanas.
Años después, uno de esos chicos, ya hombre, diría: “Cuando las cosas se me ponían difíciles, me acordaba del Diego diciéndonos que no dejáramos de intentarlo. Y seguía”.
Otro, aún conserva una servilleta doblada, con manchas del chocolate caliente, y un garabato azul: “Sos más fuerte de lo que creés. Aguantá. Diego 10”.
Por eso, en esta tierra de viento y enormes caldenes, algunos decimos sin miedo que Diego fue mejor persona que jugador. Y eso, conociendo al jugador que fue, no es poca cosa.
Este relato ganó el cuarto puesto en el concurso de cuentos «Mejor persona que jugador», organizado por La Pelota Siempre Al 10. El jurado que lo eligió fue compuesto por Ariel Scher, Viviana Vila y Alejandro Duchini.
