Por Claudio Gómez (@claudio_gmz)
El Moncho está entregado. Nunca había llegado tan al borde, nunca como ahora había estado tan convencido de que nada en este mundo tiene sentido. Ni siquiera su vida. Sigue tirado sobre los fríos mosaicos de un local que alguien le prestó para que por lo menos tuviera un techo. Lo único que conserva es una mesa, una silla y un revólver.
Monzón se incorpora, apoya el arma sobre la mesa, rebota contra esas cuatro paredes húmedas. Está seguro de que no hay salida, que seguir es inútil. Sólo necesita tener la valentía suficiente como para apretar ese maldito gatillo. El tobogán de las adicciones está por llegar a su fin.
Hace un par de años que el Moncho dejó el fútbol. Desde entonces las luces se fueron apagando y las tribunas se acallaron. Dentro de ese túnel de oscuridad y silencio disfruta cuando recuerda sus momentos de gloria: diez años en Independiente, la Libertadores, la Intercontinental, el gol a Rumania en el Mundial 90, la expulsión en la final ante Alemania, la tribuna de la Doble Visera en medio de la barra, esas historias que ya contó cientos de veces.
Pero todo eso no existe más. Aquel defensor temperamental, fuerte, que con una mirada imponía temor, quedó en el pasado. En ese momento Pedro Damián Monzón es el más débil de los mortales.
Pasaron unos meses desde que nació su hija Luz, pero el Moncho no puede viajar a Tucumán para conocerla. No tiene plata ni para comer, pensar en comprar un pasaje en micro es una utopía.
En ese estado de desesperación toma la decisión final. El revólver, sobre la mesa, es su aliado. Lo mira, lo agarra, lo empuña. Pero no se lo lleva a la sien, apretando bien las muelas. Antes se ilumina: “lo llamo a Diego, y si no viene me mato”.
Monzón agarra unas monedas, sale a la calle y va hasta el teléfono público de la esquina. Marca el número, que se acuerda de memoria, y lo atiende Maradona.
-Hola, Diego, soy el Moncho. Necesito hablar con vos, no estoy bien.
-Decime dónde estás, en un rato ando por ahí.
No hizo falta que le explicara nada. El Diego entendió todo. Su amigo arde en el mismo infierno que él habitó durante tanto tiempo. El Moncho le pasa la dirección y le explica cómo llegar: cruzás el Puente Pueyrredón, agarrás la avenida Belgrano, hacés unas cuadras y doblás en Alsina, es antes de llegar a la cancha de Racing.
Un par de horas después unos golpes en la persiana sobresaltan al Moncho. Sale para ver quién es. Y ahí está, con un short y las zapatillas desabrochadas, el Diego.
Monzón lo hace pasar y lo invita a que se siente.
-Pero hay una silla sola -señala el Diego.
-Si, usala.
-No, dejá, sentémonos los dos en el piso.
Estuvieron hablando como dos horas y Monzón no se anima a contarle su intento suicida, pero le enumera sus padecimientos. El Diego trata de contenerlo, de aconsejarlo, de escucharlo. Le ofrece plata para que pueda viajar a Tucuman y conocer a su hija. Le da un abrazo y se despide.
Ese encuentro fue el que corrió el eje del Moncho. Necesitaba un gesto así para reaccionar, para despejar tantos años de oscuridad. Viajó a Tucumán, conoció a su hija y se convenció de que merecía otra vida, sin carencias, sin miserias, sin tóxicos.
En enero de 2021 el Moncho Monzón firmó contrato con Independiente para ser ayudante de campo del entrenador Julio César Falcioni. Por eso el Pollo Vignolo lo invita a su programa en ESPN.
Monzón entra al estudio junto con Octavia, su octava hija, una niña de cuatro o cinco años. Habían pasado dos meses de la muerte de Maradona y el Moncho muestra un flamante tatuaje que se había hecho en el antebrazo derecho: la cara del Diego, el amigo que veinte años atrás le salvó la vida. Dice que lo extraña, que lo ama, que no puede entender su ausencia. Se quiebra. Las palabras se le traban en la garganta. Pero toma aire y sigue.
-Siempre les hablé a mis hijos para que ellos también lo amen.
Y como si hiciera falta una prueba de ese amor, el Moncho llama a su hija, que no para de merodear por la escenografía, y le muestra el tatuaje.
-¿Quién es? -pregunta el padre orgulloso.
-Diego Maradona -responde la nena con una vocecita mínima.
-¿Y dónde está?
-Nos cuida desde el cielo con los angelitos.
