La irrupción en toda profecía

La vehemencia y la zurda mágica de un imponderable en el trazado del plan divino.

Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)

Cada 30 de octubre se lleva a cabo la actualización del mito, la puesta en acto del dios. Entiendo que Maradona es -nótese el tiempo verbal del indicativo- el mejor de todos. No descubro nada. Estamos ante el jugador más completo, más exquisito, más preciso y, sobre todo, más vehemente en términos futbolísticos -más pasional, si usted quiere-.

A propósito de esta idea, no quiero pasar por alto, respecto de la completud, una aserción de Carlos Timoteo Griguol, quien le atribuía esta condición de ser maximal al Beto Márcico. ¿Por encima de Maradona? -le preguntaban-. En este sentido de jugador completo, sí. Márcico iba bien y mejor de cabeza -contestaba Griguol, que dirigió a Márcico en Ferro Carril Oeste y en Gimnasia y Esgrima La Plata.

Desde ya, el Beto fue un jugador extraordinario -y, como Diego, un referente de Boca Juniors- pero cuando hablamos de Maradona lo extraordinario se vuelve ordinario y pasamos a hablar de otra cosa, de otro deporte echando mano de un metalenguaje, de un discurso al que el lenguaje no puede abastecer del todo -como la poesía, que hace lo que puede con las herramientas de que dispone, la lengua puesta a disposición del lenguaje poético para tratar de construir el espacio de lo inefable-.

Mi modo de ver el fútbol, mi manera de interpretarlo, de concebirlo, me dicen -me dictan- que el pibe de la periferia más embarrada, vuelto metahumano, alcanzó su mejor nivel en 1994: el mejor Maradona, el mejor Maradona que vi -que no vi, que no vimos, que no nos dejaron ver completamente- es el Capitán de la Selección Argentina en el Campeonato del Mundo disputado en Estados Unidos.

Allí se dio la conjunción exacta entre la habilidad desorbitada -y, en el caso de Diego, desfachatada- y la madurez del genio; ambos componentes, en su justa medida, se habían mezclado. Pero entonces pasó lo que pasó. La mano negra de Italia ’90 alargó sus falanges pétreas, cuatro años después, hasta Norteamérica.

Esta combinación de habilidad y madurez, de habilidad y experiencia -y el paso correspondiente por el fútbol europeo constituye definitivamente ese caduceo- la hemos visto en el Riquelme de 2007, la hemos visto en el Messi de 2022.

Aquel Maradona era un avión: el entrenamiento en Marito, el campo de don Ángel Rosa situado a 61 kilómetros de la capital de La Pampa, había moldeado a un atleta impresionante, imparable -pesaba demasiado poco, lo tocaban y se volaba; Daniel Cerrini y Fernando Signorini lo ayudaron en la puesta a punto-.

Y en cuanto al equipo, la Selección de Basile pintaba para ser una orquesta con nombres que cuando uno los junta en la misma oración -o en la misma formación- no lo puede creer: Caniggia, Balbo, Batistuta, Simeone, Redondo, Chamot… La lista sigue.

Pero a Maradona le cortaron las piernas y el equipo se quedó afuera contra Bulgaria. Se le ganó bien a Grecia, se dio vuelta el partido contra Nigeria y después lo sabido: el control antidoping contra la selección africana dio positivo y fin de la ilusión. No nos dejaron ver al mejor Maradona. Resulta contrafáctico, es cierto, pero, ontológicamente hablando, nuestra nimiedad no nos permite siquiera imaginar cómo nos hubiera deslumbrado el mejor de todos los tiempos en la sucesión de partidos hasta llegar a la final de Estados Unidos ’94.

Siempre es bello inventarse excusas para hablar de Diego. Oíd, mortales, el grito sagrado. Los dioses del Olimpo son acaso los que más se asemejan al ser humano. Los seres humanos conciben mejor y más cabalmente el concepto de divinidad cuando piensan en Diego. Inexorablemente, Maradona sí, siempre sí, siempre un imprevisto, un error de cálculos, un imponderable en el trazado del plan divino, un desmadre en toda profecía.

Y por último, en contraposición a quienes creen en el dualismo antropológico de Platón, sigo sosteniendo: a Maradona dámelo así, completo, antiprofético, total.

Foto: Twitter (@_jjuani)

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