Por Gabriel Fortuce (@EntrelinhasDJ)
Traducido y adaptado por Emiliano Rossenblum (@emirossen)
En el pasado, era común que los jugadores jóvenes solo salieran de casa para dedicarse exclusivamente a los clubes en los últimos años de su adolescencia. La tecnología no era todavía una aliada de los procesos de scouting y la calle era el verdadero campo de desarrollo infantil. Jugaban de todas las maneras posibles, mezclando edades, situaciones y experiencias y, de esta manera, los niños desarrollaban un repertorio motor, emocional e intelectual natural, a través del riesgo y la libre experimentación.
Cuando un niño emergía con gran destaque y era aprobado por un scout, entonces era llevado a un club -generalmente en las etapas finales de su formación deportiva- sólo para pulir lo que ya había sido sólidamente construido en la calle y en la vida social.
El entrenador que lo recibía había sido habitualmente un jugador profesional, entendía los matices del fútbol y de la vida, y veía en aquel joven más a un ser humano en formación que a un producto.

Cuando ascendía al equipo profesional, el joven era visto como un «don nadie». Era común tener que ayudar a los más experimentados, escuchar mucho y ganarse el espacio con humildad y respeto. El aprendizaje no se reducía al juego, sino también en cómo comportarse fuera de la cancha.
Hoy todo ha cambiado. El joven prácticamente aprende a jugar al fútbol dentro de los clubes. La tecnología permite que un vídeo de un niño o una niña de apenas 6 años llegue a los scouts del otro lado del país en cuestión de segundos.
Al instante, la familia es invitada a las pruebas, soñando con una carrera que, apenas comenzada, ya conlleva inmensas expectativas. Los picados callejeros se han vuelto raros, afectados por la urbanización y la violencia.
El niño deja de experimentar la diversidad de la calle y se forma exclusivamente en entornos controlados, casi siempre centrados únicamente en el fútbol, sin experimentar otros deportes ni prácticas culturales.
Los entrenadores juveniles, muchos de los cuales hoy son graduados universitarios, a menudo nunca han jugado profesionalmente y tienen una mentalidad metódica y de resultados inmediatos. Poco que ver con sus predecesores, que trabajaban felizmente con las categorías juveniles; hoy muchos entrenadores actuales las ven apenas como un escalón más para alcanzar puestos en los equipos principales.
El resultado: una formación sin libertad. Todo es impuesto. El joven o la joven que se atreve a desafiar el método es rápidamente descartado, porque hay muchos en la lista de espera esperando por ocupar ese lugar.
A medida que el talento brilla, las redes sociales y las transmisiones en vivo colocan a estos niños en un foco que distorsiona su autopercepción. Con constantes halagos, comienzan a creer que ya son “adultos”, cuando, en realidad, todavía están al comienzo de su camino.
Cristiano Ronaldo reflexionó sobre esto en una entrevista reciente: “Me resultará muy difícil convertirme en entrenador, porque no me apasiona la generación actual. Es difícil, sobre todo en el fútbol, porque no tienen en cuenta nuestra experiencia. Creen que lo saben todo, creen que TikTok e Instagram son fuentes de aprendizaje”.

¿Qué no cambia? La visión mercantilizada que la sociedad tiene de los atletas. Desde pequeños se les considera un potencial económico: para la familia, para los empresarios, para los clubes. La dimensión humana pasa a un segundo plano.
Muchas familias invierten mucho, pagan redes sociales profesionales, nutricionistas, fisiólogos, entrenadores. Un ejemplo personal: Hace unos cinco años, un padre me contactó a través de Instagram porque quería tomar clases particulares de scout para su hijo de 9 años.
Recibía los juegos semanalmente, editaba videos y pasaba horas en llamadas guiando al niño. Además tenía seguimiento nutricional, clases de idiomas extranjeros y un horario casi militar. ¿Pero cuándo se estaba divirtiendo ese niño? ¿Cuándo tuvo tiempo de hacer su propia interpretación del mundo?
Incluso en aquel entonces, aunque me gustaba lo que hacía, no tenía la visión crítica que he desarrollado hoy. Me doy cuenta de cómo estos niños estaban -y todavía están- atrapados por expectativas absurdas.

Muchos deportistas abandonan sus hogares muy pronto para vivir en alojamientos precarios. Sin una estructura familiar sólida, crecen sin valores claros, sin orientación sobre cómo administrar su propio dinero, sin preparación para situaciones sociales básicas, como dar una entrevista o administrar su patrimonio. Son víctimas fáciles de estafas financieras y episodios de apuestas deportivas.
Para peor, el acoso, la explotación y los casos de pederastia son habituales en el ambiente de las inferiores, como me relató mi hermano, médico en prácticas en un equipo de primera división, que escuchó de boca de una enfermera hablar sobre prácticas sexuales con menores.
Cuando logran casarse, a menudo se enfrentan a una serie de desafíos emocionales y financieros complejos. El exdelantero del Manchester United Louis Saha lo resumió: «Por lo que he visto, muchas parejas de jugadores los abandonan cuando terminan sus carreras… y yo fui uno de ellos».
Se necesita educación emocional, sexual y financiera. En muchos casos, la mitad de la riqueza adquirida a lo largo de una vida se pierde en un divorcio mal gestionado. Para los pocos que «lo logran» y se convierten en millonarios, lo que queda es la realidad de ser un “rico de la favela” sin una educación financiera sólida, propenso a perderlo todo rápidamente.

Otros podrán vivir de su profesión, pero sin lograr grandes cosas. Y la mayoría de ellos ni siquiera llegarán a ser profesionales. La gran mayoría de los niños que sueñan con ser futbolistas no llegarán a la cima. E incluso quienes llegan, al llegar a cierta edad se enfrentarán a un segundo desafío: ¿qué hacer después de los 40 años?
Sin entrenamiento humano, la vida después del fútbol es brutal. Muchos se deprimen. Para la mayoría de las personas la solución es quedarse en el fútbol, que es el único ámbito que conocen y al que han dedicado la mayor parte de su vida, por lo que muchos estudian para dedicarse a otra profesión difícil, la de entrenador.
Pero la mayoría, sin una formación adecuada, sobre todo aquellos que no se han convertido en profesionales, pasarán a engrosar las filas de los subempleados.
Falta formación humana, falta responsabilidad social. Los clubes y las federaciones deberían formar seres humanos, no sólo deportistas. Valores como la ética, el respeto, la autonomía y la adaptabilidad deben ser prioritarios.
Esto no se logra simplemente ofreciendo educación formal. Es necesario promover experiencias, talleres, capacitaciones educativas, eventos que enseñen más que tácticas y técnicas: que enseñen a vivir.
¿Y qué pasa con los padres? Deben entender que su papel no es exigir títulos ni salarios futuros, sino permitir que sus hijos e hijas sean, ante todo, niños. El fútbol debe volver a ser, ante todo, un entorno para el desarrollo humano. Sólo entonces debería ser un entorno para el entrenamiento de atletas.
Para lograrlo, necesitamos profesionales que consideren su papel social como una prioridad y que no pongan su ego y sus victorias a corto plazo por encima de la posibilidad de moldear la vida de quienes están bajo su responsabilidad. Como vemos en el vídeo a continuación, donde el entrenador innova para llevar contenidos escolares a sus entrenamientos de fútbol.
Hasta que eso ocurra, seguiremos sacrificando la infancia en el altar de la prisa y el beneficio. Utilicemos lo que siempre dice el entrenador Fernando Diniz y que pocos reflexionan: «Si no nos preocupamos por formar mejores seres humanos, no tiene sentido formar solo futbolistas. Al final, es el ser humano el que juega».