Por Matías Bauso (@matiasbauso)
Alguna vez quisiera escribir una obra de teatro que transcurriera el 24 de marzo de 1976 en Polonia. La escenografía sería la habitación de un viejo hotel que conoció mejores épocas, las cortinas pesadas, tonos grises, mobiliario soviético.
Podría empezar con un hombre alto y joven durmiendo en una cama. Está muy abrigado, un sweater arriba del pijama grueso y varias frazadas. Se adivina el frío. De madrugada lo despiertan pasos en los pasillos, algún portazo. Escucha demasiado movimiento, se sobresalta: cree que se quedó dormido. Él es el director técnico y debe dar el ejemplo.
Manotea el reloj que había dejado en la mesa de luz y descubre que todavía faltan dos horas para el momento del desayuno. Desvelado, lo primero que piensa es que sus jugadores no están descansando horas antes del partido, se imagina que dejaron entrar a alguna chica a sus habitaciones.
No tiene mucho espacio para esos devaneos porque alguien urgido golpea la puerta. César Luis Menotti deja la cama, tirita un poco y abre la puerta. El que entra es José María Muñoz. Muy serio le dice: “Hay noticias de Buenos Aires”.
Después van llegando otros protagonistas de la historia y cada uno aporta un punto de vista a la historia. Jorge Carrascosa, el capitán del equipo en ese tiempo, Fernando Niembro preocupado por su padre apresado apenas ocurrido el golpe, algún dirigente de la AFA que especula con bajarse en la siguiente escala europea de su avión y radicarse allí.
Ese momento, esas horas, siempre me intrigaron. ¿Qué pensó? ¿Se convenció de que sería despedido apenas pusiera un pie en Ezeiza? ¿Vio derrumbarse el trabajo –pero muy especialmente los sueños- de los anteriores dos años? ¿Logró llamar a su familia en Buenos Aires? ¿Le pidió a Muñoz, pertinaz oficialista, que intercediera por él?
Cada gobierno que llegaba al poder nombraba ministros, secretarios de estado y también a su hombre en la AFA. Y en esa ocasión el presidente de la AFA, David Bracutto, era peronista y había llegado ahí gracias al apoyo del sindicalista Lorenzo Miguel, pero además se avecinaba el Mundial 78 y las nuevas autoridades se apropiarían de su organización.
Menotti era en esos años –y lo siguió siendo mucho tiempo más- una rara avis. Tenía inquietudes intelectuales y había expresado su apoyo a los sucesivos gobiernos peronistas. En un mundo ascético –desde el punto de vista de la militancia política de sus máximas figuras- su actitud generaba un cierto resquemor.
Fue Ezequiel Fernández Moores el que obtuvo los testimonios que recrearon las primeras decisiones de Alfredo Cantilo, el primer presidente de la AFA del Proceso (aunque en esos años nadie llegaba a la presidencia en Viamonte sin el respaldo y designación directa de Lacoste, primero hombre fuerte del EAM 78, luego vicepresidente de la FIFA).
Cuando Menotti se fue a reunir por primera vez con Cantilo, llegó a la AFA creyendo que ese sería su último día como director técnico de la Selección. Pero Cantilo puso la carpeta con el plan original que el Flaco había presentado en 1974 y le dijo: “Cuando llegué acá, lo único serio que encontré fue esto, su plan de trabajo”.
Lo que no ha sido contado es que Cantilo negoció con él modificaciones en el cronograma de trabajo. Tras el colapso del Rodrigazo y en los albores de la implementación del plan de Martínez de Hoz, se abrió por unas semanas el mercado de pases hacia el exterior. Se fueron Scotta, Alonso, Ortíz, Brindisi, Jorge Paolino, Valdano y Kempes, entre otros.
Como contrapartida Menotti consiguió que se elaborara una lista de jugadores intransferibles, aquellos que luego del mercado podían ser citados a la Selección. Fueron más de 40 nombres. Tampoco iba a poder realizar todas las giras y amistosos que había ideado junto a su asesor Rodolfo Kralj.
Debía conformarse con jugar el torneo de verano en Mar del Plata, una copa por un aniversario del Real Madrid, amistosos con países limítrofes y la Serie Internacional del 77: parece suficiente pero a los ojos de Menotti era una situación de miseria. Quería que todos llegaran al Mundial con más de 50 partidos internacionales en su espalda. No pudo ser.
En esos años, desde marzo del 76 hasta después del Mundial 78, no se conocen declaraciones de Menotti en defensa del Proceso, ni siquiera apoyos solapados. Podría haberse dejado llevar por la euforia, por la cercanía viral del poder y hasta por la atmósfera de esos días. No lo hizo.
Eso no lo salvó del juicio inmediato y contundente luego de la eliminación del Mundial 82. Una tapa de la revista La Semana lo retrató junto a Galtieri, que semanas antes había anunciado la rendición en la Guerra de Malvinas. La revista de Editorial Perfil no dudó en igualarlos, los mostró como los conductores de sendos fracasos.
El hombre que había llevado a Argentina a concretar un viejo anhelo postergado, que había logrado superar décadas de frustraciones, que según encuestas estaba primero en las preferencias del público en caso de que volviera la democracia y se desempolvaran las urnas, ese hombre fue sindicado como “el Director Técnico del Proceso”.
Las paradojas argentinas: Menotti fue nombrado en democracia y salió campeón del mundo en dictadura. Carlos Bilardo fue designado al frente de la Selecciòn en diciembre de 1982, en los estertores del Proceso y salió campeón del mundo en democracia, en el momento de esplendor de la Primavera Alfonsinista.
Durante demasiados años, durante décadas Menotti se sintió obligado a hablar de la separación entre el fútbol y la política. Estuvo demasiado tiempo a la defensiva creyendo, con cierta razón, que lo iban a señalar como colaboracionista del Proceso. Pero en los últimos años hubo un cambio, por varios motivos.
Se juntaron un nuevo clima de época, el envejecimiento de los protagonistas y, por supuesto, el título en Qatar. Ese Mundial integra una larga tradición que se inauguró gracias a las ideas innovadoras, el temple, el trabajo dedicado y la obcecación de César Luis Menotti, ese hombre que hace medio siglo inventó la Selección Argentina moderna.