Por Murilo Rocha (@muriloc_rocha)
Nos acostumbramos a la lógica sistemática del mundo en la medida en que esta es, por más redundante que suene, sistemáticamente inevitable. La actualidad es preocupante, y si no te diste cuenta de eso no pasa nada; la lógica es compleja y termina sustentando todo el resto.
Obligamos a nuestros hermanos a concebir todo en la vida operando a imagen y semejanza de la estructura que conocemos. La escuela, la iglesia, las relaciones familiares, los picados entre solteros y casados, incluso los poderes del Estado, todo se explica y se confunde con la forma en que se organiza el mercado, institución espejo de esta lógica.
Si antes nos mirábamos a nosotros mismos y tratábamos de encajar el valor de la ultraproductividad en nuestras actividades individuales (por ejemplo, “quiero un pasatiempo, pero funcionará de la misma manera que mi trabajo: meta de 3 libros leídos por mes o no abandonar el gimnasio hasta completar el programa de entrenamiento”) ahora esto está instalado hasta donde debería existir puro ocio, momentos de contacto con lo que éramos antes de abandonarnos (fútbol, consumo artístico, salir de fiesta, etc.).
Todo es igual, nada es mejor
Uno llega a una exposición de artes visuales porque, en primer lugar, cree que ese lugar y esos cuadros tienen algo que decirte. Necesitamos creer que algo en la disposición te va a introducir a un nuevo estándar, a un punto de vista levemente extraño, pero que también es la realidad después de todo.
Lo que termina ocurriendo es lo contrario: las habitaciones grises, exageradamente bañadas de luz azul, los cuadros de idénticos tamaños y unidos por una paleta similar (si no son todos en blanco y negro) perfilados en cuadrículas y espacios rigurosamente iguales entre sí.
Reina la sensación de que el visitante debe caminar por la habitación, a veces durante un tiempo determinado. Todo nos recuerda lo que ya hemos visto o el lugar que acabamos de dejar: las oficinas, los consultorios, los negocios, los edificios y sus paredes heladas… Al cambiar de habitación la temática es diferente pero el patrón es el mismo. ¿Adónde se fue el caos, la anteforma, el lirismo, la duda, la diferencia? ¿Dónde fue a vivir el arte?
El fútbol hoy
En este mágico juego, capaz de combinar la estrategia del ajedrez con la libertad del baile, la asociación automática con la dolorosa realidad de nuestras vidas (hablo de Sudamérica en particular) secuestró el imaginario colectivo e hizo que todo girara en torno al rendimiento.
El futbolista dejó de ser actor del espectáculo para convertirse en una proyección directa del empleado común, que ficha en el trabajo cada día a las 8 de la mañana y cumple con sus obligaciones ya predefinidas muchas veces bajo los gritos histéricos de algún loco megalómano, sin permiso para inventar ni jugar.
El público también ha cambiado. De los hinchas locos movidos por el hermoso espíritu de lo desconocido de las tardes de domingo ahora pasamos a los stakeholders, fríos accionistas que supervisan el desempeño de una empresa dispuestos a culpar a directores, gerentes y empleados como si la derrota del equipo significara una caída en la bolsa de valores.
Prender la televisión para ver un partido de fútbol a veces es un desafío incómodo. Con tanto miedo de encontrarnos interceptados por esa vieja realidad, terminamos desconfiando cuando tenemos cierta experiencia.
Vemos esa secuencia de acciones ejecutadas con precisión cartesiana (cuando hay un mínimo de técnica para ello), cada balón dirigiéndose hacia un sector concreto como si el centrocampista tuviera preparados una serie de códigos, y recordamos nuestro lugar en el sistema. Luego viene la crisis de la experiencia: no exploramos -¿para qué arriesgar si podemos lastimarnos?- en esa libre simulación del mundo ajetreado.
No queremos pensar
Un miércoles hace poco había tenido un día largo y solo quería darle a mi cabeza un momento para descansar. “¿Hay Brasileirão?” me pregunto. Miro en el celular, Fluminense contra Fortaleza. “El Flu está muy bien, y Ganso… Ganso juega a la pelota”. Voy a verlo, a atravesar ese molinete giratorio y encontrar, en un cielo ya oscurecido, la libertad de organizar mi existencia hasta el día siguiente.
“¿Cambio tiene?” me pregunta un hombre en el camino. Saco dos reales de mi billetera y se los alcanzo. Por supuesto, la falta de exploración sale a flote otra vez: ¡somos ciudadanos, carajo! Nos estamos alienando incluso en niveles casi primitivos.
En este ritmo automático, concebimos con espantosa naturalidad que nuestros hermanos y hermanas no tengan suficiente para comer, ni suficiente ropa para protegerse del frío, ni siquiera para un viaje en colectivo. ¿Es esto lo que quieren de nosotros? La ideología de la sistematicidad y su efecto de disfunción narcotizante en las personas: nos cegamos al arte, nos cegamos a la vida.
La 10 en la espalda, el tiempo en su mente
Llegando a casa y a pesar de todos los impedimentos que impone la desenfrenada rutina diaria, a las 19:30 ya me había duchado y la televisión estaba encendida con el partido a punto de comenzar. Paulo Henrique Ganso, el 10 del Fluminense, estaba inspirado. Pronto me doy cuenta con la curiosidad de un niño que él literalmente camina por el campo mientras todos los demás corren. ¿Cómo hace entonces para estar en todas partes?
La clave, según pude observar, es que parece que la pelota lo sigue. En una jugada él la tenía mientras avanzaba por el medio. La lógica de los automatismos decía: tocársela al extremo izquierdo, código 1. Extremo derecho, código 2. Poner al delantero a correr detrás del defensor, código 3.
Ganso hizo caso omiso y retuvo la pelota. El tiempo se detuvo. Carril central. ¿Qué hará? Los defensores perdieron sus marcas intentando descifrarlo. Ese intervalo miserable que ofreció el universo fue suficiente para que el ataque de Fluminense se reconfigurara a pesar de la racionalidad de los relojes. Ganso se infiltró por adentro, la pelota cruzó el Atlántico entre medio de toda esa gente y llegó a Germán Cano, que controló y le pegó fuerte. 1 a 0.
Comprender el milagro
Esbozo una sonrisa contemplando las bellezas, el “arte-en-su-lugar”, pero no solo eso: ¡no estaba delirando! Hay vida entrelíneas del tiempo y todos esos marcos bien alineados tienen historias, emociones y una necesidad de “antirrelojes”. Es posible inventar una nueva realidad entre un tic y un tac, crear un nuevo dominio de las cosas.
Es solo cuestión de entenderlo, el tiempo somos nosotros. Somos los lugares que creamos y donde ponemos las cosas. Y hago mea culpa, olvidar eso también es parte de nuestro proceso vital.
Lo más interesante es que cuando eso sucede y nos invade la amnesia social, cuando todo parece haber sido entregado, abandonado, irreversible, llega un tipo con botines y la camiseta 10 para quien el tiempo y las negociaciones de la vida funcionan de otra manera, recordándonos que nosotros somos los protagonistas.
Y si me entrego al vacío del sistema, no hay nada que temer. Paulo Henrique Ganso está en mi televisión dos veces por semana devolviéndome la vida impredecible. Y así sigo mi camino, libre, borracho, distraído por el espíritu del lío. ¿Organizarme? Ese privilegio solo se lo doy al que me permita desorganizar el resto del mundo.