Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)
El Inspector se ha sentado en un banco de la Plaza Kennedy. Mira en derredor y entiende que puede soltarle la correa a la perra. Cerca de la medianoche, la gente ya ha paseado a sus canes y, salvo alguna excepción, parecería que tiene la plaza completa para sí.
Flexiona el codo del brazo izquierdo y se mira la muñeca. Claro, no usa reloj. Siempre se le olvida -no el reloj, del que no dispone jamás, sino que no usa, que no tiene siquiera uno para olvidar-. Comprueba entonces en el teléfono que faltan ocho minutos para las cero horas.
Se ha sentado de cara a la avenida con la intención de que desde algún auto le griten algo, alguna barbaridad -lleva puesta la camiseta, la misma con la que ha visto el partido-. Anda con ganas de agarrárselas con alguien, con el primero que pase, de irse a las manos.
Tiene la mano pesada el Inspector. Le pega un grito a la perra que se hace la otaria y se está alejando más de lo pautado -pautado por nadie, es algo que se le ocurre ahora mismo a él, un límite difuso que acaba de establecer; otras noches, la perra se ha alejado bastante más-. El animal vuelve, más o menos.
Ahora el Inspector mete la mano en el bolsillo de la campera -es la campera deportiva también con los colores del club- que, desabrochada, deja ver, como en una continuación natural, los colores de la camiseta -le faltan los pantaloncitos nomás-.
En fin, tantea los cigarrillos. Como no los encuentra cae en cuenta de que lleva años sin fumar. Me cago en la mierda. Maldita la hora… Bufa. Trata de serenarse. Difícil. Te odio. Gas noble y la renegrida… ¡Kala! le grita de nuevo a la perra, que esta vez no se ha alejado pero anda persiguiendo ardillas.
¡Pero quién sos! Vuelve. ¿Dónde te pensás que estás jugando? ¿A quién le ganaste? ¿Qué carajo ganaste me querés decir? A ver: ¿qué carajo ganaste? ¿Ganaste algo? No ganaste una mierda. ¿Por qué le pegás así? ¿Por qué no le pegás bien? La tenías que meter no más. Te odio. ¿Te pensás que sos el goleador, que sos el 9? ¿Por qué no se las das al 9? Dásela al 9, si tenés pase. Tenés pase, dásela que es gol seguro. Me va a dar algo. No, estoy lleno de odio.
Busca en el morral una lata de cerveza. Tantea y elige la que parece estar más fría -todas están a la misma temperatura, las catorce latas-. Abre y toma. Media lata se toma. De un tirón. Un auto pasa y aminora la marcha. Le gritan algo feo. El Inspector, apurado por reaccionar, se ahoga con la cerveza, escupe todo, tose. ¡Ojalá se te muera el canario! gritó. Y siguió por lo bajo.
Qué lindo que te hubiera agarrado el semáforo. A ver si me lo decís de nuevo en la cara. No, el mundo está lleno de cobardes. Pero maldita la hora, si tenés pase. Dásela al 9. El 9 la mete y todos contentos. Y vos quedás como un héroe. Vos y el 9, claro. Pero estamos hablando de vos. Egoísta. Pie de niña. Te odio. Y quizás hasta metías el pase y el 9 no hacía el gol. Los odio a todos.
Se termina la cerveza y abre otra. Ganábamos. Con ese gol ganábamos. Nos llevamos un puntito de visitante, un punto de mierda, que es como haber perdido. Andá a jugar a la Selección y quedate allá. No vuelvas más. Sos un irrespetuoso. Un irresponsable. Me duele el pecho. Como narrador, me siento con todo el derecho a cambiar de tiempo. También yo estoy enojado.
Un hombre que hacía ejercicio -a esas horas- pasó caminando ligero con ropa ajustada y de colores fluorescentes. Sin detenerse, dijo algo como Noche difícil, eh. El Inspector, por completo derrotado, levantó la vista, se puso de pie como un titán y lo siguió unos metros con la mirada.
¡Kala! ¡Ataque! La perra dejó de olfatear un árbol meado y cruzó al instante y sin ladrar, con decisión y obediencia, la distancia que la separaba del hombre. Le mordió el garrón. No lo soltaba. Lo hizo sangrar. Difícil tu hermana, pelotudo. Ahora te vas en una pata. Por vivo. Como éste que no dio el pase. Que no dio el pase y que no la metió tampoco. Porque si la mete, andá a decirle algo. Un fenómeno. Ídolo. Figura. Pero no. La tenía que cagar.
Y siguió quejándose hasta que los gritos del hombre lo devolvieron a las circunstancias. ¡Suelte, Kala! Y la perra soltó. Y el hombre se levantó como pudo entre gritos y amenazas y un dolor insoportablemente nuevo.
El Inspector le ofreció una cerveza. ¿Por qué no querés? Qué gente rara, que no toma cerveza. Abrió esa lata para sí. Bebió largo. Andá, andá a que te curen esa pata. Tiene todas las vacunas. Andá tranquilo. Mirá si pudieras morderle la pata al que se erró el gol, Kala. El hombre herido se alejaba ya. La perra giraba contenta, con las fauces que chorreaban sangre, persiguiéndose la cola. El Inspector le acarició la cabeza y volvió a sentarse en el banco. Bebía e iba amontonando las latas vacías a un costado.
Phylicia Arias, la mujer más hermosa del mundo, y Enrique Lambert el poeta surgieron de repente. Habían estado dando vueltas y ahora Phylicia quería regresar. Lambert no. Lambert quería que la noche se estirara hasta lo imposible. Y quería acostarse con ella, claro. Como siempre.
-Basta, Enrique. Ya sabés cómo es la cosa. Ya lo hablamos.
Enrique Lambert el poeta echó el humo por la nariz.
-Me he propuesto no acostarme con ninguno de los amigos de mi padre.
-Pues quizá deba enemistarme con Arias. Irnos a las manos. Y chau. Vía libre.
-Sos un chico.
-Tengo veintiocho años.
-Siempre tenés veintiocho años.
-¿Querés fumar?
-Dale.
El poeta le convidó un cigarrillo a la vez que tiraba la colilla por ahí en el pasto. Encendió el que se posaba en los labios de Phylicia y luego acercó el fuego al suyo propio. Ella tenía una manera de fumar, algo en la forma de sostener el cigarrillo entre el índice y el mayor, una como delicadeza nueva, recién aprendida, que a Lambert le fascinaba.
Todo en Phylicia lo fascinaba. La miró durante la primera pitada de ambos. Cuando ella largó el humo como una condesa él sonrió y supo que se guardaba ese momento para siempre. Echó entonces su primera bocanada y Phylicia le pidió que formara algo en el aire con la próxima.
-Por favor, Enrique. Cuando hacés eso me vuelvo loca.
-Cuidado con lo que pedís, muchacha. Y cuidado con lo que decís también. Somos esclavos de lo que enunciamos.
-Yo no soy esclava de nadie.
Lambert sintió, aunque lejos del amor, ganas de pasarse la vida entera con la hija de su amigo el artista Rafael Arias. Ya no resistía el deseo de abrazarla, de acariciarla, de estamparle la boca con su boca indigna, malhablada, maldita. Sacudió la cabeza como para despabilarse de sueño, pitó y lanzó al aire una carroza de humo tirada por dos caballitos de mar.
Phylicia aplaudió sin hacer ruido en tanto y cuanto sostenía el cigarrillo con la mano izquierda y ello le demandaba una fuerza sustraída al insistente encuentro de las palmas a la manera de festejo. Sonrió como una niña y abrazó a Lambert.
-Gracias, poeta.
-¡Eh!- gritó el Inspector que los venía observando desde el banco, huraño-. A ver si aflojan.
-¡Inspector!- dijo Phylicia sorprendida mientras se arrimaba al banco llevando al poeta de la mano.
-Phylicia- contestó el Inspector estirando la mano a la vez que se ponía de pie. Se saludaron y luego estiró la mano hacia Lambert.
-Poeta.
-Inspector.
La perra llegó corriendo sin ladrar para saludar a los recién venidos.
-¡Kala! Hermosa, ¿cómo estás?- dijo Phylicia mientras acariciaba con la mano derecha la cabeza de la perra, que la olfateaba eufórica.
-¿Una cerveza?- propuso el Inspector, que volvió a sentarse.
-Qué buen momento- dijo Phylicia.
-Siempre es buen momento- replicó el Inspector.
Sacó del morral dos latas. Le entregó una a la muchacha y la otra a Lambert.
-A vos ni te pregunto.
-Gracias- respondió el poeta.
Luego sacó otra para sí. Una vez abiertas las tres, brindaron. Bebieron. Enrique Lambert el poeta vio la montañita de latas vacías, aplastadas sin seguir parámetro alguno, sobre el banco, a un costado.
-Noche difícil.
-¿Y qué querés? Con lo que pasó…
-No quiero tratar el tema.
-¿Qué pasó?- preguntó Phylicia, inquieta, mirando a uno y a otro, desconcertada.
-No insistas, Arias- sentenció el Inspector.
-¿Pero es grave? ¿Algo feo?
-Fútbol- colaboró el poeta.
-Ah…- pareció distenderse Phylicia y bebió.
-Estamos viejos, Lambert. Bueno, vos, al parecer, quedaste así para siempre. Pero entiendo que la procesión va por dentro. ¿No?
El poeta no dijo nada. Bebió largo. Volvió a pitar.
-Por dentro debés de tener mil años. Estoy seguro de que no te gusta este fútbol de mierda que se juega ahora. No me mientas. Hoy, mientras seas pibe y corras, chau, ya está. ¿Técnica? Olvidate. ¿Pensar? Pensar la jugada, digo; prever el partido. Olvidate. ¿Tener la mente fría? Pero mirá lo que hizo este pibe. No, cómo lo puteé. Odio a los jugadores de fútbol. Esto ya me da asco. Perder, perder así…
-Empatamos.
-Perder así… Me dan ganas de soltarle la mano, ¿sabés?
El poeta giró la cabeza hacia su izquierda cuando sintió que una mano -era una mano dulce, debía de ser la de Phylicia- le acariciaba la espalda. Ella no lo miraba: también con su cara vuelta hacia la izquierda, seguía con la vista la colilla del cigarrillo que acababa de tirar.
El poeta esperó que el rostro de la muchacha regresara y le buscó los ojos. Las miradas se encontraron por un momento: ella echó el humo hacia abajo, como silbando, mientras alzaba los ojos y las cejas tupidas y perfectas; sonreía con toda la cara. A su vez, Enrique Lambert no entendía nada. Sólo contemplaba. Ella quitó la mano y él, volviéndose al Inspector, preguntó:
-¿A quién?
-A quién qué.
-¿A quién querés soltarle la mano?
-¿Y a quién va a ser? Al equipo. A los jugadores. Al técnico. Hasta al club, mirá lo que te digo. Dirigentes, todos, todos.
-¿Sabés cuál es tu problema?
-Pará. Pero después, llega el día, y cuando faltan veinte minutos para que el equipo salga a la cancha, me olvido de todo, se me pasa todo. Y me vuelvo loco.
Phylicia, al escuchar las últimas palabras del Inspector -palabras que ella pronunciara momentos antes-, sonrió leve y apretó suavemente el brazo del poeta. El Inspector calló y miró a Lambert como esperando que éste dijera algo. El poeta no dijo nada. Como el silencio de Lambert persistía, el Inspector, impaciente, dijo:
-Pero me cago en la puta madre.
Luego, miró a Phylicia y la inquirió con la expresión de un rostro desencajado pero sin decir palabra, como alguien que busca con desesperación un poco de fe. La muchacha, sintiéndose aludida, se levantó un poco la remera, lo necesario para que se vieran los colores del club en las tazas del corpiño.
-Me vuelvo loco- dijo el Inspector.
A Lambert se le aceleró el corazón. Esperó que la muchacha se bajara la remera y la miró a los ojos. Ella, que sonreía mordiéndose suave el labio inferior, le habló:
-¿Vamos?
-Vamos.
-Chau, Inspector. Un placer, como siempre.
-Inspector- dijo Lambert inmediatamente tocándose el ala del sombrero.
Ella lo tomó del brazo y emprendieron la marcha.
-No se pueden ir ahora. Tengo un par de latas todavía. Lambert. ¡Lambert! ¡No se va a acostar un carajo con vos! ¡Hizo una promesa, te acordás! ¡No puede! ¡Por más que quisiera! ¡Es imposible! ¡Te odio, Lambert! ¡Phylicia, no caigas en su trampa!
Hablaba a los gritos. Indignado, por supuesto. Lleno de envidia.
-¡Chau, Kala!- gritó la muchacha sin voltearse.
Enrique Lambert el poeta encendió otro cigarrillo. Echó el humo y detuvo la marcha. Automáticamente, Phylicia paró también, intrigada. El poeta se volvió al Inspector girando sobre sí mismo y sin dejar de sostener el brazo de la muchacha que lo acompañaba. Allí parado, volvió a preguntar:
-¿Sabés cuál es tu problema?
El Inspector, desde el banco, levantó las cejas para no preguntar. Enrique Lambert, sin embargo, volvió a girar y siguió caminando junto a Phylicia.
La perra ya le pedía regresar. El Inspector, que había quedado solo, sin la compañía que favorece la buena conversación, bufó. Abrió otra cerveza.
-Estoy lleno de odio- dijo y se levantó para tirar las latas vacías en el cesto más cercano. Cuando volvió al banco para sentarse nuevamente, se acarició el escudo en la camiseta.
La noche comenzaba a oler dulce.
