Por Sebastián Pujol (@seba_del83)
Ni bien el árbitro pita el final del encuentro y los equipos se disponen para los penales, Don Roberto abandona el salón, busca las llaves del auto y se mete adentro, con las puertas y las ventanillas cerradas. Los motivos de la extraña conducta de Don Roberto, el abuelo de Francisco, los conocen inclusive los integrantes más jóvenes de la familia Bianchi.
La historia del abuelo con los penales comenzó en el invierno de 1990, cuando la Selección Argentina dirigida por Carlos Salvador Bilardo llegó a los cuartos de final de la Copa del Mundo de Italia y le tocó enfrentar, el 30 de junio, a Yugoslavia en la ciudad de Florencia. El partido fue mal jugado y aburrido, pero la familia Bianchi lo vivió con la misma intensidad con la que palpitó cada partido de la selección en los mundiales. El encuentro terminó sin goles y la llave debía decidirse desde el punto del penal.
La abuela Beatriz siempre tuvo miedo por su marido. «Un día te va a agarrar un infarto de lo nervioso que te ponés con el futbol», le decía. Y Don Roberto, que tenía tres bypass, también había temido por su corazón en los octavos contra Brasil. Anunció que no soportaría ver la definición desde los doce pasos.
Tenía que irse. Encerrarse en su Renault 12 fue lo primero que se le ocurrió. Subió las ventanillas y no se enteró de que el primer yugoslavo en patear la puso contra el travesaño, ni del penal errado por Maradona, ni de las atajadas heroicas de Goycochea. Supo que Argentina había pasado de ronda cuando la tía Mercedes salió a gritar al balcón. Desde ese día, si hay penales el abuelo Roberto se encierra en el auto.
Francisco se asoma por el balcón del primer piso del Club Social y Deportivo Unión y Amistad y ve la Renault Kangoo estacionada sobre la vereda con el abuelo adentro, mientras el primero de los holandeses camina desde la mitad de la cancha hacia el punto del penal y la cámara hace un primer plano sobre la cara de Sergio Romero.
Desde que tiene uso de razón, Francisco no se perdió ni un solo partido de la Selección Argentina y siempre los vio sentado en el sillón del club, fundado en 1919 por los dos primeros integrantes de su familia que pisaron Buenos Aires. Los hermanos Bianchi llegaron siendo hinchas del Torino, pero murieron siendo fanáticos de Platense. Las paredes del Unión y Amistad están colmadas de banderines y camisetas marrones y blancas.
Cuando Francisco vuelve a su lugar en el sillón, la televisión enfoca a Lionel Messi, que parece tranquilo y escupe hacia un costado con indiferencia.
La noche anterior el buffet del club había sido escenario de una discusión que probablemente se haya dado esa misma noche en otras familias o grupos de amigos a lo largo y ancho del país.
—Todavía no ganamos nada —dijo el tío Gabriel, mientras cenaban— El que tenía que aparecer no apareció, como no aparece nunca en los partidos definitorios.
Francisco miró a su tío Ariel y se dio cuenta que estaba enojado. Aunque no es muy difícil hacer calentar al tío Ariel.
—La rompió contra los africanos y metió un gol sobre la hora contra Irán, pero eso no cuenta —la siguió Gabriel— Un gol contra un país de tipos que viven en el desierto no te hace campeón del mundo. Pasamos de orto. Era en la segunda fase que tenía que aparecer.
Ariel agarró una silla y la tiró contra una pared.
La discusión sobre Messi continuó con altos y bajos y tuvo a la familia como espectadora hasta que el árbitro pitó el comienzo del encuentro en el Arena de San Pablo.
Antes de que empiece la tanda de penales el tío Ariel sale eyectado del sillón y se para de frente a la familia. Tiene puesta la camiseta de Platense que usó el “Loco” Dalla Libera en el ’95 y que cada vez le aprieta más a la altura de la panza. Es el único que no lleva la celeste y blanca. Está desencajado. Se frota la barba. El tío Ariel es impulsivo, pero es a quien se le ocurren las mejores ideas. Francisco la ve venir.
—Escuchen, vamos a hacer una promesa.
—¿Qué vas a decir? —pregunta la abuela Beatriz. Está sentada en el centro del sillón, frente a la tele. Si Ariel quiere que se apruebe su propuesta sabe que tiene que conseguir la aprobación de la mayor de las mujeres en la familia, que grita con su característica voz ronca: —Apurate nene, dale que ya patea.
—Si pasamos nos vamos todos a Brasil a ver la final aunque no tengamos entradas.
La idea es aceptada por la familia.
Holanda patea cuatro penales y erra dos. Argentina patea tres y convierte todos. El último queda a cargo de Maxi Rodriguez. Le pega fuerte y aunque el arquero adivina el palo no frena el camino de la pelota hacia la red. El club estalla de alegría.
En el tumulto, Francisco ve que la abuela va en busca de su marido. Cuando puede soltarse del abrazo en el que se entrelazan su tía Mariana, su primo Felipe y Rubén, el mozo del buffet, sale corriendo hacia las escaleras y llega corriendo a la vereda. La puerta de la Renault Kangoo está abierta.
Peor que ver la definición por penales de un partido tan importante, es escucharla por radio. Francisco escucha el grito emocionado del relator.
—¿Por qué tuviste que prender la radio? – llora su abuela Beatriz, arrodillada a un costado de la camioneta.
La cabeza inerte del abuelo Roberto apoyada contra el volante hace sonar la bocina que se une al bullicio callejero. El país es una fiesta. Argentina jugaría, después de veinticuatro años, una final del mundo.
