Por Mariano Tosca (@marianotosca6)
–Ya sé que te parecerá raro que justo yo te venga a visitar. No sabes lo que me costó convencer a tu familia que me dejen entrar, pero tu hermano fue el que habló con tu esposa, y claro, ella apenas me vio se puso como loca. Me insultó de arriba a abajo y si no la agarraban me daba una paliza; en una de esas, terminábamos siendo compañeros de cuarto de este hospital. Pero estuvo bien tu hermano, él se dio cuenta de que yo estaba arrepentido de lo que te hice.
Ramiro yacía en la cama del cuarto de aquel hospital hacía tres días. Tenía dos costillas rotas, hematomas por toda la cara y un diente menos, pero se le complicó porque hace tiempo venía sufriendo problemas respiratorios.
Trabajaba en dos escuelas, diez horas por día, era muy comprometido con su trabajo y nunca se tomaba un día para hacerse los estudios. Su estado físico tenía 20 años más que sus cuarenta reales, hasta le costaba subir los escalones de la tribuna. Es por eso que cada vez se ubicaba más abajo, hasta que se acostumbró a mirar el partido desde atrás del alambrado.
Entró la enfermera con el carrito de la comida del paciente, lo dejó a un costado de la cama y salió. Ricardo, su inesperado visitante, se hizo cargo de la situación, ayudó a Ramiro a incorporarse, levantando un poco la cabecera de la cama, y se dispuso a ayudarlo con su comida; Ramiro le hizo un gesto de negación.
–Mirá Ramiro, tenés que comer. Yo ya pedí perdón por lo que hice, ahora lo único que quiero es que te recuperes, así podés volver al colegio que los chicos te deben extrañar bastante.
Ricardo le sirvió agua, sacó los cubiertos del plástico que los envolvía y le acercó bien la mesa para que Ramiro tuviera que moverse lo menos posible. Y mientras el enfermo comía casi sin ganas Ricardo le hablaba.
–Sabés Ramiro, siempre me gustó la pelota, correr atrás de ella. Cuando era chico no pensaba en otra cosa, no me importaba la escuela, ni la familia, ni la tele. Y eso que me gustaba el Capitán Piluso, Los Autos Locos o la Pantera Rosa, pero lo que no podía era estar demasiado tiempo quieto. Si no aguantaba más, me levantaba de la silla, y como no me dejaban salir a la calle cuándo ya empezaba a anochecer, me iba al patio, agarraba la pelota “Pulpito” y empezaba a darle como un loco contra la pared. Después corría como podía por el poco espacio que había, haciendo de cuenta que estaba en medio de un partido de verdad, relataba mis jugadas imaginarias y siempre terminaba de rodillas gritando un golazo hasta que mi vieja me gritaba que deje de la pelota y me vaya a bañar porque ya era tarde y hay que cenar.
Ramiro escuchaba, pero no parecía muy entusiasmado con el relato. Por momentos miraba hacia el techo como preguntándole al cielo por qué tenía que sufrir este doble castigo, el de haber recibido una paliza y encima tener que aguantar que su verdugo le cuente cosas de su infancia.
En su interior sentía la culpa de haber hostigado tanto al hombre que ahora estaba sentado frente a él, pero no creía que debía pagar un precio tan alto por haber hecho algo que todos hacen cuándo se sienten estafados en sus propias caras.
–Me probé en varios clubes, y no quedé nunca. Todos los entrenadores me decían lo mismo: “Vos corrés mucho y sos veloz; pero el fútbol no es solo correr, la que tiene que correr es la pelota. Y con ella no te llevás muy bien”. Con el tiempo tuve que aceptar que lo que me decían era verdad, yo solo corría, no tenía técnica ni habilidad, me desconectaba de mis compañeros y del partido. Pero el fútbol tenía reservado algo para mí.
Ricardo hizo una pausa porque sintió un gemido por parte de Ramiro; era de dolor, aunque lo más probable era que el paciente ya no soportase más el relato. Con los ojos parecía pedirle que le siga pegando, y que cuándo haya saciado su instinto violento se vaya de una vez por todas.
Pero Ramiro tenía un incontrolable deseo de contar su historia. Era difícil decir si su intención era lograr el perdón por parte de la víctima o si él mismo buscaba perdonarse a través de sus propias palabras.
–Al final tenían razón, no iba a llegar nunca a jugador profesional. Pero iba a estar dentro de una cancha, corriendo por la raya. Por momentos cuando corro junto a la par de los jugadores que atacan, me creo que soy parte del equipo y a veces hasta pido que me la pasen, en voz bajita para que solo yo lo escuche. Si la jugada termina en gol salgo corriendo hacia la mitad de la cancha y lo grito por dentro. Mi juego consiste en sentirme parte de los de adentro y eso hace que el partido sea más pasable, porque después hay que soportar todo lo demás. No solo los jugadores que protestan, a esos se los tiene que aguantar más el árbitro principal; pero yo tengo que soportar a los hinchas que están pegados al alambrados. La verdad que nunca me tocó uno como vos. Todo el segundo tiempo nombrando las partes íntimas de mi hermana y de mi vieja cada cinco minutos. Me aprendí de memoria tu repertorio: Pelado, puto, gordo, ciego, rengo, ladrón, corrupto y cornudo. Lo tuyo iba más allá del partido, ni siquiera hubo jugadas dudosas y terminó empatado. Desde el primer minuto te la agarraste conmigo, y nosotros los jueces de línea somos las principales víctimas de insensatos como ustedes.
Cuando Ricardo empezó a hablar de lo que había sucedido aquella tarde en la cancha, Ramiro lo empezó a escuchar con más atención. Lo miraba de otra forma; quizás empezó a entender que después de todo, un poco tenía merecido el estar en la cama de un hospital recuperándose de una feroz golpiza.
Casi que quería hablar, pedirle perdón, pero entre los analgésicos que lo tenían un poco dopado y el dolor que todavía tenía en la boca no le hubieran salido las palabras; Ricardo también lo entendió así, lo adivinó en sus ojos; entonces se adelantó y antes de irse le dejó sus últimas palabras.
– No, no digas nada; no vine a que me pidas perdón. Soy yo el que te tiene que pedir perdón a vos. Nunca le pegué a nadie, pero cuando escuché tu voz no me pude contener. Quién iba a decir que vos eras maestro en el colegio donde va mi hijo y que justo te designaron para pronunciar el discurso de despedida de los chicos de séptimo grado. Encima con esa voz grave y un poco ronca tan reconocible. Por eso me saqué, yo no te conocía la cara. Vos estabas atrás del alambrado y yo nunca me doy vuelta para mirar a los que me insultan. Seguro no te acuerdes de nada porque quedaste inconsciente unos minutos: me hice pasar por hincha y te hice todo el verso de que te había visto en la cancha aquella tarde en la misma tribuna. Te vuelvo a decir, perdoname. Pero la próxima vez que discutas con tu mujer, o hayas pasado una semana mala en el trabajo, no te la agarres con un pobre tipo como yo, que alguna vez soñó ser el siete de la selección y terminó como un simple juez de línea.