Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)
Moe Mont, el pianista de jazz, estaba recostado en el pasto, en Tres Sargentos, a la vera de la Ruta 7. Había fumado y ahora se entretenía con un palito de hierba en la boca. Estaba tendido boca arriba y el sombrero le tapaba los ojos y lo salvaba apenas del sol rabioso. En su interior oía a Herbie Hancock y cada tanto se animaba a tararear la melodía.
Una que otra vez, algún auto que pasaba le tocaba bocina y él levantaba la mano como para avisar que todo estaba bien, que no parara, que seguí tu curso hermano quién te preguntó. Los Nieto llegaron al rato, ya tarde, promediaba la mañana cálida. Moe Mont creyó oírlos muy a lo lejos: venían cantando Evita Capitana, así, una y otra vez, dale que dale. Llevaban puesta la camiseta de Sarmiento.
-Será de Dios- pensó. -Estos tipos no cambian más.
Se puso en pie, sacudió el sombrero y se lo calzó. Escupió el palito verde y encendió un cigarrillo. La camioneta llegaba como si fuera vocera del apocalipsis o de la revolución. Era una Chevrolet Apache del setenta y pico, azul marino mate con una caja sin cúpula, abierta para conspirar al Cielo, que explotaba de bolsos y de mantas. Había un chanchito también. Un chanchito vivo, ahí suelto, que andaba.
-¡Qué hacés Moses! Mirá que sos misterioso, viejo, eh- saludó Nieto el menor.
-Nieto.
-Mont- saludó Nieto el mayor mientras se hacía a un lado y se ubicaba en el medio del asiento de una plaza.
Una vez que Moe Mont se acomodó, Nieto el menor arrancó y salieron.
-Metele que habemos tarde- apuró Nieto el mayor.
-Dale dale dale…- replicó el menor y pisó a fondo el acelerador.
Nieto el mayor manoteó el atado de cigarrillos y ofreció a la tripulación. Los tres prendieron. El menor recomendó tener cuidado con el tapizado.
-Sabés, Mont, hubo cambios en los planes- dijo, grave, Nieto el mayor.
-Te escucho.
-No está en mi naturaleza hacerme el misterioso pero aguantá que paremos en Chacabuco.
-Salen esas alpargatas, Moses- aclaró entusiasmado Nieto el menor.
-Cuánto rodeo, Nieto. Me hacés acordar a Gatsby.
-No será por la pinta…- lanzó Nieto el menor y los tres sonrieron.
-Falta poco, aguantá. No puedo participarte con el estómago vacío.
-Ey, hablo de Redford, no de Di Caprio- aclaró el menor mientras pegaba un volantazo para no agarrar un cuis.
-Seguro- convino Moe Mont y echó el humo y con éste se formó un corro de pulpitos que danzaron en la cabina durante unos segundos.
-Me encanta cuando hacés eso- dijo Nieto el menor, maravillado como un niño.
Moe Mont tiró el cigarrillo hacia la ruta y se acomodó como para seguir dormitando. En el movimiento vio a través del vidrio al cerdito en la caja. Se acurrucó, cubrió su rostro con el sombrero y habló al pasar.
-Hay un cerdito en la caja.
-Sí, sí, sí.
-No preguntes- advirtió Nieto el mayor por lo bajo.
-Jamás lo haría.
Nieto el menor apagó el motor en un paraje en Chacabuco y el cambio de clima despertó a Moe Mont.
-Llegamos- dijo Nieto el mayor.- Mont, arriba.
Bajaron. Nieto el menor acarició al cerdito y le advirtió sobre los peligros de huir. Entraron al boliche. No había nadie en las mesas. Apenas dos parroquianos en la barra. Nieto el menor pidió tres alpargatas y cerveza. Mientras esperaban, Moe Mont encendió un cigarrillo y dejó el atado en la mesa al alcance de los otros, que se sirvieron.
-¿Dónde está tu camiseta?- preguntó Nieto el menor mirando a Mont.
Éste se aflojó la corbata y desabrochó el cuello para que asomaran las tiras blancas y verdes.
-Me vuelvo loco- dijo el menor como disculpándose.- De todas maneras, no sé cómo se te ocurre venir a ver a Sarmiento de traje.
-Es la única prenda que tengo. No se me despega.
-Hablemos del plan. La cosa es así, Mont: en lo mejor del partido, cuando estemos ganando por clara diferencia -porque hoy se gana- vamos a copar la barra de Sarmiento y a tomar el poder.
-Eso lo cambia todo.
Llegaron los sánguches y la cerveza y los tres se hicieron los otarios por un momento.
-Sigo- dijo mientras Nieto el menor ya le entraba al matambre. Acá con mi hermano tenemos motivos para pensar que nosotros podríamos comandar mejor la facción. Llegar de otra manera a la gente, a los dirigentes, al plantel… Vos me entendés.
-Esto es un espectáculo- intervino Nieto el menor con la boca llena.
Moe Mont admiraba el tamaño de la alpargata bien cargada cuando se animó a hablar.
-Me tendrían que haber avisado. No sé si quiero participar. Pensé que veníamos a ver a Sarmiento.
-Pero sí, hombre. A eso vinimos. A ver a Sarmiento. Y a tomar la barra- aclaró Nieto el mayor.
-Me bajo.
-No me hagas esto, Mont. Nos la debés.
-Es cierto.
-Nos la debés, Moses- repitió Nieto el menor.- No seas chiquilín.
-Bueno- irrumpió el mayor.- Se hace. ¿Se hace?- interrogó al pianista.
-Se hace.
Los Nieto alzaron los jarros y esperaron a Moe Mont para brindar. Bebieron.
-Voy a necesitar los detalles- dijo y se limpió la espuma con el dorso de la mano.
-Cuando reanudemos el camino.
Moe Mont, resignado, comió mientras recitaba en arameo algo que los macanudos podrían haber confundido con un rezo. Cuando hubieron terminado, apuraron la cerveza y Nieto el mayor pagó. Su hermano dejó de propina una foto cuatro por cuatro con su mejor sonrisa. Nieto el menor sacó una manzana del bolsillo del vaquero y se la dio al cerdito. Ya en la cabina, el mayor le preguntó si tenía más.
-¿Red o Granny?
-La que venga.
-Tengo banana también.
-Dame algo.
-Tomá- dijo y le alcanzó un damasco que sacó del otro bolsillo.
-Gracias.
-Moses, ¿querés fruta?
-No.
-Esperá, esperá.
Nieto el menor estiró el brazo derecho hacia la pantorrilla y sacó de la media un puñado de quinotos.
-Tomá, Moses. Naranjo enano. De la huerta de casa. Te volvés loco.
-Gracias, Nieto. Qué dulce de tu parte.
Mientras comían fruta y la camioneta avanzaba, Moe Mont recordaba la conversación que había mantenido con Enrique Lambert el poeta unos días atrás. Habían estado tomando cerveza en el patio de un bodegón y fumaban para aligerar la tristeza y un algo como el miedo a la desolación de andar vivos.
Decime, Lambert: si el universo -si tuviera que escribir la palabra, ¿debería usar mayúscula?-… Como gustares, es una cuestión de estilo, según qué quieras decir; a veces sí la escribo con mayúscula, a veces me siento tan nimio que siento que debería escribir toda palabra con mayúscula menos mi nombre; otras veces me guardo todo lo que existe en el bolsillo y soy una deidad, un numen… Un numen, qué lindo eso. Bueno, entonces, si el universo no tiene centro pero yo encontrara a alguien a quien me gustaría ubicar allí, vos me entendés… ¿Estás hablando de Dios o de una mujer? No me digas, sé a qué te referís… Gracias. Qué comprensivo estás hoy… Seguí, por favor… Bueno, si entonces no hay centro pero se me antojara un día crearlo, con un acorde, ponele, un acorde mayor, estridente, largo, cargado de tensión y comenzara desde ahí a nombrar, a dar vida, mecanismo, orden, si pusiera en ese centro a Dios o a la percanta y compusiera un universo nuevo desde ese centro nuevo… ¿Tu dios y la percanta están al mismo nivel? ¿O acaso decís así para los fines de que la conversación avance amena, solidaria? Como quiera que sea, te voy siguiendo…
En la concentración del pensamiento Moe Mont volvió a dormirse pero ello no le impidió continuar con la evocación. Me gustaría comerme una estrella y deglutir un diamante, darle un nuevo orden al cosmos, regalarle a la persona que no me falta pero que tampoco está una armonía celeste, de cuerpos celestes, ¿me explico, Lambert? ¿Alguna vez has masticado una estrella? ¿Alguna vez… Es como hacerle el amor a la mujer que a uno lo hace sentir culpable por abandonarlo todo o por pensar en abandonarlo todo, lo que es verdaderamente importante se desvanece y se vuelve una carga, la vida es un obstáculo, todo es un compromiso irreductible y despreciable y uno empieza a sentir ese asco de sí mismo… El mundo está mal hecho, Lambert. Hay que hacer algo… Ese algo, que no sé qué es, a veces es un imposible y uno queda como inerme ante la inmensidad, ante la eternidad de la que alguna vez se mofó. Fumemos mejor, estás ya por despertar y les espera una tarde de fútbol más que prometedora. Ojalá -debo hallar otra palabra, maldita sea- pudiera yo acompañarlos pero tengo que encontrar un verso para cerrar un soneto que me tiene a mal traer… Reitero: el mundo está mal hecho…
Moe Mont despertó con el grito de la hinchada de Sarmiento que, envalentonada, festejaba el primer gol recostado sobre las gradas envuelto en una bandera de verde con vivos blancos. Andaba confundido y sin saber a cuál plano ponerle el mote de vigilia -en realidad pensó la palabra “realidad”- y cuál el de sueño. Ya era de noche y las luces del estadio se habían prendido.
La luna, en un cielo despejado y de cobre, sólo se estaba, como acostumbrada, casi llena, vaticinante. Lo primero que se le vino a la mente fue no tratar de averiguar de qué manera había llegado hasta allí. Los Nieto, para no mentirle, no le dirían nada.
Se puso de pie a la vez que se esforzaba por volver a la realidad del presente. Se abrazó con el tipo que tenía más a mano y también él gritó el gol. Buscó a los Nieto. Ni rastros. Siguió gritando y cantando. No se privó de lanzar algunos improperios contra el nueve de Boca Juniors que amenazaba la red de Sarmiento como un autómata. Quizás le hizo un gesto a lo Rattín pero no sé asegurarlo. A pesar de la ventaja, el equipo de Junín era asediado por el Xeneize y se le venía encima. Mont giró para tratar de hallar a sus compañeros.
Tardó unos minutos en divisarlos allá arriba, en la turba, discutiendo con los capos de la barra. Casi se lamentó de haberlos acompañado. Con los Nieto nunca se sabe. Las cosa suele desmadrarse si ellos están involucrados. ¿Cuáles serían los detalles del plan? Se había quedado dormido y evidentemente se los había perdido y ahora estaba en la tribuna de Sarmiento alentando al equipo que le ganaba a Boca 1-0. Hizo un esfuerzo por serenarse.
En eso estaba cuando el extremo derecho del club de la ribera desbordó y llegando casi a la línea inventó un centro que le juro no se podía y mandó la pelota con rosca al punto penal para que el centrodelantero la agarrara de un frentazo límpido y la mandara a guardar. Nada que hacer para el guardameta. El banco de Boca explotó de júbilo, el de Junín reventó de rabia, la gente se volvió loca y Mont, instintivamente, buscó a los Nieto allá arriba, otra vez. El mayor le había metido una mano gruesa en la jeta al capo de la barra y ya lo tomaban por la espalda tres hinchas que eran inmensos y poco amigables; otro se le venía con un palo para romperle la cabeza. Nieto el menor se había fabricado un paréntesis para pelar un caramelo masticable cuando sintió el gol de Boca y automáticamente lo gritó. Tiró el caramelo a medio desenvolver al diablo y gritó más y se quitó la camiseta de Sarmiento para mostrar debajo la azul y oro. Su hermano se zafó de los gorilas e hizo lo propio.
Cuando Moe Mont contempló la escena como un fresco en movimiento supo que pensar no era una buena opción. Los Nieto le buscaron los ojos desde lo alto con una sonrisa, seguían festejando el gol de Boca. El mayor ya tenía un corte en la ceja y casi no podía pisar con el talón derecho. Mont los vio bajar estrepitosamente y a los saltos. Una avalancha. Sintió que había que hacer algo y lo hizo. Encendió un cigarrillo con parsimonia como si el tiempo transcurriera más lentamente. Podía verlo todo a otro discurrir, como un numen.
Echó el humo. Respiró hondo. Con una mano barrió el aire y las luces del estadio se apagaron. Pasados unos instantes, la claridad de la luna alumbró lo suficiente como para el beso o el escape. Los Nieto corrían: dos manchas azul y oro perseguidas por hordas blanquiverdes. Cuando le pasaron cerca, el mayor le gritó que los siguiera hacia la camioneta. Los tres se metieron al campo del Eva Perón. La gente empezó a ingresar también. La policía no daba abasto. El cuarto árbitro hacía la banda en calzoncillos sabe Dios por qué razón. Fue un desastre. Cruzaron el césped hacia las gradas de enfrente, vacías. Antes de desaparecer, Moe Mont se detuvo, envuelto en la bandera de Sarmiento, miró al cielo, alzó la mano y se guardó la luna en el bolsillo del saco. Ahora sí, la oscuridad total les permitió salir.
Subieron a los tumbos a la camioneta y Nieto el menor la puso en marcha, cruzó el brazo a través de la ventanilla trasera de la cabina para comprobar que el cerdito seguía vivo en la caja y salió arando.
-Devolveme la luna, Moses, que no tengo luces.
-Momento- dijo mientras moldeaba el satélite con las manos como si lo acariciara, como si sobara a un cachorro neonato que no respira- No es tan fácil.
-¡Cómo que no es tan fácil! ¿Qué querés decir? ¡Necesito luz!
-Necesitamos luz, Mont- intervino Nieto el mayor.
-Dame un ratito. Vos seguí- dijo y continuó abstraído en la ceremonia.
Agarraron un pozo y soportaron el cimbronazo.
-¡Moses!- gritó Nieto el menor consciente de que los estaban siguiendo aunque no se viera nada.
Moe Mont pareció dar los toques finales, se acercó la diminuta luna a la boca y le exhaló un suspiro que fue un hálito. Puso el satélite en su lugar, encendió un cigarrillo y se arrellanó en la butaca.
-Gracias, Moses- dijo Nieto el menor, enojado.
Mont, con los ojos cerrados, sintiéndose ya seguro, sentenció:
-La luna es caprichosa en Junín.