Por Diego Tomasi (@DiegosTomasi)
Se dice que a Leonardo Páez, el escritor de radioteatros, le interesaba una sola cosa: que sus personajes fueran verosímiles. No la fama, el dinero o el prestigio —y ciertamente tuvo las tres cosas—. Ni siquiera el amor —en el que casi nunca le fue bien—. Quería que las personas que creaba llegaran al público como si en efecto existieran.
Trabajó en varias emisoras regionales hasta que lo contrató la gran Radio Quito. Y fue un suceso. Las familias se reunían alrededor del aparato para escuchar los radioteatros que él escribía. Lloraban si una pareja dejaba de amarse, reían con las travesuras de los niños que él había inventado. Hasta mandaban flores a los estudios de la radio cuando uno de los personajes moría.
A mediados de la década del cuarenta, Leonardo Páez pensó en apostar a más. Aburrido de las ficciones costumbristas, empezó a trabajar en textos policiales. Fue un movimiento arriesgado, en el que se jugó el valor de lo único que le importaba. La apuesta funcionó. Lo verosímil seguía estando ahí, intacto. Hubo gente que fue a la comisaría para dar información que pudiera ayudar a resolver los crímenes que él escribía.
El 30 de octubre de 1938 la CBS estadounidense había emitido un programa que resultó ser un hito de la radiofonía: una adaptación sonora de la novela La guerra de los mundos, de Herbert George Wells, en la que se narra una invasión alienígena a la Tierra. El guionista y director que llevó el libro a la radio se llamaba Orson Welles. Leonardo Páez se enteró de esa transmisión un tiempo después, y supo enseguida que ese era su destino. Él tenía que ser quien escribiera una versión radial en la que los extraterrestres atacaran la capital ecuatoriana.
Es 12 de febrero de 1949. Suena una canción, y de repente un reporte informativo interrumpe para dar alerta: algo anda mal en el cielo. Al principio se cree que una explosión solar amenaza a la Tierra, pero enseguida se advierte que se trata de naves llegadas desde otro planeta. El pánico se extiende primero entre los oyentes de la emisora y después en toda la ciudad.
En los estudios de Radio Quito aparecen las autoridades para contar con detalle qué está pasando y para invitar a la población a defenderse ante el ataque alienígena. Es todo parte de la ficción, pero la ciudadanía responde al llamado. Un rato después, cientos de personas están en la puerta de la radio a la espera de respuestas. Alguien prende un primer fuego, y después es imitado. Al final de la jornada el incendio se cobra seis vidas.
Leonardo Páez, el escritor de radioteatros, había llegado al punto máximo de su búsqueda: había provocado una tragedia, sí, pero con el objetivo alcanzado. Había hecho pensar a miles de personas que su historia falsa, su propia guerra de los mundos, era verdadera. Tan verosímiles eran las palabras que había tipeado con sus propias manos que la gente había estado dispuesta a morir por ello.
Los años siguientes fueron de gloria y aburrimiento. A Leonardo Páez le pagaban el precio que pidiera por escribir historias que volvían locos a los oyentes pero que para él ya no eran un desafío. Así que, en sus últimos tiempos, decidió cambiar una vez más. Y empezó a escribir partidos de fútbol.
Radio Quito —donde permaneció a pesar de las atractivas ofertas de emisoras privadas, inclusive de otros países— dejó de transmitir el torneo local y pasó a poner al aire solamente los partidos que Leonardo Páez escribía. Si uno se asomaba por la ventana de cualquier edificio de la ciudad se podía escuchar cómo se gritaban los goles y cómo eran insultados los árbitros que él había creado.
La preocupación por ser verosímil había devenido en obsesión. Leonardo Páez forzaba cada vez más los límites de lo creíble para ver hasta dónde llegaban los directivos de la radio, hasta dónde la fe de los oyentes.
Propuso la historia de un corredor olímpico que decide dedicarse al fútbol y se convierte en goleador del campeonato porque nadie puede alcanzarlo; mellizos que patean la pelota al mismo tiempo, uno con su pierna derecha y el otro con la izquierda, y superan al arquero por el extraño efecto del tiro; y un campo de juego que esconde trampas para que los jugadores tropiecen, caigan o directamente sean víctimas de un suelo que se hunde cuando están a punto de patear. Todo aprobado por Radio Quito, todo vitoreado por la audiencia.
Un día, ya viejo, Leonardo Páez, el escritor de radioteatros, estaba frente a su máquina de escribir y sintió un ardor, un impulso. Escribió y escribió las características del nuevo personaje que había diseñado. Le pareció su obra máxima. Mejor que La guerra de los mundos, mejor que sus antiguos policiales. Estas son las notas que tomó, conservadas en el Museo de Radio Quito:
Un arquero. Puede ser uruguayo o brasileño argentino. Tiene un nombre común pero un apodo inolvidable (PENSAR BIEN CUÁL. VER SI ES EL DIMINUTIVO DE UNA PALABRA QUE SE USA PARA OTRA COSA, PROBABLEMENTE INFANTIL).
Pasa por demasiados equipos. Nadie lo quiere. Se va a jugar a Europa siendo muy joven. Se lesiona el arquero titular y él termina atajando. Pero lo dan a préstamo a otro equipo menor.
Ataja tan bien que lo llaman a la Selección Nacional. Nadie lo conoce. Ataja penales después de decir cosas hirientes a los ejecutantes. Sale campeón. Los hinchas lo aman. Los rivales lo odian. Los niños llevan su camiseta todo el día, en cualquier circunstancia. Usa el número 1/12 23. Cumple su sueño de ir al mundial. Otra vez ataja penales (varios). Pone tan nerviosos a los pateadores que hasta logra atajar con la vista (¿DESPUÉS DE ATAJAR BAILA?).
En la última jugada del partido final su pierna izquierda salva la pelota imposible. Campeón del mundo.
No se conforma. Quiere seguir ganando. Su mentalidad es más importante, casi, que su cuerpo. En el peor momento, en el más oscuro de su equipo, se mantiene inconmovible. Ataja dos penales más (¿DA UNA ALEGRÍA ÚNICA A UN PUEBLO QUE YA NO SABE CÓMO ABRAZARSE? —PENSAR BIEN).
(CONTINUAR)
Leonardo Páez, el escritor de radioteatros, cometió el error de mostrar estas notas antes de que estuvieran terminadas. Los directivos de Radio Quito, con pena en los gestos por estar ante la decadencia de alguien que había sido tan grande, se limitaron a decir las palabras que el autor nunca hubiera pensado escuchar: “Esto no es verosímil, Paéz. Este personaje no es real. No puede serlo”.
Se dice que Leonardo Páez se murió con la certeza de que había fracasado.

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