Por Sebastián Pujol (@seba_del83)
El tipo de pelo largo y camiseta de River no le dio mucha opción. El flaco se negó con firmeza, pero tuvo que ceder, aunque no tuviera ropa adecuada.
—No pasa nada, jugamos con arquero volante— intercedió Eduardo. El de pelo largo lo apartó con el brazo sin decirle nada.
Eduardo lo había visto entrar al club y pensó en salir corriendo, pero el flaco iba solo y no tenía por qué saber que él lo tenía junado. Sus compañeros de la básica le dijeron miles de veces que era una pelotudez ir a jugar a la pelota.
Se lamentó en voz baja y siguió jugando. El partido estaba lindo. No dejó nunca de pispear al flaco que se sentó a mirar el partido en uno de los corners, cerca del bolso donde tenía el fierro. Y para colmo de males, a los quince minutos uno de su equipo se lesiona solo, corriendo a cortar una bocha fácil en mitad de cancha.
El flaco dejó la campera negra de cuero sacó su billetera de uno de los bolsillos y entró al campo de juego. Tenía puestos unos jeans azul oscuro y zapatillas negras.
—¿Con esa ropa vas a jugar?— le dijo Eduardo. El flaco lo miró con desprecio. Le pareció que en el fondo tenía ganas de entrar. Eduardo comentó que quizás lo mejor sería cambiar los equipos para que fuera más parejo.
La semana pasada le habían estado siguiendo los pasos con Patricio. A este mismo flaco y a otro tipo alto, un poco más viejo. Tres días seguidos los esperaron cerca de una entrada de Campo de Mayo. Unas horas después, salieron y se metieron con un auto negro en una casona vieja de San Miguel. A la mañana el recorrido fue en sentido contrario.
Eduardo y Patricio no sabían cuál era el motivo por el que los tenían que seguir. Habían bajado la orden a la básica y ellos la cumplieron durante los días en que les tocó. Mabel había dicho que esos tipos eran los que habían agarrado a Mauro y al Zorro en Florida. “Es de la Triple A”, le dijo Mabel.
Lo peor es que el tipo era bueno. Recibió la pelota y lo buscó a Eduardo para dársela. Se la pasó más fuerte de lo que ameritaba la jugada. Eduardo, que no podía sacarse de la cabeza lo que le había dicho Mabel, descargó con el arquero.
Ese hijo de puta era el que se había llevado a Mauro y al Zorro. Al menos si jugaba en el equipo contrario podía intentar romperlo.
En un momento del partido, Eduardo bajó a buscar la pelota, descargó en un compañero y picó. El pibe se la dio al flaco, al hijo de puta este. Paró la pelota y cuando le salió a marcar un contrario lo dejó desparramado y se la tiró a Eduardo, que la bajó de pecho y le pegó de sobrepique. El arquero no llegó a salirle. La pelota pegó en el travesaño y entró.
No pudo festejar el gol. No tendría que haber recibido el pase. Por un momento se había olvidado de todo. Había llegado a la puerta del área. El arquero era bueno, le había sacado varias pelotas. Además, iban dos goles abajo.
El problema empezó cuando en la jugada siguiente hicieron una pared en la puerta del área. Porque antes no habían festejado. Eduardo había vuelto a mitad de cancha cabizbajo, sin mirar a nadie. Pero en esta jugada, el flaco que se había presentado ante sus compañeros con el nombre de Juan José, seguramente un nombre falso, le dio un pase a Eduardo y se desmarcó para buscar la devolución de la pared adentro del área.
Este flaco, el hijo de puta que había asesinado a dos de sus compañeros, unos pibes bárbaros, jóvenes, que habían dejado todo, familia, estudio y un futuro prometedor para entrar en la clandestinidad y jugársela por la liberación de la patria, este malparido fue a buscar el pase. La jugada terminó en gol y cuando volvían a mitad de cancha el flaco sonreía. Se acercó a Eduardo y sin mirarlo alargó la palma de su mano derecha para que Eduardo estrelle la palma abierta de la suya encima.
El partido continuó durante quince minutos más y fue de ida y vuelta. En la última jugada estaban igualados. Afuera de la cancha, dos equipos nuevos se disponían a entrar. El tipo de pelo largo y camiseta de River avisó que era la última jugada.
La última jugada fue bastante trabada. Con más fuerza que habilidad el flaco se sacó a dos jugadores de encima. Si alguien se hubiera quejado, podrían haber cobrado falta. Nadie dijo nada. Los dos rivales quedaron en el piso. Levantó la cabeza y lo dejó solo a Eduardo frente al arco, que la colocó abajo, despacio junto a un palo. Fue entonces que Eduardo se dio vuelta para festejar y casi que se chocó con el flaco de la Triple A, al que le resplandecían los ojos de felicidad.
En ese momento, como si no hubiera nadie más adentro ni afuera del campo de juego, como si no existiese el imperialismo, ni Perón, ni López Rega, ni Montoneros, ni Evita, ni Isabel, ni la Triple A, ni los milicos, ni los compañeros, ni la patria, ni la revolución, ni Mauro ni el Zorro, ni el fierro que tenía en el bolso, ni un carajo, se abrazaron en el punto del penal mientras saltaban y festejaban el gol agónico que les daba la victoria frente a un montón de desconocidos.
Eduardo había hecho una pelotudez. Había pedido permiso para volver a su barrio, al club donde jugaba cuando era pibe y esperar a que a alguno de los equipos que jugaban les falte uno para sumarse, cagándose en todo, en sus compañeros y en la causa. Todo por volver a patear una pelota. Sin embargo, mientras duró el abrazo nada de eso importó.
Después se sentaron en el buffet y circularon algunas botellas de cerveza. El flaco se puso su campera y muy serio se despidió de todos en general. Eduardo pensó que lo mejor sería esperar. Después de un rato agarró su bolso y salió. Dio un rodeo de algunas cuadras. Hacía más de un año que no caminaba por aquellas calles. Pensó en pasar a saludar a sus viejos. Lo mejor sería asegurarse que nadie lo seguía y tomarse el Belgrano Norte hasta Munro.
En la estación había poca gente. Una parejita que se besaba contra una columna y un tipo con un portafolio. Bajaría en Munro y caminaría hasta la casa en la que convivía con otros cinco compañeros. Ya imaginaba lo que le diría Mabel cuando lo viera llegar transpirado y vestido como estaba. Patricio estaba en Capital, en una reunión con unos compañeros de una universidad junto con otra gente de Zona Norte. Nunca le contaban demasiado a Eduardo sobre esas reuniones, pero imaginaba que no era nada demasiado importante. Lo mejor sería que Patricio nunca se entere de que había pedido un permiso para ir a jugar a la pelota, aunque a los dos les gustaba el fútbol y los domingos prendían la radio para enterarse del resultado de los partidos.
Se subió al tren en uno de los últimos vagones. Seguramente tendrían que cambiar de casa cuando se enteren de que el flaco este de la Triple A lo siguió. Evidentemente, ya los tenían junados. Lo mismo había sucedido cuando cayeron Mauro y el Zorro. El tren arrancó. Tres tipos vestidos de negro entraron a la estación y corrieron hasta subirse en el estribo del vagón. El tren ya había agarrado velocidad cuando Eduardo los vio subir. El vagón estaba casi vacío. El primer impulso fue correr. Cuando miró para atrás, el flaco con el que unos minutos antes se había fundido en un abrazo sincero, festivo, casi fraternal, iba al frente. Cambió de vagón. Abrió una de las puertas y bajó un pie al escalón del estribo.
Entraba un viento frío que le alborotaba el pelo. Si saltaba ahora caería sobre matorrales. Esperó a que entrasen al vagón, sacó el fierro y disparó. El flaco, que venía con el arma en la mano, vio venir el proyectil y lo gambeteó. Se apoyó en su pierna derecha y sacó el cuerpo hacia la izquierda. La bala hizo estallar un vidrio.
“Mierda que es bueno el hijo de puta”, pensó Eduardo. Y saltó sobre los matorrales.
Mientras corría con el arma en la mano, cojeando de una pierna y lleno de raspones, se lamentaba pensando en que por un tiempo largo no volvería a jugar a la pelota.