Hay que prohibir el fútbol

¿Qué sería de nosotros si la pelota no rodara cada domingo?

Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)

La señora mayor, entre mate y mate, insiste -olvidada por un rato de sus dolores, de sus pesares, de su reuma o de su artrosis- y advierte a los presentes que entonces el fútbol es una gran máquina de la anestesia, que con el fútbol nos duermen, nos drogan, nos domestican, nos engañan, nos conforman. Que con la situación actual del país no podemos como sociedad darnos el lujo de consolarnos con la falacia de veintidós tipos corriendo tras una pelota. Que la “actual” (comillas mías) situación socioeconómica, política, que la crisis, que la grieta, que la inseguridad, que el narcotráfico, que los medios, que la decadencia de las instituciones, que las elecciones, que las campañas mentirosas, que la salud y la educación… En fin, que cómo podemos permitir que el fútbol ocupe el centro de nuestra atención, que hay que prohibirlo.

La señora mayor dice que hay que prohibir el fútbol. Alguien en la mesa, con un vigilante o una medialuna de grasa en la mano, casi que va siendo convencido. Quizás asiente con la cabeza, la boca llena. Pero hay otro alguien, un participante de la tertulia, un hombre o una mujer, un trabajador o una trabajadora que, habiendo almorzado y estándose en la sobremesa larga del mate y las facturas, oye, escucha. Y calla.

Sabe que la vida es dura, mentirosa, ruin y se pone a pensar en cuántas personas como él o como ella esperan con una avidez indecible el domingo -o el día que toque- para alcanzar una alegría. Y la alegría, entiende sin haberse puesto a pensar demasiado, va más allá del triunfo de su equipo, mucho más allá.

La alegría, entonces, tiene que ver con la previa, con los pormenores de la antelación, con el disfrute del juego, con los colores, con ver esos colores que se sienten propios, irrumpir en el estadio ante los vítores -que bien pueden convertirse luego en insultos o desaprobaciones en forma de silbido-, con la nostalgia, con la expectativa de un futuro demasiado inmediato, con la pelota que rueda.

En medio de constantes injusticias que no son intrínsecas de la Argentina sino del mundo, hay gente -mucha gente- que encuentra en el fútbol un instante -tiempo detenido- de felicidad. Son noventa minutos de éter: no hay oxígeno, no hay reloj, no hay patrón, no hay dólar, no hay inflación. Hay alegría, euforia, jirones de pasión.

Muchos, muchas, saben, sienten que durante un rato son parte de la hazaña. El fútbol no es una distracción ni un opio de los pueblos. El fútbol es la esperanza. Y hay un populoso sector de la sociedad que necesita esa esférica esperanza para sobrevivir, en este fárrago indigno, una semana más.

Alguien en la mesa dice cualquier cosa, sin pensar. La señora sigue despotricando contra el fútbol. La ligan Maradona, por supuesto, y hasta don Julio. Todo pasa. Una muchachita que anda por ahí, que pensaba en el novio o en comprarse un pantalón nuevo, se lleva la mano al hombro izquierdo -cubierto por la ocasional manga- y acaricia la Copa que levanta un tal Juan Román.

Prohibir el fútbol… Pero por favor… Hay esperanzas que no se pueden matar.

Imagen: loquepasa.net

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