Por Emiliano Rossenblum (@emirossen)
Desde 1960 se han jugado 15 ediciones de la Eurocopa (la que empieza en estos días será la decimosexta), y muchas de ellas han tenido finales que quedarán grabadas eternamente en la historia del deporte. Algunas han terminado coronando al equipo revelación, y otras le han ratificado la superioridad de todo un grupo de jugadores sobre el resto. Sin embargo, solo una logró llegar a un nivel de simbolismo inigualable: la final de 1976.
Es importante situarnos en contexto, ya que las dos selecciones habían recorrido sendas muy diferentes para llegar a este partido. Alemania Federal era la mayor potencia de la época al menos en cuanto a resultados, y había ganado con autoridad la Eurocopa 1972 y el Mundial 1974 apoyada en una generación excelente de futbolistas. A pesar de que muchos de ellos no llegarían a participar en las fases finales de esta Eurocopa, su técnico Helmut Schön todavía podía darse el lujo de alinear a algunos jugadores de primerísima calidad.
Del otro lado estaba la fantástica Checoslovaquia, uno de los equipos más icónicos de la época. Pese a que no habían logrado siquiera clasificar a la Eurocopa anterior o al Mundial ‘74, poco a poco fueron creciendo dentro del torneo de la mano de una de las mejores camadas (si no la mejor) de su historia.
En ese momento la fase de grupos y los cuartos de final eran a ida y vuelta, ya que solo las semifinales y la final tenían sede fija. Por lo tanto, implicaba viajar a los diferentes países a los que se debían enfrentar y luego recibirlos en territorio propio. No era posible hacerlo todo en un mismo mes, sino que el torneo tardaba más de un año en terminarse.
La selección checoslovaca se vio beneficiada por ello: le había tocado el “grupo de la muerte” y arrancó siendo vapuleada por Inglaterra en Wembley, pero seis meses después dio un golpe sobre la mesa y goleó 5-0 a Portugal. Ese fue un punto de inflexión, la inyección anímica que necesitaban para confirmar su potencial. Dieron la sorpresa al clasificar, y la de Inglaterra terminó siendo su única derrota en el torneo.
El solo hecho de pasar a semifinales parecía un sueño, pero tenían doble motivación. El estadio Tehelné Pole se llenó para ver la victoria 2-0 sobre la Unión Soviética, que menos de 10 años antes había comandado la invasión a su territorio y todavía los mantenían bajo control indirecto. Un mes después, confirmaban la hazaña al empatar en Kiev; estaban en semifinales de la Eurocopa contra todo pronóstico.
Sin embargo, todavía no los tomaban en serio. Eran vistos como los más limitados de las cuatro selecciones semifinalistas y se enfrentaban a la Holanda de Cruyff y Neeskens, pero lograron sobreponerse y en un partido que tuvo todo tipo de emociones terminaron eliminando a la “Naranja Mecánica” en tiempo suplementario.
Alemania Federal naturalmente tuvo una primera fase más tranquila, y los problemas serios recién llegaron en cuartos. España le hizo partido en la ida, y en la vuelta solo un par de errores arbitrales inclinaron la balanza hacia el lado teutón. La siguiente ronda los emparejó con los anfitriones; se había decidido que Yugoslavia fuera sede de las semifinales y la final.
Los “plavi» convirtieron dos goles en el primer tiempo, y muchos pensaron que el partido estaba liquidado. Craso error. Heinz Flohe recortó distancias, y Dieter Müller empató a 10 minutos del final. Los hinchas yugoslavos no daban crédito a lo que veían. Como si fuera poco, el alargue siguió la misma tónica; cuando todos ya pensaban en los penales, Dieter Müller volvió a aparecer para facturar por duplicado en los últimos cinco minutos y llevó a Alemania Federal a su segunda final de Eurocopa.
Cuatro días después, llegaba el momento de la final. El estadio del Estrella Roja en Belgrado, también llamado “Pequeño Maracaná”, recibía a dos equipazos en un estado de forma altísimo. De un lado estaban Ivo Viktor, Anton Ondruš, Karol Dobiaš y Zdeněk Nehoda como figuras, siendo los primeros tres top mundial dentro de su posición. Incluso en ese año Viktor, con 34 años, saldría tercero en la votación para el Balón de Oro. Por supuesto, del otro lado no se quedaban atrás: Franz Beckenbauer, Sepp Maier y Berti Vogts eran las caras conocidas (Beckenabauer no necesita presentación, Maier es uno de los mejores arqueros de la historia y Vogts lo mismo pero como lateral derecho), ahora respaldados por otros grandes jugadores como Herbert Wimmer o Bernard Dietz.
El partido parecía inclinarse hacia los teutones al principio, hasta que a los 8 minutos el rebote de un disparo peligrosísimo le quedó servido a Nehoda. Con Maier vencido, fue cuestión de tirar un centro raso hacia atrás para que Ján Švehlík -un delantero bastante intrascendente y limitado- inmortalizara su nombre en la historia de la Eurocopa.
Entonces sí se hizo más efectiva la dominación de los alemanes, aunque era poco productiva. La contundencia que les faltaba la tuvo su rival. En una de sus pocas llegadas claras, luego de un rechace de Beckenbauer Dobiaš controló y metió un zurdazo al segundo palo que Maier no pudo alcanzar.
No hubo mucho respiro. Tres minutos después, Alemania Federal finalmente pudo reflejar en el resultado su superioridad futbolística luego de que Dieter Müller rematara un centro de Wimmer y venciera a Viktor. No se conformaron con eso. Renovaron energías y empezaron a atacar más aún, dejando a Checoslovaquia sin más opción que ceder metros.
El segundo tiempo empezó más caótico. No obstante, con el paso de los minutos Checoslovaquia volvió a retrasarse como en la primera parte y apostó todo a algún contraataque aislado, con la diferencia de que en este caso defendió peor. Ivo Viktor (cuyo primer tiempo ya había sido descomunal) y el azar muchas veces impidieron el empate.
Poco a poco la frustración fue llevando a Alemania Federal a atacar cada vez peor, pero nadie podía olvidarlo: eran alemanes. Tienen esa mística, esa suerte especial para los últimos minutos. Esta vez se personificó en Bernd Hölzenbein, que, faltando menos de 30 segundos, aprovechó una mala salida de Viktor (el único error del arquero en todo el partido) para cabecear un córner y mandar el partido al alargue.
Ni siquiera el cansancio físico hizo que Alemania Federal dejara de atacar. Los checoslovacos, por su parte, solo aspiraban a mantener la pelota y no fundirse totalmente. Les sirvió para aguantar esa media hora, aunque su arquero tuviera bastante trabajo. Llegaban los penales. Hasta hoy sigue siendo la única Eurocopa definida por penales.
Los primeros 4 de Checoslovaquia, adentro. Bonhof, Flohe y Bongartz hicieron lo propio para Alemania Federal. El cuarto le tocaba a Uli Hoeneß. Se lo veía decidido, confiado. Sabía adónde iba a patear. Fuerte, arriba y al centro. A asegurarla. Pateó, y su cara de horror mientras la pelota subía y subía su altura por sobre el travesaño lo dijo todo.
Todo quedaba en manos del número 7 checoslovaco. Si lo hacía, ganaban. Él también ya tenía pensado qué hacer. Y lo hizo. Maier se tiró hacia su izquierda mientras el botín tocaba suavemente la pelota, que hizo una parábola casi en cámara lenta hasta caer sobre la red.
Antonín Panenka había inventado el penal a lo Panenka, lo que acá llamamos picar un penal.
La rebeldía de patear el penal así, contra “los que siempre ganaban” era de alto contenido simbólico. La estética de las camisetas embarradas, la televisión a color que permitía verlas de una manera “nueva”, no era más que un fiel reflejo de que en Europa las cosas estaban cambiando. La Revolución de los Claveles en 1974 había terminado con la dictadura en Portugal, y España estaba en la transición pos-Franco. La juventud se reunía a bailar ABBA y Elton John.
Mientras tanto, toda Checoslovaquia estaba de festejo. Habían ganado la Eurocopa.