Por Emiliano Rossenblum (@emirossen)
Hace algunos años nos venimos acostumbrando a que el formato de la Copa América cambie cada dos por tres sin sentido ni coherencia. No siempre fue así. La primera Copa América -en realidad, hasta 1975 se llamó Sudamericano de Naciones- se jugó en 1916, y desde un principio se la concibió como un torneo de todos contra todos muy simple: el que hace más puntos sale campeón. Así se mantendría durante casi seis décadas, durante las cuales solo 3 veces salió campeona una selección que no fuera Argentina, Brasil o Uruguay. Una de esas raras ocasiones marcó a fuego a toda una generación de futbolistas; la edición de 1953 tiene una página especial en la historia del fútbol sudamericano.
Perú fue elegido como sede, aunque la organización corrió a cargo de Paraguay. Hubo ausencias notorias: Colombia no pudo participar por una sanción de la FIFA, Venezuela todavía no se había integrado a la CONMEBOL y Argentina desistió sin dar demasiadas explicaciones como parte de una política algo ambigua de aislamiento deportivo.
Curiosamente los uruguayos, campeones del mundo solo tres años antes, no eran considerados máximos candidatos. En cambio, quienes perdieron contra ellos en el famoso “Maracanazo” sí lo eran, y más aún teniendo en cuenta que eran campeones vigentes. Hablamos obviamente de Brasil, que había ganado el Sudamericano 1949 con la mayor victoria en la historia de las finales de Copa América, un categórico 7-0 a Paraguay.
En efecto, el inicio del torneo confirmó las predicciones. 8-1 a Bolivia, 2-0 a Ecuador, 1-0 a Uruguay. A falta de 3 partidos parecía inverosímil que alguien lograra alcanzarlos en la tabla si seguían en ese estado de forma, a pesar de que en esa época todavía la victoria valía dos puntos y no tres.
Durante el mismo período de tiempo Paraguay había conseguido una victoria, dos empates y una derrota, rindiendo bastante por debajo de las expectativas. Se habían preparado como ningún otro equipo; el gran Manuel Fleitas Solich (uno de los mejores técnicos sudamericanos de la época) los había convocado para estar tres meses concentrados en el actual Estadio Defensores del Chaco y así llegar en el mejor estado físico posible. Paradójicamente, vivían en condiciones insalubres, en habitaciones que se caían a pedazos ubicadas bajo las tribunas del estadio y comiendo lo justo y necesario.
Aún así, en la última fecha sin querer queriendo se encontraron en una situación inesperada. Le habían ganado a Bolivia, mientras que Brasil perdió contra Perú y sufrió para superar a un mediocre Chile. Por lo tanto, en la última fecha podían forzar un desempate.
El final del campeonato sería apasionante. Y es que no solo Paraguay (con 6 puntos) tenía chance de pegar el batacazo, sino que Perú (7 puntos), también estaba en la lucha. Para mejor, la suerte quiso que los guaraníes se enfrentasen al líder Brasil (8 puntos).
El partido fue de ritmo muy alto, lo cual no le convenía tanto a una “Canarinha” que llegaba disminuida físicamente. Paraguay golpeó primero a los 4 minutos y Brasil empató menos de 10 minutos después. El resto del partido transcurrió entre los numerosos intentos (infructuosos) de los brasileños para poder conseguir la victoria que les diera el título y la contundencia y concentración de Paraguay para resistir e incluso aprovechar algunos contraataques. Hasta que llegó el último minuto del segundo tiempo. Nilton Santos, uno de los mejores laterales de la historia, perdió la pelota en una zona crítica, cerca del área propia. Allí estuvo atento Pablo León para aprovecharlo y hacer el segundo gol, que permitía soñar con un desempate. Todo dependía del resultado de Perú al día siguiente.
Si los blanquirrojos ganaban, eran campeones. Si empataban, tendrían que jugar un triangular contra Brasil y Paraguay. Lo que no se tuvo en cuenta fue que este Sudamericano podía sorprender una vez más, ya que Uruguay los pasó por arriba con un incontestable 3-0. De poder ser campeones, a quedar terceros. La magia del fútbol sudamericano.
Entonces, como había pasado 4 años antes, un torneo que inicialmente no contempla una final tuvo que definirse con ese método. Los protagonistas otra vez eran Paraguay y Brasil, y más de 35000 personas asistieron el primero de abril al Estadio Nacional de Lima para presenciarlo.
No existen registros fílmicos digitales públicos disponibles del partido, pero se sabe a ciencia cierta que el 11 fue Castilho; Haroldo, Nilton Santos; Djalma Santos, Brandãozinho, Bauer; Julinho, Didí, Baltazar, Pinga, Claudio. En otras palabras, tenían a dos de los mejores “laterales” de la historia (Djalma y Nilton), a uno de los mediocampistas más técnicos de la época (Didí) y a un top mundial en su posición para ese momento (Julinho).
Enfrente tenían a un Paraguay con menos jerarquía (todos los convocados eran de la débil liga local) pero muy disciplinado, contundente y eficaz. Formaron con Riquelme; Olmedo, Herrera; Gavilán, Leguizamón, Hermosilla; Berni, López, Fernández, Romero, Gómez. A priori no parecería gran cosa, pero Adolfo Riquelme llegó a atajar varios partidos en el Atlético de Madrid, Atilio López fue figura de Boca Juniors de Cali en la época del “Dorado” colombiano y Ángel Berni destacó en San Lorenzo y Betis. Sin embargo su gran figura era Heriberto Herrera, emblema del Atlético de Madrid (compartió vestuario con Riquelme y López) que incluso llegaría a jugar en la selección española luego de nacionalizarse.
En los primeros minutos, Brasil trató de imponer sus condiciones, mientras Paraguay se ocupó de dejar claro que el 7-0 de 1949 no se iba a repetir. Y si con eso no alcanzaba, en el minuto 14 Juan Romero se encargó de confirmarlo al hacer el 1-0 en el primer ataque guaraní (con un poco de ayuda por un claro error conceptual de Haroldo, cabe aclarar).
No hubo tiempo de reacción. Menos de 5 minutos después Gavilán sorprende a Castilho con un tiro inatajable desde afuera del área grande para poner el 2-0. Paraguay sorprendía a un Estadio Nacional atónito. No se quedaron ahí, sino que aprovecharon muy bien la desesperación brasileña. A su habitual solidez defensiva le agregaron peligro a la hora de atacar, ya que era evidente que la defensa brasilera no estaba en su mejor día.
Poco a poco, y más a fuerza de insistencia que otra cosa, Brasil fue inclinando la cancha. Ahí fue cuando Riquelme y Herrera se erigieron como bastiones inexpugnables, aunque ciertamente la poca puntería de los delanteros rivales los ayudó. La suerte les sonreiría una vez más cuando a los 41 minutos una jugada llena de rebotes terminó en gol de Fernández. Paraguay liquidaba el partido. Nunca antes la Copa había estado tan cerca.
Durante todo el segundo tiempo las cosas cambiarían. Paraguay se recluyó en su propia media cancha de forma casi permanente y los talentosos se encontraron en un contexto más apto para brillar. No decepcionaron. En 20 minutos Baltazar hizo un doblete, y la esencia futbolística brasileña se desplegó con todo su arsenal de creatividad espontánea tan característica. Los paraguayos ya no pudieron contra eso. Su solidez y coordinación a la hora de defender las reemplazaron con garra, corazón y suerte.
Brasil empujaba y empujaba por puro talento y jerarquía. Una y otra vez, fallaron. Terminando el partido Julinho tuvo la más clara: quedó mano a mano con Riquelme, lo eludió y con el arco vacío la mandó arriba del travesaño. El destino había sido sellado. Paraguay ganaba el primer título oficial de su historia, y no cualquier título. Fue uno de los Sudamericanos más apasionantes que se hayan visto.
Como se dijo antes, muchos de sus titulares terminaron en Europa. Otros, como los tres “mediocampistas” (Gavilán, Leguizamón y Hermosilla) se ganaron el reconocimiento y la gratitud de su país. Los restantes, ser nombrados y recordados por quienes vivieron la época dentro de esa formación que sale de memoria. Lamentablemente tarde o temprano, todos terminan en el ingrato olvido por el paso de los años.
Pero, ¿quién les quita lo bailado?