Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)
Enrique Lambert el poeta se puso el sombrero y encaró para la puerta. La pitonisa del quinto piso del Edificio RAF lo alcanzó a medio camino, colocó cada mano en cada mejilla de Lambert y lo besó en la boca.
-Ahora sí- le dijo. -Andá nomás.
Le abrió la puerta y se quedó allí parada, sonriéndole con algo distinto del amor pero que la hacía sentir bien lo mismo. El poeta movió casi imperceptiblemente el ala del sombrero con el pulgar y el índice de su mano izquierda. La otra ya buscaba los cigarrillos en el bolsillo derecho del saco.
-Pitonisa.
-Poeta.
Traspuso la puerta con lentitud y con el cigarrillo apagado en los labios. No se volvió cuando oyó su nombre: aprovechó para encender y echar automáticamente una bocanada de humo que pronto formó un minúsculo corro de libélulas en el aire del zaguán.
-Lambert…
El poeta observó a los anisópteros en vuelo.
-Libélulas- susurró la pitonisa antes de decir lo que en verdad quería decir.
La voz de Lambert -siempre de espaldas- llegó cansada, vencida:
-En Colombia las llaman “caballitos del Diablo”.
La pitonisa se persignó instantáneamente.
-Por favor no te mates.
-Tranquila. Nunca se me habría ocurrido.
-Ni te mueras.
-Chau.
-No te me mueras, Lambert- dijo ella levantando la voz.
-Nos vemos pronto.
-¿Cómo salís?
-Alguien me abrirá.
Enrique Lambert el poeta dio unos pasos hacia las escaleras sin voltearse jamás. Cuando ella lo perdió de vista, cerró por fin la puerta, se acomodó las tetas en el vestido floreado, suspiró y se perdió en el interior del departamento.
Los pocos escalones que había descendido Lambert volvió a pisarlos en sentido contrario y además siguió subiendo. Cuando llegó al octavo piso del Edificio RAF, el último, caminó el pasillo hasta llegar a la escalerilla que da a la azotea. Bajo el cielo de San Martín, cerró los ojos para que el sol no le perturbara la vista y pitó largo para terminar el cigarrillo. Dejó caer la colilla y la pisoteó con el zapato.
Sin darse cuenta ya tenía otro cigarrillo en los labios que no se disponía a encender aunque apretaba con fuerza y sin verdadera gana el encendedor en la mano derecha. No fue consciente de que abría los ojos y se vio obligado a achinarlos porque el sol le daba, pletórico, en el rostro. Se acercó a la cornisa -o como se llame- y oteó.
-Nueve pisos- dijo para sí. -Suficiente.
Se quitó el sombrero con la mano izquierda y también lo dejó caer. El viento no lo alejó demasiado de la colilla apagada. En el aire, durante la caída libre, su tiempo fue distinto, como una metáfora. Nancy fue quien se le apareció primero, desde ya. El cabello húmedo, escaso y ondulado; los ojos bien distintos entre sí -le debe uno a su padre y el otro a su madre-; la sonrisa llena, toda para él; una calidez como ingenuidad en la expresión. Sin embargo, se obligó a cambiar de pensamiento antes de tocar el suelo.
-Algo más banal- pensó. -No quiero morirme con su rostro grabado en mis retinas. Además, ella no se lo merece.
Modificó pues la línea de sus tópicos y halló en la memoria un recuerdo. Era una conversación durante una sobremesa del 17 de octubre de algún año reciente. Había vino y tabaco. En el caserón de Moe Mont, el pianista de jazz, sonaba Miles Davis. Aunque afuera hacía buen tiempo y la noche estaba fresca, agradable, promisoria, estaban todos en la sala, amplia y cómoda, rodeados de instrumentos musicales.
Por lo general, cuando los mentideros se organizaban en casa de Moe Mont, tenían lugar afuera, bajo el toldo metálico abierto; sin embargo, esta vez el músico les había sugerido que se quedasen dentro para no asustar al zorro que desde hacía unos días vivía en su patio, allá en el fondo.
Más de uno de los comensales -si no todos- pispeó a través del ventanal de la sala -y aún del de la cocina- para ver al excéntrico animal en su nuevo hábitat; las luces apagadas y el nerviosismo del zorro no les permitieron ver nada. Así las cosas, Mont dormitaba echado en un cómodo sofá de tres cuerpos de cuero marrón sin perder el pulso de Davis. Los demás hablaban de fútbol.
-¿Qué me dicen del Gallego?- preguntó Nieto el menor con la boca llena de un alfajor de maicena.
-¿Cuál gallego?- replicó Phylicia Arias, la mujer más hermosa del mundo.
-El Gallego, el que vino a Boca- contestó Nieto el menor y escupió un par de hebras de coco, húmedas y pegajosas debido al dulce de leche mezclado con la saliva, que fueron a parar a la pierna descubierta de Phylicia. Los macanudos, todos menos el artista Rafael Arias, agradecían aquel shorcito exageradamente corto.
-Qué asco- dijo Rafael Arias, que se parece mucho a Alejandro Giuntini, el defensor que jugó en Boca Juniors.
-Uy, perdoname- se disculpó Nieto el menor mientras estiraba la mano para remover el coco pegado en la piel deliciosa. Ella lo espantó con su propia mano con soltura, pero con una vehemencia que a nadie se le escapó.
-Que no es gallego- intervino Lambert.
-¿Cómo que no es gallego?- preguntó Nieto el menor a la vez que intentaba deglutir su postre. -Habla en euskera o no sé qué mierda.
-Precisamente- continuó el poeta-, el euskera es la lengua del País Vasco.
-El tipo es vasco- dijo Nieto el menor.
-El tipo es vasco- confirmó Lambert mientras fumaba.
-Pero es gallego.
-Si el tipo estuviera acá, entre nosotros, tomándose un vaso de vino, es muy posible que si lo llamaras “gallego” te metiere una piña.
-Primero- se enojó Nieto el menor-: ¿por qué hablás así, Lambert?
-Así cómo.
-Así, “metiere”.
-¿Y segundo?- preguntó Enrique Lambert sin contestar.
-Segundo que es gallego. Habla con la zeta. Viene de España.
-En el Normal Mariano Acosta -el poeta se puso de pie para decir esto que dijo y luego volvió a sentarse- teníamos un profesor vasco. Con Benites y los muchachos lo llamábamos el “Gallego”. Y el tipo, un sabio, nos desaprobaba en todos los tiros. Era un fenómeno. Puelles.
-Siempre lo mismo, Lambert. Me mareás. Deberías parecer un tipo de ochenta largos y seguís pareciendo un pibe.
-Es por lo de Nancy- le susurró al oído Phylicia Arias- Cuando ella se fue, el tiempo se detuvo para Enrique. Y ahí lo tenés: inmortalizado en los veintiocho años mientras puede hablarte de cosas que vivió hace un siglo.
-Pero entonces Nancy debe estar hecha mierda. No sé qué carajo le ve este tipo. La verdad, no entiendo- le contestó también al oído Nieto el menor mientras le olía el cuello y le miraba las tetas.
-Como sea- habló el Inspector-, el Gallego también es un fenómeno. Con la pelota, digo.
-Botines negros- tiró Rafael Arias. -Listo: los botines negros te dan la pauta de que el tipo es distinto, de que juega un fenómeno.
-De todas maneras- apareció Nieto el mayor-, yo esperaba más del Gallego.
-¿Qué más? Jugó dos partidos- se quejó el Inspector.
-Y no los terminó siquiera- agregó Rafael Arias para fortalecer los argumentos de este último.
-El Tano -prosiguió Nieto el mayor-, cuando vino a Boca, hizo un gol de cabeza el día del debut.
-Qué fenómeno el Tano- aprobó Phylicia.
-Hay que darle tiempo al Gallego- continuó el Inspector.
-No tenemos tiempo. Boca no tiene tiempo- sentenció Nieto el mayor.
Moe Mont se incorporó en el sofá y se obligó a despabilarse para escuchar mejor un solo de Davis.
-¿Vos qué pensás, Moses?- le preguntó Arias.
-Está tocando Miles.
-Ya sé. Pero dale, decí algo. Después seguís, te dejamos tranquilo.
-Hay que ganar- contestó Mont y encendió un cigarrillo.
-Bueno, con vos no se puede hablar.
-Lo dicho- confirmó el músico.
-¿Nos vas a decir cómo es que tenés un zorro en el patio?- preguntó Phylicia.
-No.
-Zorro. Ése es un buen apodo para un futbolista- tiró Arias.
-Como el de Huracán- dijo entusiasmado Nieto el menor mientras se mandaba el índice para remover la maicena del paladar.
-Ya no está en Huracán- continuó el Inspector.
Nieto el menor apuró el vaso de vino antes hablar:
-Maldita costumbre. ¿Todos se tienen que ir? ¿Por qué no vino a Boca? Qué mundo ingrato. El del fútbol, digo. El del fútbol argentino, que es el único que miro. Ingrato para nosotros, digo.
-¿Querés saber qué es ingrato?- lo increpó Enrique Lambert el poeta- ¿Querés saber?
-A ver…
-Que te persiga Lilith cada noche en el sueño. Y que entonces te dé miedo dormir.
-Lilith y otras cosas peores- agregó Moe Mont. -Doy fe de que las hay.
-Yo también- colaboró Arias.
-¿Por qué no podemos ver al zorro, Moses?- volvió Phylicia.
-Sí. ¿Por qué no lo traés acá y lo vemos? ¿Qué puede pasar?- insistió Nieto el menor. -¿Muerde? ¿Lo podemos vender? Lo vendo.
-Los botines negros te voy a traer, Nieto. Así te los metés en el orto. A ver si así parás de decir estupideces y te dejás de joder.
-Uy, qué genio.
Enrique Lambert el poeta salió de aquella situación y volvió a pensar en Nancy. Ahora, Nancy, como bien sabía, era Lilith. Y sintió un aguijonazo en el corazón. Lo relacionó con el beso de Nancy antes que con la muerte próxima.
A punto de estrellarse contra el suelo, siempre mirando al cielo, siempre con el cigarrillo apagado entre el mayor y el pulgar, con la colilla apuntando hacia afuera de la palma, siempre con el encendedor en la otra mano sintió de súbito que una superficie amable lo recibía: un enjambre poderoso de mariposas negras se le ofrecía como una suerte de colchón que le salvaba la vida.
Abrió los ojos recién cuando las alas le hacían cosquillas en la nariz. Se sentó como quien estando acostado en la cama se incorpora para buscar el calzado con los pies desnudos. Se puso de pie. Desbarató sutilmente el enjambre de mariposas negras y las despidió con un sentimiento que -si le preguntáramos- no sabría definir.
Mientras las veía alejarse, no pudo evitar pensar en el poeta colombiano José Asunción Silva y en su compatriota Fernando Vallejo. Pensó, ya que andaba por la zona, en el Pibe Valderrama también. Y pensó en Nancy, por supuesto: cuando compraron el libro en una antigua librería escondida en una galería de Santos Lugares que tenía una simpática campanita en el mostrador, que aparentemente traía la buena suerte y que Nancy tocaba con placer infantil y sin sentido cada vez que visitaban el lugar. Enrique Lambert el poeta odia la campanita y la librería.
-¿Por qué los jugadores de fútbol se nos van afuera cada vez más jóvenes, cada vez más pronto?- se preguntó en silencio.
Encendió el cigarrillo y se dispuso a esperar que alguien entrara o saliera del Edificio RAF para poder ingresar, subir los ocho pisos por escalera, caminar el pasillo hasta la escalerilla que da a la azotea, subir esos últimos peldaños, exponerse al cielo, al sol y recoger el sombrero que había quedado por ahí tirado. Cuando vio que alguien salía apuró el paso.
-A veces, entre todos los que se van, hay uno que viene. Qué fenómeno el Gallego- dijo sin hablar.
