Por Sebastián Pujol (@seba_del83)
“…vio algo asombroso, algo asombroso… la pelota empezó a rodar hacia el pibe. Sola. La pelota, sola, empezó a seguir al chico.”
Roberto Fontanarrosa.
Hubiera preferido quedarse callado, irse a su casa y meditarlo con la almohada, no hablarlo con nadie, olvidarlo, pensar que se había equivocado, que no pasó, que no puede pasar, porque esas cosas no suceden y menos a él que siempre alardea de su escepticismo. Pero no tiene manera de escapar. Está obligado a dar una respuesta. El Gordo le apuntó con un dardo envenenado. Un interrogante de esos que acorralan.
—¿Y a vos qué te pasa? —le lanzó el Gordo a través de las tres mesas que los separan. Lo agarra llevándose a la boca una porción de anchoas. A Bruno se le revuelve el estómago cada vez que se lleva la pizza a la boca y ve trozos de pescado sobre la salsa. Intentaba frenar las náuseas con cerveza cuando Darío Troiano, el Gordo, su amigo de toda la vida, le hizo la pregunta y no le dio otra posibilidad más que responder.
—No dijiste una palabra desde que terminó el partido.
Bruno se toma unos segundos para acumular la bronca suficiente y responde.
—¿Ustedes no lo vieron? —dice Bruno, y se manda a la garganta medio vaso de cerveza para sacarse el gusto de las anchoas.
Todos se quedan en silencio. Lo vieron, pero no quieren aceptarlo. Quisieran dejar las cosas como están, irse a sus casas, repasar una y otra vez lo sucedido, negar todo y con el tiempo convencerse de que fue un error, un juego sucio de la mente:
“A veces la sabiola te juega una mala pasada”, dirían. Pero eso ya no es posible. El Gordo abrió la boca y ya no hay vuelta atrás. El tema está sobre la mesa.
Habían llegado a la cancha siendo nueve. Invitaron a jugar a un pibe que miraba el césped sintético, apoyado en un poste de luz. Era alto, flaco, vestía unos pantalones viejos y demasiado cortos, una chomba blanca y tenía el pelo largo hasta los hombros.
Se presentó como Leonardo Campodónico. Dijo que había llegado al barrio hacia dos semanas junto a un circo ambulante con el que giraba los 365 días del año alrededor del país y que esa misma noche levantarían la carpa para partir hacia un nuevo destino. El Gordo le dijo que no se preocupara, que se iba a sentir cómodo. “Adentro de la cancha somos nueve payasos”, le dijo.
El tipo no precalentó. Sacaron del medio y le dieron la pelota, como para probarlo. Estaba bien atrás, cerca de su propia área, sobre la izquierda. La paró y sonrió. Bruno lo vio estirar las comisuras de sus labios con la alegría de un chico y mirar la pelota como si se reencontrara con alguien muy querido. Tenía pinta de no haber jugado al fútbol en su perra vida.
Encaró y dejó a tres tipos en el camino sin esfuerzo, con la mínima cantidad de movimientos posibles. Para probar la zurda, acomodó el cuerpo y le pegó desde mitad de cancha. Pero en el arco estaba el Turco, que es un arquerazo y estaba bien parado. La descolgó del ángulo.
La bocha quedó picando en la puerta del área. El Turco no da rebotes, pero este tipo alto, con un par de piernas flacas y desgarbadas, le pegó fuerte y esquinado. El rebote fue corto, pero increíblemente el tipo este, Leonardo Capodónico, sin que nadie llegara casi a verlo agarró el rebote y la picó por encima del Turco que seguía en el piso. Después agarró la pelota y la puso debajo del brazo como si cobijara a un amigo querido, alguien a quien no veía hacía mucho tiempo.
¿Qué había pasado? Es una pregunta que nadie se animaba a verbalizar alrededor de la mesa de la pizzería. Mejor usar la boca para entrarle a la pizza. O para pedir una más, ahora sí, de muzzarella.
Gerónimo, que estuvo mirando su celular para hacerse el distraído, toma las riendas. Levanta la botella vacía de cerveza con la mano derecha y le apoya la punta del dedo índice de la zurda sobre el vidrio transpirado. El gesto es inconfundible: “Otra”.
¿Qué había pasado? Después de esa primera jugada Guille preguntó: “Che, pero esperá loco, ¿qué es esto?, ¿qué pasa?”. Se tuvo que callar, intimidado ante el silencio y la perplejidad del resto. Todos lo vieron. Era físicamente imposible que el tipo hubiera llegado al arco tan rápido.
Que fácil sería aceptar que se equivocaron, que sí, que todo fue un espejismo, un error. Pero no lo fue. Continuó pasando cada vez que este tipo flaco y alto la agarraba, y la agarraba mucho.
Parecía que la pelota lo buscaba, que iba hacia donde estaba él, que lo reclamaba. Esa pelota de gastados gajos naranjas y negros que el tipo que maneja la cancha llena de arena en la que juegan todos los miércoles les tiró desde el buffet a las 20:45 para que fueran calentando, esa bocha vieja y ovalada lo buscaba a él.
Una pelota cualquiera hecha en serie en algún país asiático. Iba hacia él. Demandaba su buen trato. Quería sus pies. Siempre, después de cada rebote y desafiando a las leyes de la naturaleza, caía mansa cerca suyo.
Mejor irse a dormir y pensar que nada de eso pasó en realidad. Rajarse a sus casas a meterse en la cama e intentar dormir. Escaparle al insomnio y torrarse sin pensar. Porque el tipo agarraba la pelota en un sector de la cancha y, sin que nadie supiera cómo, un segundo después aparecía cerca del arco, o directamente buscando la bocha en la red.
Ahora no había lugar para hacerse los distraídos.
—Claro que lo vimos —admite Gerónimo, mientras empuja la comida con cerveza.
Cruzaron algunos comentarios temerosos y desganados sobre el tema, pagaron y se fueron casi sin saludarse.
El miércoles siguiente, después del partido, la primera pizza que piden llega fría y la cerveza caliente. Había empezado a lloviznar mientras se cambiaban para irse de la cancha y llegaron a la pizzería bajo un diluvio torrencial. El local está vacío. Es la primera vez que se sientan adentro.
—No cuesta nada sacar las telas de araña del techo —se queja Darío, mientras Gerónimo intenta mirar sin éxito hacia la calle a través de los vidrios sucios y empañados.
—Qué difícil se nos está haciendo conseguir armar los equipos —dice Bruno— Terminamos siempre metiendo a jugar al primero que se nos cruza.
Por unos segundos solo se escuchan algunos ruidos que llegan desde la cocina. Todos piensan en lo mismo. Bruno está seguro de que la cabeza de todos se está remontando a lo que pasó al comienzo del partido que terminaron de jugar.
Habían llegado temprano y terminaron de cambiarse rápido. Entraron a calentar mientras los equipos del partido anterior todavía no abandonaban la cancha. Había estado nublado todo el día y tenían miedo de que se largue a llover y no llegar ni a tocar una pelota.
—Falta uno —avisó Bruno.
—El Turco ya dijo que no viene —gritó Darío desde un córner.
—¿Qué hacemos?
La mirada de todos se dirigió hacia el poste donde había estado apoyado Leonardo Campodónico el miércoles anterior. Desde allí, nuevamente alguien los miraba precalentar. Era un muchacho panzón, de unos cuarenta años. Llevaba unos botines naranjas, pantalón y remera de Boca. Aceptó la invitación a jugar.
Como cada miércoles, Darío y Bruno armaron los equipos. No sabían dónde poner al desconocido. Después de las demoras habituales sacaron del medio. Guille recibió en la puerta del área y se la dió al muchacho que tapó el agujero, que equiparó los equipos y esperaba la pelota bien atrás, cerca de su propia área, sobre la izquierda.
Todos contuvieron la respiración, alertas. Esperaban el milagro una vez más. El suspenso duró un segundo. Quiso pararla y la pelota le rebotó con fuerza en el pie.
El delantero rival, que había salido a presionar, le pegó como vino y la mandó a guardar.
—Que malo que era, mamita querida —dice Gerónimo, mientras pide otro combo de pizza y cerveza.
Bruno llena su vaso con lo que queda en la botella.
—Como Leonardo Campodónico no hay dos.