Por Sebastián Pujol (@seba_del83)
«Más regalos que un cumpleaños
más premios que la quiniela
más baile que en carnaval”
«Para verte gambetear», La Guardia Hereje.
Lee rápido un mensaje de Mario y bloquea la pantalla del celular. Vuelve a poner la vista en la ruta. Sabe que en unos minutos va a perder la señal. Una buena excusa para no responder. Antes de las siete llegará a Salta, descargará la mercadería, pasará la noche en el hotel de siempre, volverá a cargar el camión al día siguiente y seguirá camino.
Su amigo Mario le había pedido en el mensaje que lo llamara ni bien pudiera, que tenía un dato espectacular. Le responderá mañana. Mario, que puso un maxikiosco con la plata de la indemnización que le pagaron cuando lo echaron del Musimundo, es el único de sus amigos de la infancia que se quedó en Bahía Blanca y con el que Andrés no perdió contacto. Suele tener datos increíbles, pero la realidad es que la ciudad nunca tuvo demasiado que ofrecer a un coleccionista.
Esa noche en la pieza mugrosa de un hotel mugroso en una mugrosa calle de Salta, Andrés tiene un sueño que al día siguiente cuando hable con Mario creerá premonitorio. Se encuentra caminando en las cercanías del estadio Azteca. La multitud que camina hacia la cancha lleva banderas argentinas. Es el veintidós de junio de 1986 y él, a diferencia de los demás, sabe lo que va a pasar.
Se apura por ingresar, pero cuanto más rápido pretende caminar, más imposibilitado está para levantar las piernas. Pesan una tonelada. Grita, pero nadie lo escucha. Jorgelina, la chica que le gustaba cuando iba a la primaria, pasea del brazo de su padre. Todavía tiene diez años y se burla de él.
Frente a un estacionamiento del estadio hay una pantalla gigante en la que Mauro Viale se prepara para relatar el partido, siempre a punto de comenzar. Se despierta cuando el árbitro está a punto de dar comienzo al encuentro y él todavía no ingresó al estadio.
Sale de la cama bañado en transpiración. Andrés se mira en el espejo. Está viejo y pelado. Se pega una ducha y se mete de nuevo en la cama deseando no volver a soñar.
Tres meses después de que falleciera su abuela, cuando Andrés comenzó la mudanza, su madre le dijo que la habitación del fondo podría ser acondicionada para recibir a un bebé. Que ella deseaba ser una abuela joven. Pasaron los años, Andrés no formó pareja ni tuvo hijos. La habitación del fondo de la casa que fuera de su abuela está destinada a sus colecciones.
Las estanterías ocupan las cuatro paredes, desde el piso al techo. Se enorgullece de algunos de sus tesoros, como la camiseta que usó Emanuel Ginóbili el día de su debut en Estudiantes de Bahía y la que supuestamente vistió René Orlando Houseman contra Italia en la Copa del Mundo de Alemania 1974.
—¿Cómo no va a ser posible? Es posible. En realidad, yo estoy convencido.
Andrés se ríe, igual que cuando leyó el mensaje mientras volvía del viaje.
—Vos estás loco.
—Cierra por todos lados.
—No cierra nada. Es la pavada más grande que escuché.
De todos modos, duda. A pesar de que Mario ya dio muestras de tener una imaginación desbocada, en el fondo tiene una duda pequeña que empieza a crecer. ¿Y si su amigo tiene razón? Desde que son chicos se meten en problemas gracias a la imaginación de Mario.
—La vieja esa, la inglesa, tiene el tesoro más preciado para cualquier argentino futbolero. Pensalo, Andrés: ¡Es LA casaca!
—¿En Bahía Blanca?
—Pero claro hermano, es eso lo que te estoy diciendo.
Arroja sobre la mesa un recorte de diario y posa su dedo índice sobre la foto.
—Hoyt McKinney. Empresario agropecuario yanqui. Viene a la Argentina y va a pasar un día en Bahía. Algo relacionado con Ginóbili, la Unesco y el club Estudiantes de Bahía. Van a hacer un evento a beneficio. El tipo este tiene inversiones en clubes y jugadores de NBA. En el último párrafo de la nota dice que es uno de los mayores coleccionistas del mundo.
Andrés toma el recorte en sus manos. La foto que ilustra la nota muestra al empresario Norteamericano rodeado de camisetas de distintos deportes, épocas y nacionalidades.
—Vos en unos días volvés a salir a la ruta con el camión, así que esta misma noche vamos a hablar con Hilario.
Suena el timbre. Llega la pizza. Andrés se tapa la cara con ambas manos y se pregunta si realmente va a seguir a su amigo en esta locura que le está proponiendo.
Sabe que sí. Ya lo hizo mil veces desde que eran chicos. Apuran las últimas porciones y van en busca de Hilario Duribelarrea, dueño de la inmobiliaria Duribelarrea Hermanos.
Hilario es hijo único. El “Hermanos”, supone, le da mayor seriedad al negocio. Lo encuentran borracho como cada noche en la barra del bar El Túnel.
—¿Cómo le va al mejor ala-pívot que pisó el campo de juego de Estudiantes?
Siempre que se encuentran con el empresario inmobiliario sucede lo mismo. Mario dice la misma frase, recibiendo como respuesta de Hilario que jugó toda su vida de base vistiendo la camiseta de Olimpo. Mario no le presta atención. El ex jugador de basket se agacha para saludarlos y señala una mesa. Duribelarrea, que mide un metro noventa y dos, suelta la lengua con facilidad. Después de endulzarlo para que cuente alguna que otra anécdota sobre su negocio, van al grano.
—Contale a Andrés la casa que le alquilás a la vieja inglesa esa.
—Miren mi vaso, muchachos. Está vacío —dice Hilario. Levanta la mano para llamar al mozo— Así no se puede.
Una vez que su vaso se llena de cerveza, empieza a hablar.
—Piensen un poco muchachos. Esa vieja vino a buscar fiesta argentina y sabe que Bahía tiene los mejores machos del país —Hilario festeja su ocurrencia vaciando el vaso de un solo trago— Yo soy un tipo discreto -dice el ex jugador de basket.
—¿Qué edad tiene la veterana?, —pregunta Mario, con tono pícaro.
—Sesenta y tres.
—Es una abuela.
—Los sesenta de ahora no son los de antes, muchachos. La inglesita está en buen estado.
—¿Cómo dijiste que se llama?
Hilario corre la silla como para levantarse. Deja dos billetes sobre la mesa. Parece un rascacielos en medio de un terremoto. Andrés se pregunta cuánto habrá tomado antes de encontrarse con ellos. Se sostiene aferrándose a la silla.
—Emma Hodge. Muchachos, les encargo —dice el empresario inmobiliario, señalando los billetes que dejó sobre la mesa mientras camina tambaleante hacia la puerta.
—¿Escuchaste, Andrés? El mismo apellido que el jugador inglés que se quedó con la casaca —Mario se sirve lo último que queda de cerveza. Los billetes que dejó Hilario Duribelarrea todavía descansan sobre la mesa— La vieja no alquiló cualquier casa, alquiló una con caja fuerte, lejos del centro.
Andrés ríe de los nervios.
—Supongamos que sí, que esta vieja es la madre, la esposa, la tía o cualquier otro familiar de Steve Hodge —Andrés habla pausado— Supongamos que esa señora que le alquiló la casa a Hilario tiene la camiseta y vino a la Argentina para hacer el negocio de su vida. Para venderla a un empresario yanqui. Supongamos que toda esa locura es cierta. Hay dos cosas que te quiero preguntar —continúa Andrés— ¿Por qué van a venir a Bahía Blanca a hacer toda esa movida?
—Tirá los dos tiros juntos que yo te los atajo sin problema —dice Mario.
—Si es así, si la tiene la inglesa: ¿Qué pensás hacer?
Como buen coleccionista Andrés conoce a la perfección la trayectoria de la casaca, el tesoro más preciado para un coleccionista futbolero argentino.
La leyenda comienza en un taller de costura en un pueblo de Francia a fines del mil ochocientos. En los primeros años del siguiente siglo ese taller empieza a fabricar ropa deportiva. Para la década del sesenta Le coq Sportif empieza a ser una de las empresas de ropa deportiva más importantes del mundo. En 1966 hace una alianza con la alemana Adidas. En 1979 firma un contrato con AFA que se extenderá por el plazo de diez años.
La otra mitad de la historia comienza en el policlínico Evita, del partido bonaerense de Lanús, el treinta de octubre de 1960. Ese día nace el quinto hijo, primer varón, de una pareja correntina. El chico de rulos se cría en Villa Fiorito, un barrio popular del sur del Conurbano. Debuta en primera a los quince y desde ahí al estrellato en menos de diez años. Hasta que en 1986 comienza a rodar la pelota en México.
La camiseta titular de la selección argentina para la Copa del Mundo de 1986 la fabrica Le coq Sportif. Tiene un diseño moderno. Liviana y con orificios minúsculos que permiten que la transpiración se seque más rápido. Sin embargo, esa tecnología se utiliza solo para la indumentaria titular. El calor y la altura en que se juega el torneo hacen que la tradicional camiseta suplente azul parezca pesar toneladas.
En los días previos al partido por cuartos de final, el entrenador Carlos Salvador Bilardo manda a sus ayudantes a la calle a que consigan camisetas azules más livianas. El partido no es uno más. Se enfrentan Argentina e Inglaterra, apenas cuatro años después de la Guerra de Malvinas.
El conjunto sudamericano disputa el partido más importante de su historia con un juego de camisetas compradas por los asistentes de Bilardo en una tienda de deportes de la Ciudad de México. La tela es de baja calidad y en distintos tonos de azul brillante. El gallo de Le coq Sportif está mal hecho y sobresale del triángulo tradicional del logo. Los números son plateados y de fabricación casera.
Steve Hodge, mediocampista inglés surgido del Nottingham Forest, será uno de los espectadores privilegiados de dos goles épicos, que se verán hasta el hartazgo, y cada vez más con el correr de los años en las televisiones y computadoras de cada hogar argentino.
Cuando el árbitro tunecino dicta el final del partido todos quieren la camiseta recién besada para las cámaras por el mejor jugador de la cancha, el diez argentino, que en ese momento es rodeado por un huracán de gente. Hodge hubiera querido irse lo más rápido posible, pero lo demora una entrevista para la televisión inglesa.
Los equipos tienen salidas del campo de juego separadas. Sin embargo, los túneles se unen antes del ingreso a los vestuarios. Allí encuentra al tipo que los abochornó, que ridiculizó a toda la selección inglesa. Steve Hodge estira su camiseta pidiéndole un canje. El jugador argentino acepta y después junta las palmas de las manos bajo el mentón en señal de agradecimiento. La leyenda entra al vestuario.
Hodge se queda con el tesoro más preciado. Viaja con él a Inglaterra. El mediocampista no lava nunca la camiseta. Sabe que vale una fortuna. Decide asegurarla. No tiene precio, pero le asignan un valor de 350.000 dólares.
La camiseta duerme 16 años en el altillo de la casa de Steve Hodge en Nottingham, hasta que decide donarla al National Football Museum en Manchester, un paraíso terrenal para los fanáticos de la historia del fútbol. Sin embargo, esa maravilla que guarda el museo de fútbol más importante del mundo podría ser una falsificación.
Al menos eso es lo que creen Andrés y Mario. Que la camiseta verdadera está en Bahía Blanca.
—Vos no entendés mi pregunta. Anoche le di vueltas para un lado y para el otro. No dormí ni un segundo. ¿Por qué en lugar de venir a Bahía Blanca, no la subastaron y listo?
—Evasión de impuestos —Mario se acomoda la gorra— Los millonarios no pagan impuestos. Quizás vinieron a Argentina por el valor simbólico que tiene en este caso, aprovechando la visita del empresario yanqui. Los coleccionistas, vos lo sabés bien, son unos románticos.
Mario está fastidioso. El ruido de las suelas sobre el parqué y el sonido grave de los piques de las pelotas de basket contra el piso lo desconcentran. Intenta focalizar su pensamiento en el multimillonario gringo parado al otro lado del campo de juego. Hoyt McKinney habla con dos personas que parecen entrenadores del club. Un centenar de adolescentes corren en todas direcciones haciendo picar pelotas contra el piso. Las tribunas del Club Estudiantes de Bahía Blanca están colmadas. Una docena de fotógrafos se esparcen por los laterales.
—Mirá para allá —dice Andrés señalando hacia uno de los ingresos. Rodeada por dos matones de traje, Emma Hodge camina hasta las gradas y se sienta como si fuera una espectadora más.
Hodge y McKinney abandonan juntos el estadio ni bien termina el evento.
—Vamos —se apura a decir Mario. Buscan el auto que dejaron a unas cuadras y se acercan hasta la salida del estadio, preparados para seguirlos. Mario maneja su Chevrolet Corsa a una distancia prudencial hasta la casa que la señora Hodge le alquila a Hilario Duribelarrea. Se abre el portón e ingresan los dos autos. El Corsa se estaciona en la esquina.
Mario abre la guantera y saca dos mamelucos azules. Tomaron los recaudos necesarios. Saben perfectamente quienes son los jardineros con los que trabaja Hilario. Los llamaron haciéndose pasar por empleados de la inmobiliaria y les suspendieron el trabajo por una semana.
—Escuchame ¿para qué carajo van a traer la camiseta hasta el culo del mundo?
—Ya te lo expliqué, Andrés. Impuestos.
—Pero es una camiseta. Y aunque valga una fortuna no es más que una camiseta.
Podrían haber hecho la venta en Londres, en Nueva York, en Alaska o en Villa Crespo.
Es lo mismo, total es una camiseta.
—Yo me voy a meter en la casa, aunque termine en cana.
La primera ventana que encuentran abierta en la planta baja da a una amplia habitación. Sobre la cama de dos plazas hay una valija gris. Tiene clave y ni siquiera intentan abrirla. En la manija lleva la identificación del aeropuerto: “H. McKinney”, entre otros datos personales y del vuelo. En el bolsillo delantero hay una revista norteamericana sobre maquinaria agrícola.
Revisan el cuarto, pero no encuentran nada. Se escuchan pasos al otro lado de la puerta. Se meten en el baño y se sientan en la ducha, con la cortina cerrada. Alguien entra, se baja los pantalones y se sienta en el inodoro. Los intrusos abren apenas la cortina del baño y ven a Hoyt McKinney hojear la revista en inglés sobre maquinaria agrícola, hasta que vibra su teléfono. Se apresura a buscarlo en el bolsillo de su pantalón arrugado junto a los pies.
Ni bien McKinney se levanta del inodoro, Mario le pregunta a su amigo si había entendido lo que dijo. Andrés es el único de los dos que sabe inglés. Quiere hacerlo callar, pero es demasiado tarde. Se abre la cortina y aparece una pared de músculos vestidos de traje, rapado y con anteojos negros.
Mario lo escupe en la cara e intenta escapar, pero el tipo le da una trompada que lo estampa contra la pared. Andrés toma el duchador y lo golpea contra la sien del guardaespaldas, que cae sobre la bañera. Hoyt McKinney, desde la puerta del baño y con una pistola en la mano, pide que nadie se mueva.
—¿Quiénes son estos tipos? —pregunta el empresario ganadero.
Emma Hodge, desde la habitación, mira a su socio y, mostrando poco interés, agrega que probablemente sean simples ladrones de pueblo. Hace una llamada con su celular. Suficiente para deshacerse de esos dos tipos. Corta la comunicación y abandonan el cuarto.
La inglesa sabe que tienen poco tiempo. Cuando esa noche se reúnan con el intendente y unos ministros para arreglar la compra, no deberán quedar cabos sueltos. Hay muchas cuestiones que atender y no quieren problemas con la gente de la ciudad. Las tierras que están a punto de adquirir son demasiado extensas y no logran ponerse de acuerdo sobre algunos temas, pero así es como cerraron negocios y compraron terrenos en otros países latinoamericanos.
Atado de pies y manos a una silla, Andrés le habla a su amigo para que se despierte.
—¿Dónde estamos?
—En un quilombo por culpa tuya.
—¿Qué era lo que decía el yanqui por teléfono en el baño? —pregunta Mario, después de meditar unos minutos.
—Hablaba sobre un negocio con unas tierras fiscales y del intendente de la ciudad.
—¿Y eso qué tiene que ver con la casaca?
