El Mundial de nuestras vidas

Una reflexión en frío a más de un mes de la felicidad eterna.

Por Coni Vanzini (@covanzini)

36 años después. Messi se arrodilla y ríe al ver que el destino, al fin, le concede su deseo. «Somos campeones del mundo», grita Paredes mientras abrazaba al 10 entre lágrimas. Y repite, como si necesitara confirmarlo: «somos campeones del mundo».

Segundos antes, Montiel pateaba el penal definitivo de la mejor final de la historia. Cachete no lo festejó. No pudo, se tapó la cara con su camiseta y empezó a llorar. El sueño se hizo realidad y como Cachete fuimos millones.

El Mundial de nuestra generación. El último de nuestro 10 contemporáneo. El Mundial de nuestras vidas. El primero que ganamos. Con el que siempre soñamos.

Nosotros crecimos sin saber lo que era ver a Argentina campeón. Escuchamos sobre las proezas y hazañas de los Mundiales que no vivimos. Leímos libros y vimos infinitas repeticiones del Káiser levantando la Copa en el Monumental y a Diego en el Azteca. Con orgullo, convertimos esos relatos en parte de nuestra identidad futbolera aunque no fueran propios.

Durante más de 30 años, cada cuatro temporadas, nos sentamos frente a la TV con la esperanza de que alguna vez la tercera estrella brillara para nosotros. El paso del tiempo nos golpeaba pero nuestro niño interior seguía con la fantasía intacta. Leo era uno de nosotros. Ángel y Nicolás también. Tiempo después, Rodrigo y Emiliano crecían a la par. Los más pibes, Enzo, Julián, Alexis ya nacieron con ese mismo anhelo pendiente.

Las derrotas nos dejaron enseñanzas. Aprendimos a perseverar. A intentar, una, dos, tres veces, como en la vida. A (no) entender que hasta al mejor de los nuestros no se le perdonara fallar. A que jamás había que darse por vencido, aunque te soltaran la mano en tu tierra natal. Así, hace un año, con ellos aprendimos a festejar una Copa América.

Con ellos, en Qatar, curamos las heridas de estos 36 años. La emboscada a Diego del ’94, el cabezazo del Burrito Ortega del’ 98, el dolor de aquella primera ronda en Corea-Japón. Los papelitos alemanes en los penales del ’06 y la goleada del ’10. El Brasil 2014 de ensueño que también nos enseñó tanto y no pudo ser. El sabor a poco en Rusia 2018.

El vínculo con la Scaloneta surgió desde adentro hacia afuera. A esta generación con el corazón roto después de lo del 2014 con otro plantel que amamos, no nos era simple volver a confiar. Como en cualquier relación, ninguno creyó en Scaloni desde el comienzo. Nos enamoramos pasito a pasito. Partido a partido. Con la sabiduría de Aimar, Samuel y Ayala a un lado del campo. Con referentes y un equipo renovado en la cancha.

Todos ellos construyeron puentes adonde había muros, a base de fútbol y alegría. Nos contagiamos de la admiración hacia estos ídolos en la mirada de los niños y en la manija a toda hora de los más jóvenes. Nos identificamos en la sencillez y cercanía de estos jugadores tan talentosos como especiales, imperfectos, con carácter y sentido del humor. Humanos, como nosotros.

Creamos nuestros propios relatos y nuevos héroes. Con la mística de los elegidos y el famoso «fuego sagrado», volvimos un poco a la infancia con la épica de las leyendas que nos contaron. Dibu como Fillol, Julián a lo Kempes y Leo en su versión más maradoniana.

A pura cábala y fe, coronados de gloria viviremos.

Locas promesas hicimos para que ganen la tercera Messi, Di María y este equipo con el que nos volvimos a ilusionar. Convencimos al destino que el fútbol fuera justo con su mejor exponente del siglo y con su leal Angelito, el de los goles importantes.

Ahora sabemos lo que se siente. Ahora somos felices. Campeones del mundo, al fin. 36 años después y para siempre. Leo cumple lo que otro rosarino ya había anticipado alguna vez. «Se abrirá todo el cielo, no será un día normal. Después de todo, todo llega siempre de algún modo. Las profecías se dan.»

Foto: Twitter (@negrocruz)

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