Por Carlos Bucci (@ElCronGasolero)
Los rayos bajan como puñales sobre las tribunas color cielo, algo desgastadas por el paso del tiempo y la falta de una caricia del pintor. Todo indica el fin de la siesta y el comienzo de un camino que no tiene fin.
Las voces onomatopéyicas que se escuchan a lo lejos despiertan la curiosidad de ese niño que sin permiso busca el mejor hueco posible. Significará el ingreso al instante justo en que su mirada brille y su corazón no pare de latir acelerado por la picardía y la emoción.
Las gradas de madera a espaldas del ferrocarril, que alojan a la barriada sureña, son el pasaporte ideal para una función estelar. Un gran megáfono presenta a los actores y en simultáneo vende al ritmo de Stella Publicidades, mientras “Navarrito” entrega el programa al ingreso a plateas.
Toda la vida había esperado ese momento mágico en que el señor de negro diera comienzo a la función haciendo sonar su silbato al inicio del primer acto. Los espectadores rugen entre olas celestes que no paran de flamear al ritmo de los bombos y las trompetas.
El inefable vendedor de golosinas recorre los pasillos gritando “Chueeengaaaaa” mientras los actores suben al escenario y los papelitos zigzaguean al ritmo de un cálido viento estival. La alfombra verde desplegada como escenografía comienza a sentir el rigor de los veintidós uniformados que van en busca de un trofeo circular.
Las redes aceradas que envuelven la escena intentan tocar el piso y vuelven a erguirse luego de cada aproximación de los protagonistas al arco del triunfo. Penetrarlo no es tarea fácil, pero no desvían ni un segundo su atención en poder lograrlo.
Se escuchan relatos metálicos que bajan desde los palcos, pero es muy difícil comprender lo que dicen interferidos por los cánticos y las sonoras bocinas de la 9 de Julio. Mucha gente sentada sobre sus butacas de madera se abalanzan sobre los actores mientras vociferan su descontento por el equívoco de sus libretos.
Todo parece ser un drama para ese adolescente que mira expectante lo que sucede sobre el escenario y no comprende bien por qué todo es tan monótono y lento. Imagina un final feliz, pero la escena le devuelve frustración.
Los parlantes decretan el fin del primer acto mientras invitan al baile de carnaval para el sábado a la noche. Anuncian la presentación de Roque Narvaja y un desconocido grupo llamado Soda Stereo.
Luego del breve descanso, todos se acomodan en sus butacas plásticas mientras “Navarrito” les retira la llave de cartón a su ingreso. Restos de latas vacías se acumulan en los cestos que aún esperan una nueva invasión.
El segundo acto comienza y la melancolía invade a ese hombre que se pasa las manos por su sien nevada. Se está acercando el final sin que pueda disfrutar plenamente del espectáculo. De repente se desata la locura cuando el protagonista principal se arrodilla con los brazos en alto mirando al cielo para agradecer el tributo.
Las cámaras de televisión apuntan a ese racimo humano que festeja el triunfo. Los abrazos son interminables entre espectadores que derraman lágrimas de alegría por el desenlace soñado. Las luces LED se encienden anunciando el ocaso.
El tiempo pasa dejando las huellas que refleja la contienda. El segundo acto termina con final feliz y los actores se encauzan para volver a sus camarines. Se retiran por aquel túnel acolchado mientras los aplausos bajan de la popular de cemento que da a espaldas del ferrocarril.
El público se retira satisfecho a sus hogares, mientras recibe un guiño cómplice de “Navarrito”. Muchos van comentando cada detalle que les dejó el espectáculo simulando ser críticos profesionales.
Ya nadie queda en el Teatro de Turdera, pero el corazón de ese veterano con permiso se siente dichoso de haber vivido otra vez la más maravillosa obra. Al fin y al cabo, eso continúa siendo el combustible que alimenta su pasión por la vida color celeste.
