Por Emiliano Rossenblum (@emirossen)
Pasar de ser un absoluto desconocido a participar en la élite del fútbol europeo en poco tiempo es una experiencia poco común. El caso de Ezequiel “Chimy” Ávila, sin embargo, tiene particularidades que hacen que su carrera sea aún más única.
Su historia empieza como la de muchos pibes de Argentina, ya que la delincuencia estaba a la orden del día en el barrio donde se crió (Empalme Graneros, ciudad de Rosario). Tuvo que hacerse bien de abajo, y hoy recuerda con arrepentimiento cuando seguía lo que llama “el camino malo y fácil”.
Con el tiempo cambió sus hábitos aunque la situación económica era la misma: mientras jugaba en Tiro Federal, su primer club, salía a recolectar cartones para que sus hermanos menores pudieran comer. Con Tiro llegó a debutar en la B Nacional, pero cuando por problemas extrafutbolísticos lo apartaron del equipo, se tuvo que volver a arremangar y hacerse albañil. Dos años estaría completamente alejado del fútbol hasta que volvió luego de que lo fichen nada más y nada menos que en San Lorenzo.
Tardó en explotar, por lo que recién en 2017 y ya con 23 años se ganó la titularidad durante 10 fechas seguidas. Un préstamo al Huesca de España fue lo que le cambió la vida; terminó siendo importante primero en el ascenso del equipo y luego en La Liga, aunque una vez ahí no pudo evitar que el club descendiera.
Fue una de sus mayores decepciones futbolísticas. Y es que quizás por esos orígenes, por todos esos problemas sorteados, el Chimy es un jugador especial. Decir que juega de segundo punta es correcto, pero la mejor descripción sobre su juego la hizo él mismo: “Mientras mi corazón siga latiendo, yo sigo corriendo”. Y en Osasuna, su siguiente destino luego del Huesca, se ha encargado una y otra vez de demostrarlo.
Acostumbrado a tener que hacerse de abajo, encontró en Navarra (provincia al norte de España, limítrofe con el País Vasco) un lugar donde poder asentarse. Su impacto en el club apenas llegar no se puede medir en cifras, sino en el entusiasmo que generó desde un principio a una hinchada que vio reflejado en él al prototipo del jugador que quieren en su equipo. Contagiaba a sus compañeros y era el primero en sacrificarse dentro de un Osasuna que merodeaba la mitad de la tabla luego de ascender la temporada anterior.
Entonces la vida otra vez le jugó una mala pasada. Una rotura de ligamentos cruzados en la rodilla izquierda en enero de 2020 le cortó a él y al equipo las aspiraciones de arrimarse a zona de clasificación a Europa League, y a pesar de que fue una temporada atípica por la interrupción que causó el coronavirus recién pudo volver para el principio de la 2020/21. O esa era al menos la intención inicial, ya que cuando estaba cerca de volver a las canchas repitió la lesión… en la otra rodilla.
Un año y tres meses terminó siendo el tiempo total fuera de las canchas entre las dos lesiones, pero la vuelta fue costosa. El Chimy eléctrico, que se llevaba todo por delante con tal de hacer que su equipo no deje respirar al rival y hacía goles imposibles, había perdido la chispa. Si a eso se le suma la llegada de un refuerzo de jerarquía como Ante Budimir, el tremendo desgaste que el equipo les suele exigir a sus delanteros y que el técnico Jagoba Arrasate adoptó este año un esquema en el que no tiene tanta cabida, da como resultado algo que se repite desde hace tiempo; no completa 90 minutos desde que se lesionó.
Aún así, que nadie lo dude. Como ya demostró el otro día en sus 23 minutos frente al Barcelona y ese golazo que sirvió para empatar en Pamplona, el Chimy va a resurgir, como lo hizo ante cada escollo que se le presentó en su vida. Porque él es así. Mientras su corazón siga latiendo, seguirá intentando.