El 13 de agosto de 1924, misma fecha pero dos años antes del nacimiento de Fidel Castro, nacía Don Antonio Alegre en la localidad de Chacabuco, Provincia de Buenos Aires. Hijo de inmigrantes libaneses católicos, su nombre debería haber sido Antonio Faraj (Alegre en árabe), pero su abuelo paterno decidió traducir su apellido al llegar a la Argentina.
Sus padres Antonio y Tomasa eran una típica pareja de inmigrantes de pueblo. Pequeños comerciantes de barrio, de humilde pasar pero sin que faltara un plato de comida en la mesa. Campechano, mal hablado y pueblerino, así creció Don Antonio que ya era fierrero y futbolero de chico pero su deporte era el póker. “Me gastaba mi mensualidad en timba, ese era mi deporte”, decía en una entrevista con El Gráfico en 1985, año que asumió como Presidente del Club Atlético Boca Juniors y su vida cambió para siempre.
Fanático de Chevrolet por Fangio y de Boca por los goles de Cherro y el paraguayo Delfín Benítez Cáceres que escuchaba por la radio, el niño Alegre abandonó el pueblo familiar sin terminar el secundario, con una pequeña valija de cartón y unas pocas monedas en el bolsillo. Se instaló en el barrio de Barracas y para pagar los gastos empezó a trabajar de peón de albañil por $3,5 por día. “Todas las noches compraba La Prensa para buscar laburo”, recordaba Don Antonio.
Instalado en el sur de la Ciudad de Buenos Aires, el Club Atlético Boca Juniors pasó de ser simplemente su pasión a ser su segunda casa. “Como hincha iba a todas partes y siempre a la popular. Nunca tuve una platea propia”, decía Alegre al asumir como presidente, donde luego iba a mantener el ejemplo. “Boca está en emergencia y lo tienen que entender hasta los hinchas. No habrá entradas de favor para nadie. A los dirigentes dos plateas y si quieren más que pasen por la boletería” remataba.
De peón de albañil pasó a empleado municipal, mientras mantenía otros trabajos en la rama de la construcción. Así llegó a fundar su empresa familiar Alegre Pavimentos, con la que logró el ascenso social al que la clase media argentina podía aspirar en aquellos años cuarenta y cincuenta en nuestro país. Sin embargo, a pesar de acomodarse económicamente, siempre mantuvo un perfil bajo y una actitud humilde. “Seguía viviendo en Barracas y saludando al diariero y la señora que vendía flores en la esquina de mi casa”, contaba al asumir como presidente de uno de los clubes más grandes del mundo. Nunca se acostumbró a las fotos ni a la exposición.
Llegó a presidir el club porque se lo pidieron todas las agrupaciones en conjunto. No era parte de sus aspiraciones ni por la fama, ni por el poder, ni por el dinero. Hace años que venía colaborando con el club como socio y así fue que todos los sectores se unieron para acompañarlo quizá en el momento más crítico de la historia del club.
Siendo apenas un socio con un buen pasar económico puso su empresa a disposición para pavimentar varias zonas aledañas a la Bombonera y en 1981 prestó 720 mil dólares para que Boca pudiera cumplir el sueño de traer a Diego Armando Maradona. La vida de Alegre y Maradona se volverían a cruzar en el club, quizá porque su forma de pensar y sentir al club ya los unía desde siempre.
El presidente que levantó la quiebra
En 1984 las Copas Libertadores del Toto Lorenzo, el Diego y la Bombonera parecían haber quedado en el pasado. Con la llegada de la democracia, la crisis económica que asediaba al país no podía ser ajena al club que solía representar a los de abajo, a los más golpeados. Deudas, juicios, estadio clausurado por peligro de derrumbes y dorsales pintados con fibrón. Esa era la realidad del club que buscaba alguien que se hiciera cargo de ese hierro caliente. Dirigentes y socios de aquel momento no pudieron tener una mejor propuesta.
Don Antonio era uno de los principales acreedores y estaba dispuesto a no reclamar ni un peso con tal que el club renaciera de las cenizas. “Ya estoy palpitando una vocación de ayuda en todos los boquenses. Vamos a poner el club en marcha” decía Alegre que ya proponía que los socios más pudientes colaboraran más. “Boca es fútbol, pero también tiene un deber con la comunidad de La Boca y Barracas. No hay otro club en el sur de la Capital Federal. Tenemos que cumplir nuestra función social”.
Si bien Alegre era de extracción radical y amigo personal del Presidente de la Nación, no tenía aspiraciones políticas ni económicas. Su único objetivo era levantar la quiebra, pagar los salarios de jugadores y empleados y recuperar el espacio comunitario del barrio para la gente del barrio y los dirigentes no solo le creyeron, sino que lo acompañaron de manera unánime.
Don Antonio estaba afiliado a la UCR y más precisamente a Renovación y Cambio (el sector alfonsinista) desde el año 1966, pero eso no le impidió armar una fórmula con Carlos Heller de vicepresidene, un banquero comunista. Pero también se sumaron a aportar dirigentes sindicales de extracción peronista como Roberto Digón o Hugo Curto. Hasta su amigo Antonio Cafiero, también hincha fanático de Boca, se acercó a colaborar.
Si bien es cierto que estaban cambiando los tiempos, que la violencia política, la dictadura y la guerra iban quedando atrás, todavía eran años de muchísima tensión y rivalidad política en nuestro país y el mundo. Pero Boca necesitaba paz y unidad. Necesitaba recuperar cierta esencia barrial, esa identidad y pertenencia al pueblo xeneize y esa fue la tarea principal de Don Antonio.
Alegre suspendió sus vacaciones familiares y un 6 de enero asumió un cargo que nunca buscó. “Llevo dos días como presidente y ya estoy tomando pastillas para poder dormir cinco horas”, decía el viejo en aquella nota que El Gráfico consiguió al asumir. Allí aclaraba también que había aceptado por amor al club, porque lo convocó la unidad y porque supuso que en dos años podía resolver los problemas y volver a sus negocios.
Nunca vio en el Xeneize un trampolín ni una aspiración personal. Sacó a Boca del fondo del mar, levantó la quiebra, pagó los salarios adeudados, reparó la Bombonera, recuperó el semillero, abrió nuevas disciplinas y puso a Boca como club modelo. Los dos años se transformaron en 10 y hubiesen sido más, si el mundo que seguía girando no le hubiese pasado factura.
En plena década del 90, con la desaparición del bloque comunista, el apogeo de la globalización y las privatizaciones, los clubes de barrio, los clubes sociales ya no tenían espacio ni lugar en el fútbol. El negocio estaba listo para comérselo todo y los empresarios veían en aquel capital social de los clubes una nueva acumulación originaria. Podían comprar y vender estadios, mudar sedes, cambiar colores y escudos y hasta comprar hinchadas. Las Sociedades Anónimas todavía no eran una realidad pero eran el sueño de menemistas como Mauricio Macri y el Boca que Alegre había sacado de la quiebra podía ser un gran conejillo de indias.
Don Antonio repatrió al Pelusa de La Paternal para intentar recuperar esa identidad popular xeneize, pero no le alcanzó. El sentido común estaba totalmente cooptado, Menem ganaba la reelección después de privatizar todo lo estaba en manos del Estado y el individualismo ya era moneda corriente. Un campechano honesto, humilde y mal hablado ya no podía hacer grande a Boca que para el mundo necesitaba empresarios e inversores vivos, pillos, del primer mundo.
El club cambiaría sus prioridades y objetivos por 25 años. Ganar y vender reemplazaron a competir y compartir. El pueblo y el carnaval se escondieron bajo la alfombra, se reivindicaron como un valor del pasado, de nuestra historia. El aspiracional de aquellos inmigrantes pueblerinos que alcanzaban un buen pasar y lo compartían con su barrio y sus pares en el club, en los quinchos, la pileta, el asado y el fulbito ya no era la imagen que Boca quería mostrar en el mundo.
Pero la identidad no se vende ni se remata. Se puede tocar fondo una y otra vez pero habrá que volver a levantarse porque de eso se trata la vida y Don Antonio lo sabía. El pueblo y el carnaval también lo sabe. La vida de Alegre se apagó un 24 de febrero del 2010, pero 12 años después está más vigente que nunca.