Alma de potrero: 16 años sin Garrafa Sánchez

Por Sebastián Tafuro (@tafurel)

 

Alma de potrero es una de las definiciones que mejor le cabe. Aún lo extrañan por la Zona Sur del Gran Buenos Aires, allí donde supo exhibir las cuotas de su talento. Deportivo Laferrere – el club del cual fue confeso hincha –, El Porvenir y Banfield – donde su habilidad y desparpajo llegaron a la Primera División– fueron las camisetas que lució y con las que fue admirado. Nos referimos a José Luis “Garrafa” Sánchez, ese al que alguna vez Alejandro Dolina definió como “el jugador que elegimos para querer”, ese que perdió la vida a los 31 años luego de un accidente con una moto. Aquí, el retrato de un crack inigualable.

El primer dato que sobresale en la historia de Garrafa es precisamente su apodo. Este se debía al oficio de su padre, cuyo trabajo era repartir garrafas de gas comprimido, una tarea que de no haber sido futbolista, Sánchez hubiera tenido que desempeñar, tal como confesó en alguna oportunidad. En ese sentido, la herencia no terminó dada por el laburo en sí mismo, sino por ese mote con el que se lo identificó desde pequeño.

En cuanto a su trayectoria futbolística, Garrafa debutó en Deportivo Laferrere en 1993 en un clásico contra Almirante Brown. Jugó allí hasta 1997 y luego pasó a El Porvenir, donde lograría un ascenso a la B Nacional y disputaría un octogonal para subir a Primera, instancia en la que el conjunto de Gerli tropezaría en semifinales frente a Juventud Antoniana. En 1999 tuvo un breve y exitoso paso por el fútbol uruguayo, en el club Bella Vista, con el cual clasificó a la Copa Libertadores, competencia que no podría jugar debido a una enfermedad de su padre que lo obligó a regresar a la Argentina.

Pero la famosa frase de que el fútbol da revancha se aplicaría a la carrera de Garrafa. Tras siete meses alejado de las canchas, lo contrata Banfield, club en el que se convertiría en ídolo indiscutido. Fueron 5 años en la institución verdiblanca, el salto a la Primera División y finalmente la disputa de la Copa Libertadores en 2004/2005, en la cual el conjunto que en ese entonces dirigía Julio César Falcioni llegaría a cuartos de final. En la segunda mitad de 2005 regresa al primer hogar, a Laferrere, donde acariciaría sus últimos balones antes del accidente fatal. 

Aunque esas formalidades – las camisetas que vistió y sus logros – son claves para conocer al jugador, mucho más lo son aquellas miradas que lo graficaron y un escalón más arriba se ubican las imágenes de ese “fulbo” que supo practicar con tanta elegancia y coraje. Porque Garrafa era un tipo que disfrutaba adentro de la cancha y que brindaba esos toques que lo volvían un distinto, esas perlas que van más allá del deseo irrefrenable de ganar. “Hoy no hay muchos jugadores que se animen a tirar caños o tacos, pero quizá no lo hacen por miedo a que les digan algo. Todos los jugadores creen que cuando les tirás un caño los estás cargando, y no es así. Que me tiren un caño a mí. Y si vamos perdiendo se los tiro igual”, declaró en una oportunidad. Un fiel reflejo de cómo concebía el deporte más hermoso del mundo.

En octubre de 2011, se inauguró un monumento a Garrafa en la sede social de Banfield. En abril de 2012, en tanto, se estrenó un documental que retrata su vida dentro y fuera de la cancha. Se llamó “El Garrafa, una película de fulbo” y su primera exhibición fue en el estadio Florencio Sola ante más de 4000 personas. Su director, Sergio Mercurio – fanático del Taladro y, lógicamente, de Garrafa – transmitió su visión sobre lo que significó ese pelado a quién era tan difícil sacarle la pelota: “él representaba lo que a los argentinos nos gusta del fútbol. A todos los argentinos nos gusta ver ese tipo de jugador. Nos quejamos del fútbol de hoy en día porque faltan esos jugadores. Falta esa picardía, del tipo que te demuestre que se está divirtiendo y que, al mismo tiempo, te hace divertir”.

Por último, queda esa anécdota que lo pinta de cuerpo entero, la que lo alejó de los flashes mediáticos pero le dio más respaldo al carácter de ídolo popular que supo concebir. A su manera, a lo Garrafa. Tuvo la posibilidad de jugar en Boca. Un amistoso con Laferrere y un triunfo del equipo xeneize el fin de semana lo llevó al cabulero Carlos Salvador Bilardo – en ese entonces entrenador del club de la Ribera– a repetir ese duelo en Ezeiza. “Anduve bien y me ofrecieron entrenar con ellos. El tema es que no tenía con qué ir hasta allá, porque no hay colectivos, me mandaba con mi moto, una CBR 600. Un día, por la autopista, pasé por al lado de la camioneta de Pumpido, que llevaba a Bilardo. Me vieron y como había una cláusula que les prohibía a los jugadores andar en moto, al día siguiente me dijeron que no fuera más. Yo sabía que no podía andar en moto, pero, ¿iba a ir a dedo? Por eso digo que no me arrepiento”.

 

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