El milagro de Estambul, la emoción en vena

 Por Emiliano Rossenblum (@emirossen)

No hay juego en el que el momento de la definición del ganador no sea tensionante, y por supuesto, el fútbol es parte de esta afirmación. Incluso existe un mantra específico para estos partidos definitorios que se repite hasta el cansancio: “Las finales no se juegan, se ganan”. Por eso no es raro que la final de Champions League 2004-05 haya quedado grabada a fuego en la mente de cada futbolero.

Los dos clubes vivían realidades muy diferentes. Dos temporadas antes el Milan levantaba su sexto título de la máxima competición europea y al año siguiente ganó la liga italiana. En esta Champions habían pasado cómodamente la fase de grupos, y solventaron las siguientes rondas ante rivales de la talla del Manchester United y su clásico rival, el Inter. Recién contra el PSV holandés tuvieron dificultades, cuando solo los penales les permitieron llegar a una Final en la que eran claros candidatos.

En el otro lado estaba el Liverpool. Su temporada anterior había sido agridulce, con una eliminación dolorosa ante Olympique de Marsella en octavos de Copa UEFA – actual Europa League – y mucha irregularidad en liga, pero les alcanzó para entrar en la ronda de clasificación a la fase de grupos de Champions. En esa ronda de clasificación, el Glazer austríaco estuvo a punto de llevar la serie al alargue ante la mirada atónita de Anfield. Luego, en fase de grupos les tocó “el grupo de la muerte”, y durante la última fecha pasaron más de 70 minutos temporalmente fuera de los dos primeros puestos hasta que un gol les dio el pase a la siguiente ronda. Recién pudieron tomar aire en Octavos cuando golearon al Bayer Leverkusen, para después una vez más volver a sufrir muchísimo contra Juventus y Chelsea en las instancias siguientes.

En ese contexto llegaba el día de la verdad. El Estadio Atatürk de Estambul se llenó y la opinión general era casi unánime: el Liverpool era un gran equipo, pero no le iba a alcanzar para vencer a un combinado de estrellas como el Milan. Y es que pocas veces se había visto un once con tanta calidad junta.

Dida aseguraba el arco, Cafú, Stam, Nesta y Maldini conformaban una férrea defensa, y arriba dos animales del gol como Shevchenko y Crespo estaban siempre al acecho. Sin embargo, la verdadera magia ocurría en la medular, con un mediocampo de ensueño. Kaká hacía magia en la mediapunta, mientras que la claridad y elegancia de Pirlo estaba arropada por los dos pulmones del equipo, Gattuso y Seedorf. Todos ellos, por supuesto, bajo la batuta del gran Carlo Ancelotti.

En el lado contrario no tenían tanto talento, pero tampoco se quedaban muy atrás. Nada más y nada menos que Xabi Alonso y Steve Gerrard eran sus jugadores insignia, mientras que Jerzy Dudek era una de las figuras desde el arco. Jamie Carragher lideraba la defensa, y el talento de Luis García por una banda se unía al desborde de John Riise en la otra para abastecer a Milan Baroš. Su director técnico era Rafa Benítez, que venía de una exitosa etapa en el Valencia.

Aún así, el Milan era claro favorito, y lo demostró rápidamente. No había pasado ni un minuto de partido y ya Maldini adelantaba a los italianos con una volea espectacular. Los hinchas del Liverpool se agarraban la cabeza; la mayoría había viajado desde Inglaterra y la tarde pintaba para goleada histórica. Todavía faltaban 89 minutos más.

Para su suerte, en la siguiente media hora su equipo estuvo a la altura del partido. De los dos lados trataban de llegar al área contraria priorizando no desordenarse, por lo que las ocasiones eran más bien aisladas y ninguno dominaba realmente.

Entonces apareció ese que siempre se le pide que aparezca en los grandes partidos, el que todos los hinchas aman, el crack. En este caso, ese genio de la lámpara no tenía uno sino varios nombres, pero se lo conocía por su apodo: Kaká. En el lapso de 5 minutos, dos pases suyos absolutamente magistrales finalizaron ambos en goles de Crespo (aunque el primero también tuvo intervención de Shevchenko).Y entonces sí, llegó la confirmación de lo que todos pensaban: no solo el Milan iba a ser campeón sino que probablemente terminaría goleando por amplia diferencia.

Sin embargo, en ningún momento mermó la actitud positiva del Liverpool; quizás el hecho de que el partido parezca perdido les sacó presión o simplemente por la tensión de jugar un partido de esta índole, siguieron atacando mientras sus rivales bajaban la intensidad y empezaban a arriesgar aún menos que antes. Así llegó el gol, a los 9 minutos del segundo tiempo, cuando Gerrard cabeceó un centro de Riise ante la pasividad de la defensa italiana. De repente, Atatürk tomaba forma de Anfield.

Nada más que dos minutos habían pasado desde el gol, con el estadio tronando en cada dividida ganada por un jugador red,cuando Šmicer (un mediocampista muy colaborativo y sacrificado) batió a Dida con un tiro desde 30 metros. La angustia milanista cortaba el aire. Sin embargo, del otro lado ya no había once jugadores, sino once leones dispuestos a despedazar a su presa alentados por un ambiente ensordecedor, con los hinchas desgarrándose las gargantas y festejando cada metro avanzado como si fuera el último.

Entonces llegó el momento. Una de las obras cumbres de la belleza literaria del fútbol. Baroš estaba por recibir un pase cuando vio un espacio completamente abierto dentro del área, y a Gerrard llegando como una tromba desde atrás. Fue medio segundo en el que decidió y ejecutó un taco perfecto para la carrera de su compañero. Gerrard venía con tal potencia que no podía parar su carrera, y al mínimo contacto de Gattuso, se dejó caer. El árbitro Manuel Mejuto González no dudó en señalar un penal más que polémico, y Atatürk explotó en un grito de alegría nerviosa.

Xabi Alonso puso la pelota en el punto de penal. El tiempo se detuvo, aunque simultáneamente los corazones reds latían más fuerte que nunca. Uno, dos, tres pasos hacia atrás del español. Miró a Dida. Y empezó esa carrera de tres metros que parecían mil. Cuerpo tenso, casi en diagonal a la pelota, y finalmente, el impacto. Un poco mordido, raso, hacia la derecha del arquero… que la atajó sin problemas, aunque no la pudo retener. Fue ese momento de éxtasis milanista el que retrató la final: perfectamente imperfecta, inimaginable hasta para los más ilustres guionistas. Porque la última palabra siempre la tiene el destino, y fue ese destino el que dictó que el rebote de la atajada de Dida fuera hacia adelante, que Xabi Alonso hubiera seguido su carrera luego de patear, y de expresar toda la tensión contenida en un tiro fuerte, alto, inatajable para el arquero ya vencido. Entonces fue el momento del grito agudo, casi infantil del relator, y de la alegría eterna de los hinchas. Pasara lo que pasara después, la hazaña había sido conseguida.

Lo que vino después, no fue más que el resultado de una noche destinada a quedar eternamente marcada en la historia del fútbol. Milan intentó, intentó e intentó, pero la suerte, Dudek, o Carragher siempre llegaban con lo justo para evitarlo de forma casi inverosímil. El alargue siguió el mismo camino, con los italianos dejando todo pero sin que les alcanzara para llegar al cuarto gol.

Como si algo le faltara a esa noche infartante, llegaron los penales. La serie comenzó con Serginho, que había reemplazado a Seedorf, mandando su penal a las nubes. En cambio Hamann, otro que había entrado desde el banco pero para el Liverpool, sí aprovechó su oportunidad y venció a Dida. Pero todavía faltaba un último giro de guión en esta historia. Dudek, que ya se había lucido en los 120 minutos, volvió a aparecer de forma estelar atajando dos penales y asegurando la vuelta de la Orejona a Inglaterra. No hacían falta palabras; la cara de Gerrard al levantar la copa explicaba todo. Los nervios habían valido la pena.

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