El Maradona del 86 no llegó como el número 1. Se hablaba de Zico, de Platini, de Rummenigge pero no tanto de Diego. Sin embargo, se fue de México como el número 1 del mundo. El Maradona del 90 era un Maradona enojado, rabioso. Que ya no estaba tan cómodo en Napoli y que se había sometido a una de sus tantas recuperaciones físicas para llegar bien a la Copa del Mundo. El Maradona del 94 era un Maradona pleno, feliz. Antes de que se popularizara el “me cortaron las piernas”, cuando Diego recepciona la noticia del doping positivo, golpea las paredes de su habitación en el hotel donde paraba la Selección y grita como poseído “me rompí el culo, entienden, me rompí el culo, entienden, me rompí el culo”. Un final tan inesperado y doloroso del que se cumplieron en estos días 25 años.
Todo el relato mencionado le pertenece, palabras más, palabras menos, a Daniel Arcucci, quizás el periodista que mejor conoce a Maradona desde que pasara con él la Navidad de 1985 enviado por el diario El Gráfico. Fue hace dos semanas en el bar palermitano La Rabia donde, desafiando una tarde-noche helada en Buenos Aires, un grupo de maradonianos – esa especie que nunca se extinguirá en nuestro país – nos juntamos a escuchar a Alejandro Wall – coautor junto a Andrés Burgo de ese enorme libro que es El Último Maradona –, el propio Arcucci y el preparador físico Fernando Signorini en el marco de una charla llamada “Pensar a Maradona”. Sí, un cuarto de siglo después Diego nos sigue atrapando tanto que somos capaces de copar un bar antes de que se nos termine el último día de Junio no para tomar birra – que algunas hubo y muy ricas – sino para escuchar relatos sobre aquellos apasionantes y aciagos días.
No hay sorpresa, sino repetición de lo conocido. Los presentes sabemos lo que nos van a contar, lo leímos y lo escuchamos en varias oportunidades. Vimos imágenes, seguimos la carrera – afuera y adentro de la cancha – de Maradona en tiempo presente o retroactivamente. Paréntesis: la cantidad de treintañeros impresiona. Eso quiere decir que si estás en esa franja, como mucho tenías 6 años cuando Diego conquistó México. Para la gran mayoría de ese núcleo etario, el Diego del 86 es algo que nos contaron, el del 90 es un recuerdo más bien vago y el del 94 es que más sentimos como propio, el que nos formó, el que nos introdujo en la esencia maradoniana. No es el ganador, no es el que todo lo puede (aún con tobillo destrozado), sino el que tenía todo para volver a ser y lo hundieron sin lugar para revanchas. Ese Diego derrotado como nunca por ese poder al que siempre desafió es nuestro Diego. La marca de origen de una generación.
Diego se preparó como nunca para ese Mundial. Un campo en las afueras de La Pampa es la primera gran imagen. Y el Profe Signorini es el que mejor va a describir aquellos días, esa prehistoria antes de los hechos en Estados Unidos. La necesidad de aislar a Maradona de entornos y contextos cada vez más complicados, de reencontrarlo con sus orígenes para volver a ser. Por eso cuando el 10 – fanático de la televisión – ve que hay un televisor chiquito y encima funciona sólo un canal (¡borroso!), lo increpa al Ciego – como le decía el preparador físico – y le dice «¿a dónde me trajiste?», Signorini le responde «a Fiorito».
Y «Fiorito» fue la punta de lanza para que la llegada a tierras norteamericanas estuviera colmada de expectativas. Ese equipo de Basile tenía todo para arrasar. El 0-5 se había convertido en una anécdota y renacían los 33 partidos invictos previos ahora con la incorporación de Diego y Caniggia – que había jugado la Copa América del 91 pero no la del 93 – en niveles altísimos. El 4 a 0 a Grecia con 3 de ese animal del gol que ya era Batistuta (y seguiría siendo por varios años más) y el grito de Maradona tras un toqueteo infernal en los bordes del área escenificaron un debut a pura algarabía más allá de la debilidad rival. El 2 a 1 a Nigeria con un doblete inolvidable de Caniggia terminó de desatar la euforia. Argentina exhibía, aún con ciertas deficiencias defensivas, un fútbol de alto vuelo y soñar con la Copa lejos estaba de ser una quimera. Pero…
Y ahí llega la sucesión de hechos vertiginosos y dramáticos, con un sinfín de personajes. La enfermera que le agarra la mano para llevarlo al control antidoping, Grondona que tiene miedo pero que luego no hará demasiado – nada – para salvarlo, llamados entrecruzados Boston-Dallas-Buenos Aires, el vademecum para interpretar la efedrina o si se puede encontrar alguna otra cosa que actúe como atenuante, Cerrini (el fisicoculturista que le propinó el Ripped Fuel, un suplemento dietario que contenía efedrina) que quiere que se lo trague la tierra, el “deseo” de que quizás el doping le corresponde a Sergio Vázquez – el otro sorteado de la Selección -, la FIFA que sabe que habrá castigo pero no hay ninguna sanción especificada, la instalación de una falsedad que circula incesantemente hasta convertirse en casi verdad: si no retiran a Maradona, la Selección será descalificada. Diego se quiere morir. La tristeza no tendrá fin.
Y en ese entonces, una habitación de hotel es testigo de una escena inolvidable. Maradona, a través de Marcos Franchi, el representante en ese entonces, lo llama a Daniel Arcucci para que vaya. El periodista le había solicitado a Franchi una camiseta de Diego tras el partido con Nigeria. El intercambio no se había dado y todo lo ocurrido parecía conducir a que no sucediera. Arcucci por supuesto lo entendía. Pero el 10 no se olvidaba y le dice “¿vos me habías pedido una camiseta, no?”. El enviado de El Gráfico le contesta “sí Diego, pero no te preocupes, no pasa nada”. Y Maradona, mientras su mirada parecía perdida, le lanza con un dejo de tristeza “¿todavía la querés?”. Y Arcucci le responderá en nombre de todos: “más que nunca”. Diego se despedía de su último Mundial por la puerta de atrás. 25 años después nos sigue doliendo y al mismo tiempo seguimos recordando su infinita y eterna magia.
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