Por Federico Coguzza (@ellanzallama)
Apenas un minuto ha pasado desde el inicio del round trece. El protector de Joe Frazier vuela por los aires y cae fuera del ring. El gancho de derecha de Muhammad Ali entró limpio. Es 1 de octubre de 1975 en Manila, Filipinas. El boxeo regala una de sus veladas más recordadas.
Mientras alguien levanta del piso el protector bucal volador, Ali encuentra todos los flancos de Frazier abiertos de par en par y desata su vendaval. El calor es extremo. Los 40 grados de temperatura a esta altura del combate son un rival más. Suena la campana. Ali vuelve agotado a su rincón. Frazier, zigzagueante, busca su esquina.
Antes de este respiro sin respiro ambos boxeadores transformaron la pelea en una batalla. Ali, defensor del título mundial de los pesos completos, manejó a gusto y piaccere los tres primeros asaltos. Se movió, bailando, sobre todo el cuadrilátero. La izquierda en jab y la derecha minando la cara de Frazier. El camino parecía allanado para que retuviera la corona.
Sin embargo, Frazier, que ya lo había vencido el 8 de marzo de 1971 en el primer combate entre ambos, pudo aguantar la artillería descargada por el campeón. A partir del cuarto asalto encontró en el cuerpo a cuerpo una estrategia fértil para que sus ganchos de zurda, marca registrada, erosionen de a poco la potencia y el protagonismo que Ali había mostrado cuando a las 10.45 de la mañana en el Coliseo Arena de la Ciudad de Quezón, el árbitro filipino Carlos Padilla dio inicio a la pelea.
Fueron cinco asaltos seguidos en los que la fuerza y entereza de Frazier pusieron contra las cuerdas a Muhammad Ali. Cinco rounds en los que se pudo a ver a un retador entero y a un campeón sintiendo el rigor de una pelea que estaban durando más de lo que su cuerpo podía sostener. El cansancio de ambos, por el golpe por golpe en el que se habían trenzado, fue notorio en el último tramo del combate. Cada vez que sonaba la campana, ambos acudían a sus esquinas como quien va en busca de los más preciado. En este caso, un banquito donde encontrar reposo y algo de agua para hacer frente al sopor de los golpes recibidos.
La segunda pelea entre ambos fue el 28 de enero de 1974. En esa oportunidad el vencedor fue Ali, por puntos. Para que ello se repitiese, para que el campeón pudiera conservar el cinturón, debía, una vez más, demostrar por qué era el más grande de todos los boxeadores que han nacido en este plano de las cosas. Pero la tarea, también una vez más, no era para nada sencilla. Enfrente tenía a un rival dispuesto a pagar cara su derrota.
La campana volvió a sonar. Ali y Frazier ganaron el centro del ring, y con lo poco que les quedaba siguieron deleitando a un público que tronaba en cada golpe por golpe. Fue en ese palo por palo que apareció la llave del combate. Un gancho que llega de pleno a un rostro inflado. Un protector que vuela y combinaciones de golpes que ya no encuentran resistencia. Solo otro campanazo. Otro asilo efímero de tan solo un minuto en el que fuera posible recuperar, quizás, algo de lucidez.
La imagen en cada una de las esquinas es elocuente. Frazier mira sin ver. Su rostro esta hinchado por donde se lo mire. Ali respira agitado, intenta sacarse los guantes. Como si no los aguantase más. Como si, a pesar de todo, quisiera que esto de una vez llegue a su fin. Porque, así como no hay mal que dure cien años, tampoco hay cuerpo que aguante tanta ofensiva y contraofensiva, tanto dar y recibir.
Otra vez la campana. Otra vez los dos boxeadores saltan, por no decir caminan, hacia el centro del cuadrilátero. Pero Frazier ya no ve, va para adelante como un toro enceguecido. Y en ese ir ciego recibe, ya casi sin oposición, un golpe atrás de otro. No cae. Parece que es el instinto el que lo mantiene en pie. Mientras Ali busca, con lo que queda de resto, sentenciar el combate: La Batalla de Manilla.
El asalto catorce llega a su fin. Ali y Frazier quisieran no tener ni que caminar hasta sus esquinas. Están extenuados. Se desploman sobre los bancos. Sus rincones les hablan. No parecen escuchar sino, más bien, suplicar que le pongan punto final a esta feroz contienda. Alí, sacude sus brazos e intenta sacarse él mismo los guantes. Frazier escucha a su entrenador Eddie Futch que intenta convencerlo de que lo que ha hecho es suficiente, que nadie jamás olvidará lo que ha hecho esta noche, que es hora de tirar la toalla, porque queda apenas un round y por lo tanto resta algo más que una eternidad.
Desde la esquina del retador lo llaman al árbitro. Alertados de esta secuencia, en el rincón de Alí saben que lo único que deben lograr es que se ponga de pie. Y eso es lo que sucede. Al tiempo que la toalla cae sobre la transpirada lona del ring, Alí es empujado a ponerse de pie y levantar los brazos.
La batalla de Manila ha llegado a su fin. Es 1 de octubre de 1975 en Filipinas. Ali y Frazier han escrito una de las mejores páginas en la historia del boxeo. Y como decía el Flaco, “todo dura un instante para toda la vida”.