Por Tostao Tostaganza (@tostaganza)
Traducido y editado por Emiliano Rossenblum (@emirossen)
El juego de Paulo Dybala, agraciado con movimientos naturales y auténticos, revela un fútbol divino, un sueño fino y estético. Lleva esa esencia en el corazón y en los genes: cuerpo pequeño, ágil, vivaz, donde todo gira en torno a la pelota. Su control es casi digno de un bailarín, siempre en búsqueda de taladrar al rival con paredes y giros. La postura siempre a disposición del engaño. Y otro nivel de intimidad con la pelota.
Es de los pocos futbolistas que reniegan de la condición de profesionales del fútbol; él solo juega a la pelota. Sus movimientos, gestos y acciones se caracterizan de forma única, llevan un sello de personalidad que lo define y son propios del fútbol entendido como arte.
Como dijo Eduardo Archetti en el artículo “El potrero y el pibe: territorio y pertenencia en el imaginario del fútbol argentino”, el “prototipo” de futbolista argentino tiene que tener espontaneidad, frescura, hacer las cosas sin pensar demasiado sobre las consecuencias negativas que puedan tener sus acciones en la cancha. Estas son cualidades que hay que saber apreciar porque el fútbol es un juego que solo se puede reproducir y mantener si se conserva la libertad.
Se concibe así como un juego perfecto para los niños; por eso la imagen del niño jugador típico se basa en la exuberancia de la destreza, el sentido artístico, la aparente vulnerabilidad, la creatividad individual, la improvisación y la vivacidad. Dybala es, en ese sentido, un “niño-jugador”. Cuando tiene la pelota dibuja su propia mirada sobre el mundo y crea uno nuevo donde el foco está puesto en la soledad del jugador y el objeto que más desea. Esa manera egoísta de entender el deporte, que solo quiere la pelota y ve la gloria únicamente en quedarse con ella, lo convierte en un jugador paradigmático en cuanto a cómo se vive y siente el fútbol en Sudamérica.
Necesita un ambiente donde se le dé lugar a su intuición, que tenga la posibilidad de buscar el balón a los pies de los defensores o mediocampistas para estar en contacto con la pelota y crear nuevos espacios, nuevas interacciones. Ellas van desde unir al equipo tocando en corto hasta gambetas, paredes y apoyos.
¿Por qué es un símbolo de resistencia?
Esto se debe a lo mucho que se viene perdiendo de esa cultura hace décadas. Cada vez que acaricia la pelota con sus botines, bendecidos por un don divino traído desde la infancia en los potreros de Córdoba, se ve en él la esencia de aquellos campitos llevada a la élite absoluta: absorbe todo el juego y hace que las jugadas renazcan tomando un significado completamente diferente al que tenían.
Pero ya es difícil encontrar niños en los potreros con arcos de piedras, mochilas o lo que sea que encuentren. El fútbol y la sociedad han cambiado, la tecnología los llevó a otra parte. Hemos perdido parte de esa picardía, esa astucia y esa improvisación. Los niños y pibes de hoy en día apenas pasan por las escuelitas de fútbol antes de entrar a las inferiores de un club, donde todo está demasiado estructurado -en el mal sentido-.
Nunca debemos olvidar que este también es un juego que cuando éramos chicos lo jugábamos por diversión, así empezamos y así somos. Todos llevamos un niño dentro y nunca debemos dejarlo atrás. Dybala es el mejor ejemplo.
Cada acción técnica lo califica como un artesano que también representa la resistencia ante el ultimátum al moderno juego posicional que impera hoy en el fútbol. Sus movimientos son naturales, únicos, simples pero complejos (paradojales), todos son diferentes porque el fútbol es circunstancial y muestra infinitas posibilidades. Paulo las acepta y se siente cómodo en esa incertidumbre.
Es resistencia porque los jóvenes viven con las exigencias del ahora y eso les quita naturalidad. Los entrenadores transforman esa naturalidad en “adaptación” al equipo y buscan centrarse en la velocidad, el físico, la musculatura, priorizando actuaciones inmediatas. Eso le quita personalidad al jugador. Los jugadores nacen con características innatas pero necesitan sensibilidad por parte de los entrenadores para que puedan desarrollarse de la mejor manera.

¿De dónde sale su naturalidad?
Es un jugador que desprende autenticidad y pertenece a circunstancias muy íntimas de la cultura argentina. Revive la imagen del argentino y refuerza una forma de estar en el mundo. Marco D’Ottavi escribió en Ultimo Uomo: “Si los disparos de Paulo Dybala fueran un programa de MTV, aparecería un cartel blanco diciendo “No intentes esto en casa” antes del inicio. Cuando patea el argentino asume una extraña pose, más pose que hombre. Empuja la cadera derecha hacia afuera, baja el torso hacia la izquierda, deja patinar el pie de apoyo, mientras que el que patea se mueve como un látigo antes de ponerse rígido de repente tras el impacto, con el dedo del pie izquierdo siempre hacia arriba. Todo en busca de un equilibrio que no existe en la naturaleza sino solo en los tiros de Paulo Dybala.”
No es nada casual esa rareza. El genio necesita de elementos inexplicables para ser reconocido como tal. Sigue D’Ottavi: “El referente más cercano sin duda es Messi -no un referente de talento, sino de movimientos-, pero si el argentino (el más fuerte) vive una eterna luna de miel con el balón, Dybala es más discontinuo, tiene apoyos y acciones contraintuitivas, siempre parece a punto de perder el control o forzar una jugada. Cada balón que toca parece un esfuerzo inhumano que le sale fácil”.
Al final, es la esencia misma del pensamiento filosófico del fútbol argentino, donde la creatividad y el genio se combinan para elevar el juego a un plano de belleza y perfección. Se ve en la forma en que usa cada parte del cuerpo, cuando la pelota se deshace como si fuera magia. Una vez la tiene rendida a sus pies no hay escenarios ni contextos adversos que lo detengan y crece la creatividad e imaginación.
¿Qué lo hace tan especial?
Cuestionado sobre el tema, Sócrates Atanzio expresó que hay dos tipos de números 10 argentinos: el cerebral (que la pisa, da cuerda al equipo, es exquisito), como Riquelme, Gorosito o Alonso, y el gambeteador (que baila, acelera y juega con la pelota, es pura cintura) como Maradona, Messi o Aimar. Dybala para él es parte de ese segundo grupo.
Pero aún así su esencia es muy particular: aunque nos recuerda a un tipo de jugador específico, él es una expresión natural y no una copia, por lo que a veces se sale de los márgenes. Mezcla la inventiva y la confianza en sí mismo para crear jugadas, imaginar pases e invitar al resto a la esfera de confianza que él crea. La belleza está en la forma que tiene de pegarle a la pelota, la conducción, la dificultad con que la controla siempre muy cerca del pie.
Cuando la toca, las piezas se dan vuelta. Si sube, arregla los problemas en zona de definición. Si baja y logra jugar con más espacios, su afinidad con la pelota le permite cambiar el ritmo del partido. Un reservorio infinito de inteligencia.
Crcula alrededor del campo de ataque con libertad, recibe y arrastra a los defensores con su zurda mágica que siempre encuentra compañeros en situaciones ventajosas. Actúa como el director de orquesta de los ataques, una mente maestra que los imagina antes de que ocurran y empieza a componerlos a partir de esa visión con su notable movilidad y capacidad de interpretación. Ese es, señoras y señores, Paulo Dybala.
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