Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)
Hace largos minutos ya que Moe Mont, el pianista de jazz, se viene debatiendo internamente entre una disyuntiva. La cuestión lo viene aquejando sobremanera y el propio músico se permite compararla con la desesperación que le provocan los agujeros negros, el primigenio rescoldo de la composición armónica en la que viene tropezando desde hace semanas y acaso la desaparición de la figura del enganche en el fútbol argentino.
Es viernes, ya ha vuelto el calor y aún es de día pasaditas las veinte. Se deja llevar por una melodía de Bill Evans que le despierta cierta envidia mientras prepara un modesto tentempié para convidar a los amigos que pronto se apersonarán en su casa de Villa Libertad.
La tertulia ha sido organizada a los fines de abordar ciertos temas que no pueden hablarse en otros ámbitos que no sean la privacidad de un hogar, y hablar del amor o de la muerte hasta que comience el encuentro entre Sarmiento de Junín y San Lorenzo que todos habrán de escuchar por radio ya que el anfitrión -al que cierta vez el artista Rafael Arias se refirió como un hijo de puta de los tiempos de Alejandro- no tiene pantallas en su casona.
Moe Mont ahora se encuentra -como se ha dicho- ante la disyuntiva que un pedazo de queso semiduro le echa en la cara como una injuria: ¿Será que salen esos cubitos o, más convenientes, esos triángulos?
Así se está devanando el pianista de jazz cuando se da cuenta de que desde la cocina, casi en el fondo de la casa, no oirá los aldabonazos de las visitas que estarán ya al caer. Cuando Bill Evans se lo permite, Mont abandona la cocina, atraviesa el comedor y por fin llega a la puerta.
Fuma las últimas pitadas de un cigarrillo antes de arrojar la colilla al medio de la calle. Piensa en la discusión que mantuvo la última vez con Arias. Siente cómo algo parecido a la indignación le crece en el estómago, se le mezcla con el vino y amenaza con subírsele por el esófago.
Con el ceño fruncido y los dientes apretados se vuelve a la cocina para servirse más vino. Toma la botella y echa sin medir. Fuma de nuevo. Ojalá no venga. Por hoy nomás. A no ser que caiga con Phylicia. Sí, que la traiga. Pero que no hable de fútbol. Es un obtuso, quizás peor que yo. La última vez me sacó. Y se pone a recordar la desafortunada plática, regodeándose en la propia desazón, en el vino, en Bill Evans y en Phylicia Arias, la mujer más hermosa del mundo.
-Los tipos que juegan en el fondo tienen que saber de qué juegan, tienen que saber si son el dos, el seis, el cuatro o el tres. Tienen que saberlo siempre y siempre tienen que jugar en el mismo puesto. No los podés cambiar.
-Pará, Moses, ¿pero y si necesitás ajustar algo?
-No los podés cambiar.
-¿Y si se te lesiona alguno?
-Lo reemplazás por un suplente que juegue en ese puesto.
-Bueno, eso en un panorama ideal. Pero no seas tan cerrado.
-¿Yo? ¿Cerrado, yo?
-No veo cuál es el problema en ir cambiando. Un central debería poder jugar de dos o de seis. Los dos puestos.
-No estoy de acuerdo -había dicho Moe Mont mientras negaba con la cabeza.
-Escuchame, si ponés línea de cinco…
-¡No se pone línea de cinco!
-Pero…
-¡No se pone!
-¿Y si tenés que asegurar?
-Asegurar qué.
-El partido.
-¿Qué con eso?
-Digo, si vas ganando uno a cero de visitante y restan quince para que termine.
-Aguantás con línea de cuatro. No, no sólo aguantás con línea de cuatro: sacás un volante y ponés otro delantero.
-Con vos no se puede hablar, Moses.
-Arias… No me salgas con eso.
A Moe Mont le había parecido que la sentencia de Arias era un cuchillo clavado en la mesa. Pensó antes de reanudar la conversación. Luego escupió:
-¿De dónde sacás que un equipo respetable puede jugar con doble cinco?
-¡Pero si yo no dije eso!
-Pero seguro lo estás pensando.
-Moses, pará, escuchame.
-Escuchame vos. El verdadero cinco no entiende por qué el técnico cree que el puesto necesita ser reforzado. Y se angustia. Y quizás hasta le toma cierta aversión al técnico. O al compañero, ahí tan cerca. Y la cosa sale mal y todo se desmadra.
-Moses, si un jugador…
-Pará. Pará un poquito que todavía no te hablé del enganche.
-¿Qué pasa con el enganche? -había preguntado Arias.
-Eso mismo me pregunto yo. ¿Qué pasa con el enganche?
-Aguantá que tengo que ir al baño.
-Andá nomás. Voy pidiendo otra vuelta.
Ahora que recuerda aquella conversación en el bodegón que está frente a la Placita Libertad, la cosa se le antoja menos grave. Pero hay otro asunto que insiste de súbito en inmiscuirse en su cabeza.
No se resiste, mete un trago de vino, fuma, anota una melodía en un papel pentagramado que hay por allí -los hay por toda la casa- y se entrega, completamente hedonista, al egoísmo del pensamiento. Phylicia Arias, la mujer más hermosa del mundo, hija de su amigo, lo perturba sobremanera. Él se sabe un hombre débil en todo sentido menos uno y eso de que la carne llama a la carne parece que se lo han escrito premeditadamente para sí.
Cada ocasión, cada encuentro en el que ella está presente, a Moe Mont le recorre la espalda -vamos a decir la espalda- una cremallera de hormiguitas carnívoras, despiadadas. Más de una vez había tomado la resolución de marcharse cuando Phylicia aparecía de súbito y entonces él exponía excusas ridículas que nadie le creía pero que tampoco nadie ponía en discusión. Qué con esta mujer.
Parece que Arias, un joven Arias, habría hecho un pacto con el Diablo para quedar seleccionado como expositor en la Gemäldegalerie en representación de los artistas latinoamericanos.
Rafael Arias andaría por los veinte años -estamos hablando de principios de la década del noventa del siglo pasado-. Fue un acontecimiento sin precedentes que causó un contundente revuelo a nivel mundial; el propio Arias alcanzó un reconocimiento desmedido que, sin embargo, duró poco.
A cambio -y acá la madre del borrego-, el Diablo, prescindiendo de la adquisición futura del alma del artista, habría sentenciado que cuando Arias tuviere un hijo -que sería una hija- el mismo Príncipe de las Tinieblas metería mano.
Tras firmar el contrato -pongalé que con sangre- el Diablo -de manera incomprobable- habría dicho: Su hija, que se llamará Phylicia, será la mujer más hermosa del mundo y esto, lejos de ser un regalo, será su maldición. La suya y la de usted.
Moe Mont -y todo el grupo y aun todo el que la ha visto, hombre o mujer o lo que usted quiera- está loco por la muchacha que siempre parece tener veintipico de años. Un súcubo piensa el pianista de jazz.
Un demonio del sexo que te visita por las noches y vos te quedás así, en el sueño o en la vigilia, andá a saber, desarmado, desnudo y muerto de miedo pero enamorado como no se puede estarlo de una persona. Un súcubo. Tiene la boca del Diablo en su boca. Pero qué asco, eso no está tan bueno, pensá en otra cosa, Mont, volvé al doble cinco, salí de acá, salí… pero qué hermosa es, cómo me gusta, me vuelvo loco. Phylicia, esa boca, por favor no vengas.
De esos manglares lo expulsan los aldabonazos que se oyen alegres y con una insistencia poco habitual en la mano de Rafael Arias. Cuando Mont abre la puerta y ve a Phylicia detrás del artista, se le pasa todo. O más bien todo le pasa y lo siente en el cuerpo.
Luego de que el artista estrecha la mano del anfitrión y entra como si fuera su propia casa, Phylicia, con una sonrisa de complicidad, le estampa un beso furtivo en la boca y entra moviendo esas caderas que para qué le voy a contar.
Moe Mont se persigna, rápido y mal, cierra la puerta y los sigue hasta la cocina dispuesto a servir el tentempié. Bill Evans continúa sonando como si todo fuera nada. O al revés. Una mano desactiva el tocadiscos, otra enciende la radio con la señal ya sintonizada.
No hace falta que Moe Mont convide a sus invitados a tomar asiento: se han acomodado con gusto y una naturalidad que les viene del tiempo. El pianista de jazz acepta el cigarrillo que le ofrece Arias, lo enciende y se dispone a servir el vino para los, por ahora, tres que se van entusiasmando con las promesas de la velada.
Se le ocurre echar un vistazo al patio a través de la ventana que hay sobre la mesada y cae en cuenta de que, aunque no del todo, la noche cae sobre San Martín. Echa una pitada larga. Cuenta las estrellas que ya se pueden apreciar desde ese incómodo recorte de la vista. Antes de escupir el humo piensa que debe pensar en otra cosa y dice sólo para sí: Rage, rage against the dying of the light. O al revés.
