Por Sebastián Pujol (@seba_del83)
Quince minutos habían pasado desde que Slobodan se fuera bordeando el río en dirección al edificio del correo. No podrían cruzar hasta que lo vieran volver.
Durante tres años había enseñado a niños a jugar en equipo, a mantenerse unidos dentro del campo de juego. La única manera de ganar, decía, era jugando para los demás. Con Edin era distinto. Era un goleador nato. El resto debía pensar en jugar en equipo. Edin no. Él servía para el gol. De esa manera era útil al equipo.
—Tu cabeza tiene que estar puesta en el arco rival, Edin —le dijo Predrag al niño de once años, goleador del equipo, arrodillado a su lado bajo la luz de un farol. No parecía tan entusiasmado como de costumbre. En cualquier momento su ayudante volvería y podrían cruzar el puente sobre el río Miljacka. Dejó salir de su boca una bola de vapor que subió expandiéndose y cambiando de forma hasta escapar a la luz del farol que los iluminaba.
Edin debía pensar solo en el arco rival. Tanto se lo había repetido, que incluso cuando corrían a refugiarse en el vestuario del club durante los bombardeos, Edin se imaginaba a sí mismo haciendo goles. Predrag no había conocido antes un proyecto de jugador tan bueno. Sin embargo, esa tarde Edin parecía desenfocado, distraído.
—¿Te cuento de cuando conocí a Jari Litmanen? —le dijo el entrenador—. Era rápido como una liebre, Edin. Uno de los mejores jugadores que me tocó marcar. Probablemente llegues a tener la misma altura que él.
¿Algún día llegaría Edin a ser como su ídolo? Al menos tendría la misma estatura. Eso repetía hasta el cansancio su entrenador, que fue futbolista profesional y jugó en la Selección Nacional de Yugoslavia.
El día en que cayó la bomba que dejó a su vecindario sin televisión Edin miraba dibujos animados. Se agarró la cabeza. Si no volvía rápido se quedaría sin el resumen de la Copa de Campeones que pasaba el programa sobre fútbol de Europa que veía junto a su hermano mayor. La señal de televisión nunca volvió y tuvo que conformarse con escuchar los resultados del Ajax por radio y ni siquiera ver unos segundos por día a Litmanen ni a Kluivert, Kanu o a los hermanos de Boer.
Predrag miró hacia el lugar por el cual debía aparecer Slobodan. El partido empezaría en unos minutos. Los diez chicos, los tres padres y los dos ayudantes se amontonaban bajo el techo de un antiguo puesto de seguridad abandonado.
Ya no nevaba, pero el frío era como un manto gris traslúcido que flotaba sobre una ciudad que cada día se parecía menos a la Sarajevo en la que Predrag Pašić había nacido, en la que aprendió a caminar y a jugar al fútbol al mismo tiempo, en la que se consagró como jugador del FK Sarajevo. Lo mejor era pensar en el partido al que ya estaban llegando tarde. Slobodan debía estar por volver en cualquier momento.
Estaba seguro que si les daba una pelota los chicos se pondrían a jugar ahí mismo, a pesar del peligro y de la nieve que se había acumulado tras varios días de un intenso temporal. A pesar de todo, los chicos armarían dos equipos. Era casi lo único en que pensaban. La guerra nunca impidió que quisieran jugar. Él hubiera seguido pateando una pelota a pesar de todo.
Lo que más le preocupaba era que esa tarde Edin no parecía estar poseído por ese entusiasmo alegre que lo caracterizaba. No era un líder de equipo, pero era un chico optimista.
Claro que también lo preocupaban los francotiradores. La seguridad de los niños del club que había fundado poco tiempo después de que empezara el cerco sobre Sarajevo era lo más importante. Hacía mucho que había dejado de lamentarse por no haber aceptado las invitaciones del exterior, que todavía le seguían llegando cada tanto. Especialmente del Stuttgart. Su esposa se lo recordaba siempre que tenía la oportunidad.
No había imaginado que la guerra seguiría creciendo hasta llegar a su ciudad. Conocía a gente importante. Incluso, era el ídolo de muchos de ellos. Le habían advertido que la guerra llegaría a Sarajevo. Predrag conocía su ciudad y estaba seguro de que no pasaría. Hasta que empezaron los bombardeos.
Entonces llegaron los llamados del Stuttgart, donde había jugado varios años. Le ofrecieron un salvoconducto. Sería entrenador de un equipo de inferiores. Sin embargo, nunca se fue. Un cabezadura. Su esposa siempre lo dijo. Si no fuera tan terco, habría tenido una carrera incluso más exitosa. Pero no, él no solo se quedó sino que abrió la escuela Bubamara de fútbol, un lugar feliz en medio del infierno.
Uno de los padres volvió a preguntar por Slobodan. Ya era la hora del partido y todavía no habían cruzado el puente. Predrag pensó en organizar un calentamiento previo, sacar algunas pelotas, unos conos y ponerlos a calentar cuando, bordeando el río por la ladera sur, vieron aparecer corriendo al ayudante del club. Desde que empezara el sitio de Sarajevo todo el mundo corría. Ya nadie caminaba. La aparición de Slobodan significaba que no había francotiradores en las cercanías.
Levantaron los bolsos y encararon el puente. Corrían en fila. Llegarían unos minutos tarde. Predrag cerraba la fila. Delante suyo, Edin parecía haber recuperado el entusiasmo y trotaba con una pelota en las manos dando pequeños saltos, como para ir imprimiéndole calor a los músculos, cuando empezaron los disparos.
Estallaron de a cientos contra el metal y el cemento del puente. Jugadores, entrenadores y padres consiguieron cruzar. Predrag y Edin habían tardado un poco en subir al puente. El entrenador y el goleador del equipo se habían retrasado charlando sobre el partido.
Retrocedieron unos pasos y se refugiaron tras un pilar de cemento. Llegaron algunos gritos desde la otra orilla del río. Alguien había sido alcanzado por las balas. Predrag se asomó por un costado del pilar y buscó con la mirada en la oscuridad.
Ya quedaba poco de la Sarajevo de los colores, el bello crisol de razas que fuera alguna vez su ciudad. Se apoyó en el cemento y se deslizó hasta tocar el suelo. Apoyó su mano derecha en la rodilla de Edin.
Esperaba encontrar un niño asustado, pero el muchacho estaba serio, concentrado, decidido. Se levantó y puso la pelota en el piso. Ajustó los cordones de sus botines y se irguió sacando pecho. Miraba hacia el puente. Hubiera sido difícil en ese momento adivinar que tenía solo once años. Antes de que el entrenador pudiera frenarlo, comenzó a correr con la pelota en los pies.
Aunque había poca luz, Predrag lo vio cruzar zigzagueando, esquivando el plomo que caía invisible, sin tocarlo. Predrag vio tribunas repletas que lo rodeaban, el verde césped bajo los pies de Edin, las líneas de cal, los rivales desparramados por el piso.
El chico había cruzado a salvo. Ahora era su turno. No podía quedarse en la orilla incorrecta. Buscó una pelota en su bolso. La puso en el piso y apoyó encima la suela de su zapato derecho.
Este cuento está inspirado en la escuela de fútbol Bubamara, que realmente existió y fue uno de los temas que tocamos en nuestra serie #HistoriasDeFútbolYGuerra: https://lapelotasiempreal10.com/historias-minimas/historiasdefutbolyguerra-predrag-pasic-y-su-bubamara/