Por Julián Rodríguez Clingo (@pelotacontraelpiso)
Jugar contra ellos era clave. Perder o ganar podía arruinarte o salvar un campeonato. En nuestro caso, si perdíamos, nos cagaba una gran campaña. Veníamos punteros e invictos, y ellos, acostumbrados a ser últimos, aquella vez se les ocurrió pelearnos el torneo. Si nos ganaban nos pasaban. “Pelota contra el piso y jugamos” era la prédica de Cachito, nuestro técnico. Si me habré comido cagadas a pedos por ir con la pierna blandita. “Roque, jugá fuerte o te saco”.
De todos modos, no jugaba mucho, así que mucho no importaba. Y estaba bien. Vamos a ser sinceros. Yo no era ni un Messi, ni un Ruggeri, ni un punto medio. Lo mejor para el equipo era quedarme en el banco lo más que pudiera. Si formaba parte del plantel era porque jugaba desde los tres años.
Pero aquel día Cachito me miró fijo y me dijo con resignación: “Vas de titular”. Es que el 9 y el 10 estaban enfermos… ¡enfermos! No se podían enfermar cuando jugábamos contra ellos, contra los eternos últimos. Me querían arruinar la vida. Y los otros suplentes, amigos entre ellos, tenían un cumple en común. Yo no sé como es, pero a veces los planetas se alinean para pegarte un puntinazo en las pelotas y hacerte quedar en ridículo.
Faltando media hora para el partido mi corazón y el de todos en el club se aliviaron. Nuestro crack, Pablito, venía a jugar… con treinta grados de fiebre. No le importaba nada, así que volví a mi lugar en el mundo, ese vientre futbolístico al que denomino banco.
Éramos locales. Antes de salir a la cancha, el nerviosismo se respiraba en el vestuario. “Prestá atención, pelotudo”, le decía Cachito a Camilo, su hijo, central del equipo, después de darle un cachetazo que había paralizado al vestuario. No sé si era muy pedagógico, pero Camilo era medio salame. Ojo, era un jugadorazo, pero medio gilastrún. “Ahora por eso Pablito va de capitán”.
El partido empezó y ellos eran mejores. Perdíamos uno a cero en veinte minutos. Cachito buscaba soluciones en el banco, me miró, suspiró y volvió a ver el partido. “Como se puede ser tan pelotudo viejo, mira que le dije que no hagamos fules boludos”, decía el técnico, que tenía prácticamente alquilado a su hijo. A veces me daba lástima.
“Muchachos si van a jugar asi, me avisaban y ni nos presentábamos”, gritaba Cachito en el vestuario, mientras transcurría el entretiempo. Volvimos a la cancha. Bah, ellos. Yo me ubique en el banco y me puse un buzo. No sea cosa que entre.
Pablito deliraba por la fiebre. Intentaba jugar, pero no podía. “Por lo menos empatalo”, pensaba yo. En eso, Cachito dijo la palabra mágica, “Calentá que entrás”. ¡Nunca en la vida me lo había dicho! “¡Sacate el buzo, dale!”.
¿Qué mierda sabía yo cómo se calienta? Claro, yo entraba faltando 10, con el partido liquidado. Mirá si iba a hacer el calentamiento. ¿Por qué tenía que entrar a reemplazar a nuestro crack, y por qué en ese partido? Para colmo, la hija de puta de mi vieja que nunca venía a verme, estaba al ladito del banco con cámara en mano.
Me levanté del banco e intenté simular, imitando lo que hacían mis compañeros cuando les anticipaban que iban a entrar. Movía los brazos de izquierda a derecha mientras miraba el partido compenetrado. Hacía un intento fallido de levantar las piernas y agarrarlas con las manos. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Martita, la que se ocupaba del buffet, me miraba debatiéndose entre la risa y la preocupación.
Y entré. Los murmullos de la gente sentada alrededor de la cancha, pegaditos a la línea, eran gritos violentos para mi autoestima. Pablito se fue directo al baño. El pelotudo de Camilo se agarró la cabeza, después me miró y se mordió el labio.
No tengo explicación, pero su actitud me motivó. “Ahora vas a ver”, pensé. Camilo, que tenía que sacar el lateral, me la pasó al gritó de “devolvela”. Minga. La aguanté, me di vuelta, quise tirar un caño y me la robaron. De ahí nació una contra y el 4 de ellos metió un pelotazo que retumbó el travesaño.
Lo raro fue que Cacho no me dijo nada. Creo que estaba resignado. Me di cuenta que la simple motivación no era suficiente. Maldito culto al esfuerzo. Desde ahí decidí pasar lo más desapercibido posible. Si perdíamos, no se la iban a agarrar conmigo. Era negocio. Faltaban cinco.
Cachito pidió minuto y armó una jugada preparada en el córner. “Vos hacé bulto en el área”, me dijo. Era la clásica jugada en la que todos cargan al primer palo y, por el segundo palo entraba el mejor cabeceador, que en nuestro equipo era Camilo.
Y así fue. El animal metió un cabezazo hermoso que pegó en el palo. Rebotó en el arquero… ¿y a quien le quedó la pelota? Sí señores. El azar que rige al fútbol me la dejó ahí en el borde del área, con el arco libre.
Podría decir que la puse en un palo y silencié a todo el club. Lejos de eso, me tropecé con la pelota, el defensor de ellos se me tiró arriba y la pelota entró lentamente. En éxtasis total, me emocioné. Camilo me vino a abrazar y gritamos el gol como si fuéramos amigos de toda la vida. Todos se tiraron encima.
Cuando alcé la vista, estaba mi vieja y le dediqué el gol. Fue demasiado, me había pasado de canchero, pero había que aprovechar. Cachito me felicitó, Martita me regaló una gaseosa y un buen sánguche. El fútbol guarda lugar hasta para los muertos como yo. Creo que a todos nos llega de alguna manera u otra.
Y como dice el dicho, «hazte la fama y échate a dormir»: ese fue mi último partido. Ahora, cuando los sábados estoy al pedo y me mando al club, todos me dicen: “¿Te acordás del gol que hiciste contra ellos?”. Y el gol cada vez se hace más lindo.
