Román siempre juega bien

El 2000 de Juan Román Riquelme es un año para enmarcar. 365 días sin igual en un jugador que se convirtió en leyenda. River y Real Madrid como 2 capítulos destacados.

Por Diego Tomasi (@DiegosTomasi)

Hasta el segundo partido de cuartos de final de la Copa Libertadores del año 2000, Juan Román Riquelme era el dueño futbolístico del Boca de Bianchi, era el jugador que hacía mejores a sus compañeros, era un pibe de 21 años que jugaba bien siempre. Después de ese partido del 24 de mayo de 2000, Román se convirtió en una leyenda. En un jugador mítico en el sentido más estricto: era difícil establecer si su existencia era real, o si solo había sido imaginado por un afiebrado narrador de historias inverosímiles.

Ese partido con River en la Bombonera fue, ciertamente, inverosímil. Riquelme desparramó su fútbol como si fuera fácil. Como si cualquiera pudiera hacerlo. Dio la asistencia del primer gol. Metió el segundo de penal. Empezó la jugada del tercero. Manejó los tiempos del juego como si él tuviera la capacidad de decidir cuándo un reloj se detiene, cuándo avanza, cuándo no hay reloj. Y, sobre todo, hizo un caño que, en palabras de Martín Kohan: “Es la jugada que no fue gol más importante de la historia de Boca, junto con el penal que Roma le atajó a Delem”.

Un caño que es un universo en sí mismo y que encierra muchas de las condiciones de Riquelme como futbolista: el talento técnico, la inteligencia, la valentía, la capacidad para entender el juego como si lo estuviera mirando desde afuera. Ese partido ilumina tanto que a veces se pierden de vista otros de ese año 2000. El partido en la Boca contra El Nacional, por ejemplo. O el de ida contra América en semifinales. O las dos finales contra Palmeiras, eclipsadas por el partido maravilloso que Riquelme jugó un año después contra el mismo equipo en Brasil, por semifinales. 

Todos juegos en los que Román hizo lo que quiso, y el equipo creció con él. Pasa algo similar con la final del mundo contra el Real Madrid. Hay pocos partidos tan icónicos para un jugador como ese para Juan Román Riquelme. Las pisadas, los pases, el culo contra el cuerpo de sus marcadores. Todo ese manual de jugadas que parece contener los eventos pasados y futuros del fútbol todo. Eso fue Román ese día, y sin embargo no fue solo eso en esa segunda mitad del año. Fue el líder de un equipo que ganó también el Torneo Apertura, con un momento estelar: el pase gol a Palermo en el partido con San Lorenzo, segundos antes del final. 

El año 2000 fue uno de los puntos más altos no solo para la carrera de Riquelme, sino para cualquier otro futbolista de las últimas décadas. Casi nadie jugó así de bien tanto tiempo seguido, asumiendo tantas responsabilidades, haciendo mejores a tantos compañeros. Podría decirse, en realidad, que ese año se estiró hasta fines de 2001. Como si fuera una continuación natural del año anterior, en 2001 Román jugó otro de los partidos de su vida -ahora sí: la revancha con Palmeiras en semifinales de Libertadores-, la rompió en la injusta derrota contra Bayern Munich, y, además, escribió otro capítulo de su propia mitología: en 2001 hizo el Topo Gigio que lo convirtió en el animal político que todavía es -y que, parece, seguirá siendo mucho tiempo-.

Por qué pareciera que ese 2000 continúa en 2001 como si no hubiera calendarios. Por los mismos motivos por los que en 2007 Riquelme volvió a Boca como si en el medio no hubiera pasado nada: porque Román siempre juega bien. A veces mejor, a veces mucho mejor, a veces no. Pero juega bien siempre. Como buen narrador omnisciente, conoce todos los elementos del juego y maneja toda la información disponible. Es el dueño del espectáculo, de todo. El uso del presente no es un mero recurso: Riquelme sigue jugando. Todo el tiempo está jugando. Como en aquel maravilloso, inolvidable, inverosímil año 2000.


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