Por Germán Alarcón (@CGermanAlarcon)
Miguel Ángel Russo sale del túnel y comienza el recorrido hasta el banco de suplentes, del otro lado del campo de juego. Viste saco, camisa blanca con corbata, jeans y los zapatos que se deslizan por el raleado césped del Gigante. Mientras camina mira las tribunas, pinceladas de azul y amarillo y se sorprende con el estruendoso sonido gutural de las gargantas que habitan cada rincón del estadio. Por fuera gesto adusto, concentrado. Por dentro se conmueve.
Nunca lo va a confesar: teme fallarle a tanta gente, a tanta multitud. Le tiemblan las rodillas. Le tiembla la puta rodilla que lo dejó sin Mundial. Se siente ahogado y afloja la corbata. Lo abruma la presión, la locura de la gente de Central. Miguel quiere entenderlos, pero es demasiado. Justo él que se alimenta de la presión. Justo el que transitó tantas batallas, tantas noches de Copa Libertadores, ahora parece ceder ante la pasión desmedida que brota en cada rostro.
El banco de suplentes lo abrazó, ese espacio inmóvil era ahora su lugar. Se reconoció como director técnico y se supo consciente del privilegio al que estaba expuesto. Confiado en sí mismo, respiró y terminó de calmarse con las voces de Hugo Gottardi y el Profe Bonini. Los nervios seguían anudados en su estómago.
“Que empiece rápido esto, por favor” pedía Miguel. Pero nada de eso pasó. El arquero rojinegro acusó un golpe, causado por un objeto arrojado desde la popular auriazul y se niega a iniciar el partido. Russo no aguanta más y sale eyectado del banco, buscando a los que no querían jugar. Los hinchas canallas no lo pueden creer, aquel entrenador porteño, hasta ahora un tanto extraño, se transformaba en uno de ellos, ahí solo, frente a todos los jugadores rojinegros.
“Dejen de romper las pelotas y pónganse a jugar” vocifera el DT. El Negro Zamora trata de calmarlo cuando Miguel comienza a putearse con el uruguayo José Herrera. Miguel se saca: “Jugá, cagón, jugá” Algo sabía Miguel. Algo vio en la insegura mirada del defensor uruguayo. Ellos no querían jugar y eso enervaba a Miguel, lo ponía loco. Porque Miguel vivía cuando rodaba la pelota y si esta no se movía, Miguel no era Miguel.
Por fin comenzó el partido y raudo Russo se paró unos pasos detrás de la línea de costado y desde ahí presencia las acciones. Gol de Central. El profe Bonini salta para abrazarlo, pero Miguel festeja de forma mesurada. Ve algo que no le gusta. Su vasta experiencia como mediocampista le da un panorama completo del asunto.
Mientras todos deliran en festejos hay uno de sus soldados caído, que se toma el tobillo y grita de dolor. Miguel se preocupa por el Rafa y manda al médico para que lo vaya a ver. El doctor, con cara de fastidio, le hace la seña del cambio. Russo no pierde el tiempo y lo llama al Tati Bustos Montoya, lo abraza y le da ánimos.
A pesar del relevo el funcionamiento de su equipo sigue siendo implacable. Toques, toques y mas toques. Del lado del rival lo único que llega son golpes, golpes y mas golpes. Era baile, show y espectáculo. La paliza táctica nacida del pizarrón del entrenador fue demasiado para el timorato rendimiento del rival.
Final de la primera etapa. Miguel respira con el tres a cero a favor, está más tranquilo. La ventaja en el marcador y en el nivel de juego era muy abrumadora. Pero no se confía, no se puede mostrar confiado. ¿Que hubieran dicho el Doctor Bilardo o Eduardo Manera si lo hubieran visto tranquilo después de haberse jugado solo 45 minutos?
El DT sabía del deber imponderable de respetar las raíces y el legado de la escuela “pincha” que lo formó. Vuelve a cruzar el campo de juego para dirigirse a los vestuarios y sonríe mientras mira a los locos de la platea del Río, con el pecho al aire, cantando “¡¡Seguí bailando Niuvels, seguí bailando!!”.
Sigue sin entenderlos del todo. Comprende la alegría por ir ganándole al rival, pero igual le parece demasiado. No es lo que vivió en La Plata, tampoco en Lanús. Esto era distinto. Allá eran rivalidades, esto era gozar con el enemigo sangrando, caído en piso. Miguel era un caballero y seguía sin entenderlos.
En el segundo tiempo nada cambió. Central siguió tocando y los rojinegros hacían lo que podían. Coudet avanzó por derecha hacia el centro, tiró una pared con Bustos Montoya y sacó una rabona que se fue rozando el palo. En otro momento Miguel lo hubiera puteado, pero la atmósfera embriagante y victoriosa ya lo estaba trastornando. Se dejó llevar y soltó una carcajada ante la picardía del Chacho.
Se volvió a carcajear cuando vio que Herrera, el marcador ñulista, se tiraba al piso simulando una falta. Sí, el mismo Herrera con el que se había puteado antes del partido. ¿Vieron? Algo sabía Miguel. Contó a los rivales. Quedaban siete y uno no quería seguir.
Cuando el árbitro dijo basta, Russo se liberó. Cerró el puño y desató esa sonrisa amplia e inmensa, la más hermosa del fútbol. Se abrazó a su cuerpo técnico y a sus jugadores y ahí, en ese preciso instante, entendió todo. Ahora era más clara la pasión desbordada, los gritos desencajados, los brazos al cielo, las lágrimas del triunfo. Entendió que en Central la exageración en la victoria no es exageración, es un fuego interno que une a todos.
Miguel no aguantó y comenzó a revolear su saco, uniéndose con ese insólito festejo a las miles y miles de almas que lo vitoreaban y que a partir de ese día comenzaron a amarlo. Siguió revoleando el saco, feliz y sonriente, en esa caminata que antes había sido pura incertidumbre y que ahora se había transformado en un desfile de satisfacción y algarabía.
En esa cálida tarde de noviembre, Central y Miguel se enamoraron.
