Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)
Nieto el mayor se cansó de esperar a su hermano -que debía recogerlo en un auto en la Plaza San Martín, justo donde comienza (o termina, según el punto de vista de quien la transite) la peatonal Belgrano, y decidió tomar el colectivo.
Estaba enojado con su hermano, desde ya, por esa insistente impuntualidad y con el resultado del partido del domingo: no tanto con el resultado, es decir, el empate en uno, de local, sino con el juego que había mostrado el equipo. Y enojado como estaba, entonces, caminó unos metros hasta la parada del 161.
El colectivo también se tomó su tiempo. Encendió un cigarrillo y se dispuso a contemplar la larga fila en la que tuvo que alinearse y de la que enseguida dejó de ocupar la retaguardia: apenas giró la cabeza hacia atrás, cuatro personas lo increpaban con la vista a la cara como diciendo qué mirás.
-Nieto y la puta madre que te parió- pensó.
La fila mostraba cierta variedad y le llamó la atención que nadie hablara de fútbol con nadie. Ni rastros de la fecha pasada ni un comentario sobre el clásico de Rosario ni un resto sobre el desempeño arbitral en el Florencio Sola. Nada. Ni hablar del estado del campo de juego en Tucumán. Cero.
Y para qué mencionar el gol de tiro libre del colombiano este que es un fenómeno y que no entiendo por qué no viene, por qué no lo compran. ¿Es que a nadie se le ocurre llamarlo? ¿Qué carajo están viendo los dirigentes y los técnicos cuando no laburan, cuando no tienen que ver o dirigir a sus equipos? ¿Ven, los dirigentes y los técnicos, fútbol cuando no es el propio club el que juega? ¿Ven -se me ocurre ahora- fútbol los jugadores cuando tienen tiempo libre? Quiero decir, un jugador lesionado, que no concentra -o que no concentra porque le duele la panza o levantó dos liñitas de temperatura o se carajeó con el técnico o por lo que carajo sea-, ¿se queda en su casa y ve fútbol? Cuando les dan descanso, más de una vez inmerecido, ¿ven fútbol? No digo que vean fútbol en directo, entiendo que eso es difícil, pero hoy tenés todo al alcance de la mano, hoy podés ver lo que quieras, el partido que quieras, cuando se te canten las pelotas. ¿Dónde mierda estás, Nieto? ¿Para qué ponemos una hora? Todo al pedo. Me voy a cobrar ésta, eh, te voy avisando. Y nadie habla de fútbol acá. Como si no se hubiera jugado la fecha, directamente.
Nadie hablaba de fútbol. Apenas dos chicos adolescentes que debían de ir para la escuela. Por las mochilas, piensa Nieto el mayor, deben de ir, no de volver en tanto y cuanto todavía se los ve arregladitos y bien peinados, todo sano, no hay barro, no hay moretones.
Tenían el uno la camiseta del Barcelona –Barcelona, pensó y tiró un besito al cielo- y el otro una cuyo club representado Nieto el mayor no iba a adivinar jamás: conocía la del equipo catalán porque tenía los mismos colores que San Lorenzo de Almagro y porque su equipo, el equipo de Nieto, lo había enfrentado y en el historial el saldo era -aunque por la mínima- positivo en favor de su club; pero el otro, la otra camiseta, no tenía idea. Parecía de un club de afuera, de Europa y, como él no miraba fútbol europeo, pensó en esos colores que veía y sin ponerles nombre tiró besito al cielo también.
El colectivo llegó por fin. Venía repleto. Difícil saber para quien jamás ha viajado en el 161 cómo cupo toda la gente de la fila en ese coche. Nieto el mayor abordó a las puteadas en voz baja. Se hizo paso hasta el fondo a fuerza de empujones y algún que otro pisotón.
Al tipo ya lo había visto desde que cruzara la mitad del micro. Algo en el viejo le llamaba la atención así que venía relojeándolo. Viajó apretado y sin siquiera poder levantar un brazo para tomarse del pasamanos. Cuando pasaron por la estación del ferrocarril, el colectivo, prácticamente, se vació pero otro tanto de personas -quizá más- volvió a subir.
Sin embargo, ahora Nieto el mayor estaba sentado: tuvo unos instantes -entre el descenso de una muchedumbre y el ascenso de otra- en los que se vio con cierta libertad para decidir qué asiento ocuparía. Cuando vio que se desocupaba el lugar justo a la derecha del viejo, no lo dudó: en dos o tres movimientos rápidos estuvo sentado en la última hilera -completos entonces los cinco escaños-, en el segundo asiento contando desde el lado de la puerta, entre una mujer que cosía al crochet y el viejo misterioso que, sentado al fondo y en el medio transversal del colectivo, parecía disimular su real interés y el verdadero propósito del viaje. Tenía cierto aire europeo y un llamativo parecido a Walt Whitman.
-¿Me puede decir la hora, por favor?- preguntó el viejo sin que se tratase realmente de una pregunta -al menos sin que se tratase realmente de aquella pregunta-.
Nieto el mayor miró el reloj en su muñeca izquierda.
-15:10.
-Gracias.
Nieto el mayor venía pensando en la fecha del fin de semana y trataba de entender por qué el fútbol argentino le gustaba tanto cuando éste le ofrecía cada vez menos. Salían de la estación ya cuando el viejo lo distrajo, aunque no del todo, de sus cavilaciones.
-Hoy en día, cualquiera puede llevar reloj y sin embargo muy poca gente lo hace.
Nieto el mayor inclinó el torso hacia la derecha, apenas lo suficiente como para permitirse cierta distancia, girar un poco y mirar al viejo a la cara. No dijo nada pero inquirió al otro con la mirada.
-Antes- continuó el viejo- era el burgués el que llevaba reloj. Solamente. Todo ha cambiado. Fijesé. Hasta yo mismo he usado reloj alguna vez. Pecado de juventud, como el box. Y hoy, estos tiempos quiero decir, en que la cosa se ha vuelto más democrática, más socialista, sabrá disculparme, y cualquiera puede tener su reloj… Pues le aviso: usted es el único en este ómnibus que lo tiene. Usted y el mayoral. Pero no cuenta. Porque no tiene agujas.
-Permitamé hacerle una pregunta- dijo Nieto el mayor inclinando levemente la cabeza hacia la izquierda, hacia el viejo, buscando un algo como intimidad pero mirando hacia adelante, hacia el asiento del chofer al que no podía ver en tanto y cuanto el colectivo explotaba de gente. El viejo realizó el mismo gesto pero en sentido contrario, es decir, se recostó sobre su derecha y mirando hacia el piso del coche se dispuso con verdadera atención a oír.
-Usted dirá.
Nieto el mayor se cruzó de piernas no sin cierta dificultad y espetó:
-¿Para qué tanto preámbulo?
-A decir verdad, no me sorprende su sagacidad, su perspicacia. Es que soy un hombre que disfruta de una buena conversación. Quería aprovechar esta agradable circunstancia antes de cumplir con mi cometido. Sólo pretendo saber, si está usted de acuerdo, cómo se ha dado cuenta. ¿Es que acaso he cometido algún error? Quizás estoy viejo para esto.
-Tranquilo. No ha cometido error alguno. Y no tiene que ver con su edad, no, la cual es…
-Noventa y seis. Aunque esta barba a lo Laiseca me agrega unos cuantos años, lo sé.
-Pues se lo ve muy bien.
-Le agradezco.
Nieto el mayor bufó y comenzó a mirar en todas direcciones como buscando algo.
-¿Recuerda usted cuando se podía fumar en el ómnibus?- preguntó con ansiedad.
-Todo tiempo pasado fue mejor.
-Lo han arruinado todo.
El viaje continuó y poco a poco el colectivo se fue vaciando. En cada parada subía menos gente de la que bajaba; no pasó mucho tiempo hasta que el coche transportaba unas siete personas, incluido el chofer. Nieto el mayor y el viejo conversaron de fútbol, de literatura y de Abelardo Castillo -padrino de Ulysses, la más joven generación de los Nieto-.
-En fin- dijo el viejo como para ir cerrando la conversación y pasar así a los bifes-, si le pega bien, es gol.
-Puede ser. Me agarra desprevenido y sin un juicio fundamentado que me permita refutar su axioma.
-Es bueno encontrarlo desprevenido: será más fácil matarlo, Nieto.
-Le advierto que muchos lo han intentado.
-Nada personal, eh. Sé que usted es peronista. Ojalá se hallara una solución alternativa.
-Tiene que saber que conozco la manera en que habré de morir. Y el momento exacto. Me lo dijo la pitonisa del quinto piso del Edificio RAF. Y no será así.
-La gente de RAF, sí.
-Digamé: ¿qué lleva en la sobaquera?
-Walther PPK.
-Bien.
-¿Qué lleva usted?
-Voy cambiando. Pero hace un tiempo que Ruger .22- contestó Nieto el mayor asintiendo con la cabeza.
-No esperaba menos.
-Uno trata de ser profesional, qué se yo.
-Le advierto que después de matarlo a usted iremos por su hermano.
-Entiendo. Suerte con eso.
-A ciertas personas no les gusta lo del tráfico de animales. El tipo se ha metido en el negocio equivocado.
-Para variar.
-Bueno- dijo el viejo mientras se llevaba la mano derecha a la sobaquera bajo el saco-, vamos finalizando.
-Basta de cháchara.
-Basta de cháchara, eso. Tan sólo una cosa más.
-Diga.
-¿Cómo es que se dio cuenta de que yo estaba aquí para matarlo? Si no he cometido ningún error, ¿acaso cuenta usted con una suerte de sexto sentido, a lo Cátulo Castillo?
-Cosa de mi hermano. Él es el de los poderes. Me enseñó algunas cosas. A anticiparme, más que nada. Una que otra se me ha quedado.
-Entiendo.
En ese momento, el colectivo sufrió el choque de un vehículo que venía a toda prisa desde atrás. El chofer se sobrepuso llamativamente rápido y mirando por el retrovisor derecho vio un Jeep Gladiator del setenta medio desvencijado que se abría e intentaba ponérsele a la par. En la parte trasera del coche de pasajeros, ya paralelo al mismo, manteniendo la velocidad, el conductor del Gladiator se asomó por la ventanilla y gritó:
-¡Nieto! ¡El viejo! ¡El viejo te la quiere dar!
Nieto el mayor se puso de pie y quedó justo frente a la puerta de descenso. Accionó el mecanismo de apertura manual, tiró y la abrió.
-¿Qué es todo esto?- se inquietó el viejo.
-Disculpemé, viejo. Quedará para otra ocasión. Me pasan a buscar.
-¡Nieto! ¡Saltá, Nieto, que yo te agarro!- gritaba alguien desde la caja del Gladiator.- ¡Dale que tengo lo tuyo!
-¿Ése es Maradona?- preguntó el viejo sin saber bien a quién le hacía la pregunta.
-El mismo- contestó Nieto el mayor. Me debe dinero y, ya ve usted, es un tipo de palabra.
Diego estaba saltando en la caja del Jeep, eufórico como si estuviera en la popular de la Bombonera, gordo, muy gordo, con una camiseta de Boca que le quedaba chica, con una vincha negra que le absorbía el sudor de la frente, muñequeras también negras, un pantalón tres cuartos y unas sandalias como las que bien pudo haber usado Cristo. Con una mano se asía de algún sitio y estiraba la otra para atajar a Nieto el mayor.
El viejo volvió a mirar. Era Maradona, sí. Intentó sacar el arma pero Nieto el mayor le metió un cachetazo, tomó impulso y saltó. Diego lo atajó y cayeron juntos en la caja del Jeep. Nieto el menor aceleró a fondo por Avenida de los Constituyentes. Diego miró al viejo y echado en el piso de la caja, como un panda panza arriba, le hizo algún gesto obsceno. Nieto el mayor se incorporó, ayudó a Diego a levantarse y se abrazaron.
-Diego.
-Nieto.
Inmediatamente después, Nieto el mayor golpeó el techo de la cabina con el puño dos veces en señal de agradecimiento a su hermano.
-Lo tenía controlado, igual.
-Cómo sos, eh. Una piedra. Cuando crezca quiero ser como vos.
Nieto el mayor manoteó los cigarrillos del bolsillo del saco pero Diego, que sacaba tres puros del bolsillo del pescador, lo amenazó:
-Dejá eso, Nieto. Salen esos Montecristo.
Encendió él mismo los tres. El primero se lo pasó a Nieto el mayor, que se lo pasó a su vez a Nieto el menor, que sacaba ya el brazo por la ventanilla y tanteaba el techo de la cabina. En la muñeca tenía enrollada una culebra verde que a Nieto el mayor le causó cierta impresión.
-Siempre puntual, vos- le dijo el primogénito.
El segundo cigarro fue para él y ya Diego lanzaba una tremenda bocanada cuando le hizo señas para que se sentaran. Apoyados en la parte trasera de la cabina, sentados en la caja, fumaban. Diego sonreía, feliz. De pronto metió la mano en el otro bolsillo del pescador.
-Tomá, Nieto. Tus cincuenta pesos. Muchas gracias.
-Gracias a vos, Diego.
Empezaba a nublarse. Nieto el mayor vio los dos relojes. Uno sobre cada muñequera. Sonrió.
-¿Qué hora es, Diego?
-Dejá de joder, Nieto. Ahora, justito ahora, no hay tiempo. Somos inmortales.

