Por Juan Pablo Gatti (@GattiJuan)
Imagínese, solo por un momento, esta situación: está vistiendo la casaca de su selección nacional, esa por la que lo daría absolutamente todo, y se encuentra disputando un importante encuentro de clasificación para el Mundial. El partido es sumamente disputado, van 3-3 y su equipo recibe un regalo del cielo llamado “penal”. Pero ninguno de sus compañeros se anima siquiera a tocar la pelota.
El miedo se refleja en sus miradas y entonces decide que irá usted mismo a ejecutar dicha pena máxima, aunque sienta el mismo terror que los otros diez que están sobre el campo. Toma la pelota y camina lentamente hacia el arco rival, rogándole a su dios que lo asista en ese momento, ya que sabe qué le espera en su casa si por desgracia el cuero no entra.
Los nervios lo carcomen, quiere llorar, pero el arquero no debe conocer lo que siente en lo más profundo de su ser. Y entonces llega lo peor: usted erra el maldito penal. Ahora sí, se agarra el pecho y se le caen unas lágrimas. No lo hace porque no puede darle el triunfo a su país, sino porque ya sabe que por cometer ese fallo le pueden tocar horas, días, semanas de un sufrimiento inenarrable. Sus compañeros se compadecen de usted, porque ya han pasado por lo mismo.
No, lo que leyeron no es el inicio de una novela de suspenso, sino algo que le ocurrió a Abbas Rahim Zair, mediocampista de la selección de Irak, quién tuvo la desgracia de fallar una pena máxima cuando su equipo igualaba ante los Emiratos Árabes Unidos. Él no contó con detalles lo que ocurrió luego de aquel cotejo, solo que dos días después lo llevaron a la sede del Comité Olímpico del país y le vendaron los ojos. “Fin de la historia” sería su respuesta ante la insistencia de los periodistas de The Guardian.
Aunque su verdugo ya hubiera muerto, él seguía, como tantos, sin atreverse a contar su experiencia. Solo el tiempo revelaría más detalles de cómo Uday Hussein -el primogénito de Saddam- gustaba de torturar hasta el hartazgo a los jugadores de su selección. Tan sádico llegó a ser que incluso su padre llegó a sentenciarlo a muerte, aunque luego desestimaría dicha condena.

Los Hussein toman el poder
En 1979 llega al poder en Iraq Saddam Hussein, quien sentía una profunda admiración por Josef Stalin e imitó muchas de las medidas que tomó el líder soviético, sobre todo la de generar una depuración en su partido -asesinando a sus opositores- y generar un culto hacia su persona. Pero no se quedó ahí: creó una policía secreta, persiguió a chiitas (él era suní), kurdos y comunistas, lo que devendría en un fuerte encontronazo con la URSS. Esto último derivó en que posteriormente buscase alianzas en el mundo occidental.
Su hijo mayor no sería la excepción de la familia. En una fiesta organizada en honor a Suzanne Mubarak, esposa del presidente egipcio Hosni Mubarak, Uday asesinaría al valet de su padre, Kamel Hana Gegeo, de quien sentía celos, ya que sabía que la lealtad que éste le tenía a Saddam era tan grande que podría incluso ser considerado como el verdadero sucesor.
Uday acabaría solo tres meses en la cárcel, siendo asistido por el rey de Jordania, Hussein bin Talal, quién logró que su padre no lo matara. En cambio fue enviado a Suiza para asistir al embajador iraquí, aunque el propio gobierno suizo lo deportaría en 1990 luego de que éste fuera arrestado repetidas veces por pelear. Aún con todo este rodaje, su padre decidió darle otra oportunidad, dejándole las llaves tanto del Comité Olímpico como de la Federación de Fútbol del país. Y allí aparecería el verdadero rostro de Uday.
Ganar a toda costa
La selección nacional de Iraq es una de las mejores de Medio Oriente. Entre los años sesenta y ochenta lograron quedarse con cuatro títulos de la Copa Árabe de Naciones, tres de la Copa del Golfo y se alzaron con el oro tanto en los Juegos Asiáticos de 1982 como en los Juegos Panárabes de 1985, logrando de paso clasificarse para los tres Juegos Olímpicos disputados en la década de 1980.
Si bien Saddam Hussein no era un asiduo seguidor del fútbol, entendía que éste era relevante en el país. Con Uday al mando de la Federación los Leones de la Mesopotamia lograrían vencer a sus rivales árabes para clasificarse al Mundial de México en 1986, la mayor hazaña jamás conseguida por Iraq. En tierras aztecas cayeron apenas por un gol de diferencia ante Paraguay, Bélgica y el local. Los muchachos del Golfo tenían un futuro prometedor a los ojos del mundo, aunque nadie conociera lo que se estaba gestando.
Sharar Haydar graficó para Sports Illustrated el horror que significó llegar a Iraq después de una derrota ante Jordania: “Los hombres de Uday nos quitaron la camisa, ataron nuestros pies y pusieron nuestras rodillas sobre una barra mientras estábamos acostados sobre nuestras espaldas. Luego nos arrastraron sobre asfalto y cemento, quitándonos la piel de la espalda, y nos arrastraron por un arenero para que la arena se nos impregne en la espalda. Finalmente, nos hicieron subir una escalera y saltar a un tacho con aguas residuales. Querían infectarnos nuestras heridas”. Para el primogénito de Saddam no había término medio: era ganar o sufrir el escarnio.
El miedo y la pérdida de potencial

En los años siguientes Iraq, si bien seguiría siendo una de las mejores selecciones de la región del Golfo Arábigo, dejaría de tener tanto peso a nivel continental y ya no podría volver a disputar un Mundial. Los Leones Mesopotámicos comenzarían a cargar tras de sí el mote de “eternos perdedores”, mientras Uday ocasionalmente entraba al vestuario a recordarle a los jugadores que, en caso de ser derrotados, podían dar por perdidas sus piernas, las cuales serían entregadas a los perros.
Cuando uno de los capitanes del seleccionado de aquella época, Yasser Abdul Lafit, fue acusado de golpear a un árbitro en un encuentro de liga, lo llevaron a un campo de prisioneros en Radwaniya y pasó 15 días una celda de 2 metros cuadrados. Le ordenaron realizar flexiones durante dos extensas horas, siendo en el medio azotado con cables eléctricos cada vez que mostraba cansancio. Esas vejaciones fueron empeorando cada vez más, y era golpeado hasta el hartazgo.
Una vez puesto en libertad, el capitán no pudo apoyar su espalda en una cama durante semanas por el dolor. Dijo Lafit que su único momento de paz era cuando lo arrojaban al patio externo (en pleno frío invernal) y lo bañaban en agua helada. “Iraq era una gran cárcel” delataría en The Guardian, “pero nunca tuve otra opción. Me tenían amenazado. Si no participaba en mi equipo o en la selección me repetían que volverían a golpearme y que me considerarían enemigo del régimen. Y eso significaba la muerte”.
Los castigos para los jugadores (aunque también otros atletas sufrirían las mismas vejaciones) eran innumerables: a las torturas ya mencionadas se les sumaban otras como tener que atrapar moscas bajo pena de recibir golpes por cada fallo, ser enterrados en la arena en pleno invierno y ser encerrados días o incluso semanas sin saber si volverían a ver la luz, provocando un suplicio psicológico que muchas veces terminaba siendo peor que el físico.
Incluso los pocos que lograban ser fichados en el extranjero sufrían la humillación de saber que, por contrato, el 40% de su salario iría a parar a los bolsillos de Uday. “En Iraq nosotros bromeábamos con que teníamos tres casas: nuestro hogar, el estadio y la cárcel” manifestaría Ahmed Radi en el sitio SFGATE.
¿Por qué no hablaron antes los jugadores? Por una parte, estaba el miedo que éstos sentían, ya que entendían que si llegaban a ser delatores no solo ellos pagarían las consecuencias, sino también sus familias y allegados.
Por otra parte, los organismos decidían mirar hacia el costado. Miembros de la FIFA viajaron al país para verificar si las denuncias que se hacían eran ciertas, pero algunos no querían hablar y otros, como Maad Ibrahim Hameed, quien era parte del cuerpo técnico, decían que los rumores eran exagerados, alabando incluso a Uday al decir que éste les ofrecía buenos premios en caso de conseguir la victoria. Por supuesto, el máximo organismo del fútbol archivó las denuncias e hizo la vista gorda.
La historia comenzaría a cambiar luego del asesinato de Uday y la caída del régimen de la familia Hussein. Los jugadores, poco a poco, comenzaron a hablar de todo el sufrimiento que sintieron, a la vez que al obtener mayor libertad las nuevas generaciones pudieron demostrar todo lo que sabían, volviendo al triunfo en los sucesivos años, como lo fue la obtención de la Copa de Asia en el 2007, entre otros certámenes de importancia en la región. Aunque esa ya es otra historia.

Este texto fue originalmente publicado en https://elespiritudeolimpia.substack.com/p/uday-el-sadico