Por Guido Ramos (@julioarguelles_)
En el fútbol existen los reyes. Me atrevo a decir que existen los títulos nobiliarios de otros rangos. Quizá no sea necesario ejemplificar con el caso del Rey Pelé, pero si mencionar cómo aquí en Argentina disfrutamos de ese fútbol de sangre azul de la corte del Duque Ferraro, el Marqués Rubén Sosa o el Conde Galetto. Jugadores de épocas muy distintas, pero que comparten cierta familiaridad, cierta genealogía que une sus estilos o sus gustos.
Pero volvamos a la cima de la pirámide, a los reyes. Pienso en los galardones individuales de hoy en día. Pienso en esa palabra que muchos usan cuando hablamos del Balón de Oro de France Football o el nuevo premio The Best que entrega la FIFA: “coronación”. Como emparentando ya a Dembélé con Luis XIV.
La discusión que planteo es la siguiente: ¿De qué hablamos verdaderamente cuando discutimos si Fulano de tal es “el mejor del mundo” y no lo es Mengano? ¿Qué importancia tiene esa discusión y los premios individuales en un deporte que por definición es colectivo? ¿Qué problemas atraviesa el fútbol mundial viéndolo desde la perspectiva que implica esta discusión?
Para discutir el primer punto me gustaría rescatar una noción de la teología política medieval que es la idea de la sucesión invisible. La idea fue desarrollada por el historiador alemán Karl Kantorowicz en su libro The King’s two bodies (Los dos cuerpos del Rey, en español) el cual trata mecanismos políticos y jurídicos basados en creencias religiosas cristianas durante el Medioevo.
Lo que me interesa recuperar es la idea de continuidad. Se habla de dos cuerpos del Rey, uno físico, mundano y falible, y otro inmortal, puro, espiritual, de Dios. Este otro cuerpo servía a la ficción jurídica que aseguraba la existencia del Estado, del Rey como institución. Lo que esto posibilita es que una vez muerto el Rey se dé una sucesión invisible e inevitable del poder de Cristo que residía en el antiguo Rey al nuevo soberano. De ahí viene justamente la frase “Muerto el Rey, ¡viva el Rey!”.
Ahora me pregunto lo siguiente: ¿Acaso no hay una sucesión invisible de cierto cargo o puesto simbólico en el fútbol? Quizá este cargo no tenga nombre, sino que solo vive y se percibe a través de nuestras sensaciones como “futboleros”.
Probablemente tampoco sea inmediata, como tampoco es inmediata la “muerte” del anterior rey. Pero hay un lugar en el imaginario colectivo que es ocupado por un jugador, que tiene cierto aire de prestigio y que determina como se piensa el resto del fútbol. Pelé lo fue, antes lo había sido Di Stéfano (Seguramente el primer jugador global) y luego lo fue Maradona. Hasta hoy ese lugar fue de Messi e incluso para muchas personas Messi como soberano del fútbol todavía está vivo.
Lo que es innegable es que desde hace mínimo cuatro años que la discusión de quién es el mejor jugador del mundo viene tomando fuerza. No es casualidad que se dé justo después de que Messi se fuera a la MLS, sino todo lo contrario. La nueva lógica de las redes sociales donde el humor colectivo y la opinión pública cambia drásticamente en una semana lo que antes hubiera llevado años cambiar, no ayuda en nada a saciar la pregunta con una respuesta clara. En ese contexto se han dado dos votaciones de Balón de Oro que han sido posiblemente las más polémicas desde que el galardón permite que jugadores no europeos compitan por él (1995).
Y acá detecto una arista que hay que tocar. Me refiero a que hay una necesidad de que la gente tenga “un mejor del mundo”, alguien que sea una referencia, un espejo con el que comparar y al cual seguir. Alguien que despierte pasiones y llene ese hueco no con su personalidad sino con su fútbol (aunque no se pueda desligar de la personalidad).
Ese jugador nunca fue, ni lo puede ser por definición, uno de los llamados “terrenales”. Es preciso que sea un distinto. Por eso causó tanta polémica el último Balón de Oro, porque se lo dieron a un buen jugador (Dembélé) y no a un pibe que tiene la aspiración y posibilidad real de convertirse en algo más (Lamine Yamal). Lo mismo pasó con el anterior.
El que gana el Balón de Oro se convierte en el mejor del mundo, y al hacerlo tiene que codearse con la historia de los Cruyff, Beckenbauer, Platini, Zidane, Ronaldo Nazario y Messi. Y vamos a decirlo lisa y llanamente, para eso hay que bancársela. Bancarse estar al lado de esos monstruos.
Lamine se la banca o por lo menos amaga con bancársela en el futuro, Dembélé definitivamente no. Quiero decir que su mero nombre al lado del de Benzema o Ronaldinho es una vergüenza, y no sigue con esa dignitas non moritur (Dignidad inmortal del segundo cuerpo del Rey). Dembelé no es un Cristo Domini (Ungido del Señor) como sí lo puede ser Lamine Yamal.
Cualquiera que haya visto al menos 15 partidos del París Saint Germain sabe perfectamente que la producción individual de Dembélé no se explica por él mismo, sino que se entiende como un accidente producto de la forma de jugar de los parisinos, al que muchos caracterizan como un equipo coral por la coordinación y sacrificio de todos sus elementos que ayuda, entre otras cosas, a disimular los defectos y maximizar las cualidades de sus integrantes.
Si bien no me atrevo a nombrar un jugador individual que sea el más importante, creo que el éxito del PSG se explica mucho mejor a través de los nombres de Kvaratskhelia, Vitinha, Neves, Mendes o Hakimi que por el nombre de Dembélé. Algo parecido pasa con quienes ponderan lo hecho por Raphinha en el Barcelona por sobre Pedri o Lamine Yamal.

La regencia
Antonio Gramsci en sus famosos Quaderni del carcere (Cuadernos de la cárcel) nos dejó su famosa frase “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo se está muriendo y lo nuevo no puede nacer” al hablar de una crisis de autoridad, la hegemonía y la cuestión de los jóvenes. No es difícil inspirarse por esta frase para juzgar la actualidad del fútbol.
Mencionamos anteriormente el ritmo frenético del mundo ficticio de las redes sociales, donde una declaración o una jugada aislada puede viralizarse y cambiar la forma en la que se ve a un actor. Forma que luego será reproducida por los medios de comunicación que cada vez más se enfocan en mimetizarse con las opiniones y modos de expresión de “el hincha”.
A su vez podemos notar como todos los demás procesos, especialmente los relacionados con el desarrollo de los jugadores, se han ido ralentizando. Los procesos de maduración del jugador de fútbol hoy son más largos. Me arriesgaría a decir que la adolescencia y la maduración de toda la población se han ido dilatando.
También la época de madurez ha cambiado. Hace 60 años era imposible para un jugador de más de 30 años conseguir jugar en un club de primer nivel y los casos donde sí sucedía (Labruna, Puskas, Di Stéfano, Matthaus) eran destacados, mientras que hoy sobran jugadores de 35 años. Aquí inciden los cambios culturales, los avances tecnológicos en la medicina o la calidad de vida del futbolista. Incluso el envejecimiento es más lento.
Esto contribuye a esta situación de incertidumbre donde no hay un Rey. En la época medieval, cuando el legítimo sucesor no se encontraba en condiciones, mayormente por minoría de edad, para gobernar se establecía un gobierno de regencia para evitar una situación de acefalía.
Pensando en esto me gustaría dejar el interrogante de si lo que tenemos ahora no es una situación de interregno y Lamine Yamal o Mbappé no serían más que regentes. Porque jugadores jóvenes veo (Kvaratskhelia, Pedri, Enzo), pero a la gente le falta que uno de ellos vaya y dé el golpe en la mesa, que cambie las reglas del juego y que ni los payasos que cuentan goles y asistencias puedan escapar de su grandeza. Si no aparece, y espero sepan entenderme, creo que es preferible y mucho más justo dejar el próximo Balón de Oro vacante.
Esperemos la definición de esta Champions y, sobre todo, el desarrollo de este mundial ampliado que nos espera en 2026.
