Por Leonardo Nieto (@leonardo_nieto17octubre)
«Si el tipo fuera realmente Dios, ya habría elegido tocar conmigo» piensa Moe Mont, piensa y dice, aunque muy bajito, pero no para que nadie, en estas escaleras desbordadas de gente como ganado, pueda oírlo sino porque al pianista de jazz se le canta, ahora, mientras también él trepa los peldaños que llevan a una de las plateas altas del Amalfitani, hablar así, en susurros, sólo para sí.
Las personas que lo rodean y que suben, que siguen subiendo, no lo reconocen, no reparan en él, se diría que es un fantasma; no sabemos cómo pasó los sucesivos controles si ha ingresado con todo lo prohibido que lleva encima.
Todo el mundo parece abstraído en su propia vorágine y algunos hablan con otros de cualquier cosa menos de música, menos de fútbol. «Libre albedrío», piensa -y susurra- Moe Mont, que ya está harto de subir peldaños en un estadio que lo tiene sin cuidado. «¿A qué viene esta gente? ¿Por qué no se habrán quedado en sus casas? Y este tipo encima viene a florearse y me hizo pagar la entrada -bueno, en realidad me la pagaron los Nieto- y seguro va a pretender que yo lo aplauda. Y voy a tener que aplaudir, nomás. Gringo tenía que ser. Dios. Tomatelá».
Cuando empezó el concierto, Moe Mont ya estaba durmiendo hacía unos buenos minutos. Recostado como puede en la butaca incómoda, la cara cubierta con el sombrero, se sobresalta de golpe cuando un cocacolero le pisa el pie y sigue como si nada, sin pedir disculpas.
El pianista de jazz echa un juramento al cielo, se calza el sombrero, carajea al vendedor ya inalcanzable, mira la hora en su reloj y otea el escenario para ver cómo va la cosa. Ve el poncho por primera vez. Manotea los cigarrillos, enciende uno, comprueba que el anillo está en su sitio, se pone de pie. Comienza a subir para poder luego bajar. Aunque es su primera vez aquí, pega la vuelta al estadio por los corredores internos como si él mismo lo hubiera construido.
Mientras fuma, piensa que una galaxia -cualquiera de ellas, pero se decide a reflexionar sobre la Vía Láctea en particular- no es menos frágil que el mecanismo flotante de una mochila de inodoro y que todo cuanto ha visto del universo se le antoja poco y soso. Piensa que si tuviera que escribir este pensamiento omitiría el adjetivo “soso”, buscaría otro, más adecuado, para su aserción. O para su negación.
Ya no está seguro de lo que va pensando, por dos motivos. Uno, más profesional, es el apuro por llegar al escenario a cumplir su cometido. Otro, más pasional, es una melodía que le viene de súbito mezclada con el perfume de una mujer de pelo enrulado y largo, negro, a la que no puede verle la cara en tanto se halla -esta mujer- de espaldas; y desnuda, es preciso agregar, porque Moe Mont trata de vestirla en su mente y ella no se lo permite: ella -la mujer- o ella -su mente, la mente de Moe Mont- se empeñan en la desnudez y en no revelar ese rostro que ahora lo viene perturbando feo y que lo va haciendo olvidar del tema de la fragilidad de las galaxias.
La ve de espaldas, desnuda, con el pelo enrulado y largo, cada vez más largo, negro caminando sobre los anillos de Saturno. La melodía se va confundiendo, ya no es tan clara, se pierde; suenan, intrusas, notas que no pertenecen a la escala y la mujer sigue allí como un monolito vivo, un tótem de carne y pelo largo y negro y enrulado. Algo se le escapa. Y lo sabe. Cae en cuenta de que hay otra realidad que lo reclama cuando siente el ardor de la brasa del cigarrillo entre el índice y el mayor de la mano derecha. No se contiene y lanza un juramento en una lengua que sólo él habla.
Al primer seguridad lo soborna con billetes verdes. Al segundo debe noquearlo porque al tipo le parece poca esa cantidad de dinero y no piensa arriesgar su trabajo de esa manera; en realidad no es un golpe de knock out, más bien un ataque certero a la garganta para comprometer la respiración y luego un subirse a esa esfinge por la espalda como un mono y abrazar el cuello con el brazo izquierdo mientras el derecho, por detrás, es decir desde la nuca, ejerce presión. Así llega Moe Mont al escenario mientras Eric Clapton atraviesa -hasta ahora- lo mejor del concierto.
Mont lo ve desde por ahí atrás. Ve el poncho y se sorprende nuevamente, hace un gesto de aprobación con la cara que nadie le ve. Cerca hay una botella de whisky. Una asistente parece custodiarla. El pianista de jazz se le acerca y la besa en la boca como si la amara. La mujer debe buscar un asiento para recuperarse. Mont manotea la botella y empina. Se limpia la trompa con el dorso de la mano y llena con whisky su propia petaca; la guarda en un bolsillo del saco, prepara el teléfono y sube los tres o cuatro escalones que lo separan de la altura de Dios.
Su figura resplandece en las pantallas gigantes a diestra y siniestra. El público vitorea eufórico sin saber quién diablos se acerca a Clapton. Cuando se le para al lado, el guitarrista británico, sin dejar de tocar, le hace señas con la cabeza como si le preguntara quién carajo es.
Aunque intuye la sorpresa del otro, entre la gorrita con visera, las gafas y los ojos pequeñitos, las señas del inglés son incomprensibles para Moe Mont quien, como en el patio de su casa, le pone una mano en el hombro a Clapton, lo felicita en castellano por el poncho, le advierte que los Nieto le mandan un saludo y un mensaje y le muestra el video en pausa desde el celular.
Los músicos siguen tocando porque Clapton sigue tocando. Verá el video sin dejar de tocar. Mont pone play y los ojos del inglés se van agrandando paulatinamente. Lo propio sucede con los labios finitos que se separan y la boca se abre como si el tipo no entendiera nada de lo que está viendo. Y es cierto: no entiende nada.
Lástima que mis limitaciones narrativas no me permitan ser más preciso, lector. Mont le pone el teléfono en la mano a Clapton, quien se ve obligado a dejar de tocar -y la banda hace lo propio- en tanto su instinto de agarrar lo que el otro le ofrece prevalece.
Entonces ve. Y cuando ve, cree. Felices los que creen sin haber visto. ¿Y qué es lo que ve? A Edinson Cavani con la camiseta de Boca y el gol de chilena que le hace a Central Norte por Copa Argentina. Eric Clapton no puede contener las lágrimas. Acaba de comprender. Un algo como sudamericano le galopa la sangre.
Es algo nuevo pero prístino a la vez. Él mismo pone play y vuelve a ver el gol de Boca, el gol de Cavani, el Matador. Vuelve a ver el festejo de la flecha charrúa que vuela y se clava en algún corazón xeneize de la popular o de la platea y entonces se toca el sitio del corazón y sabe. Sabe. Mira a Moe Mont y ahora sí sus ojos son claros cuando, lagrimeando, con ellos dice I got it.
-¿Ve usted? ¿Qué me vienen con la Premier League? Que hagan fila, papu- dice Mont mientras se guarda el teléfono en el bolsillo interno del saco. -Fútbol argentino. Boca. Cavani. Te volvés loco.
Todo es una gran confusión. Desde las plateas y el campo, el público ve a través de las pantallas gigantes a Moe Mont que se acerca a uno de los teclados, le mete un cachetazo a Tim Carmon, lo obliga a hacerse a un lado, se sienta en su lugar, enciende un cigarrillo, aplaude finalmente a su admirado guitarrista y tira un DoMaj7.
-Ey, Clapton! If you are God, let’s play some jazz with Moe Mont!
