Por Sebastián Pujol (@seba_del83)
“..es necesario no asustarse de partir y volver, compañeros.
Estamos en una encrucijada de caminos que parten y caminos que vuelven.”
Raúl González Tuñón
La última vez que lo vi estaba solo en la puerta del club. Yo había salido a buscar algo al auto y cuando volví lo encontré apoyado contra la pared. Ya le habían diagnosticado cáncer. Era de noche y estaba tranquilo, con la camiseta del verde y una gorra.
Para nosotros, los hinchas de Excursionistas, era algo habitual verlo en el estadio de Pampa y Miñones. Era familia de algunos, amigo de la mayoría, un ídolo cercano para otros. Este último era mi caso. No cualquiera se puede dar el lujo de ver habitualmente a un ídolo, aunque nunca me animé a hablarle.
La última vez que lo vi tampoco me animé. No quise ser irrespetuoso. Estaba demasiado tranquilo, en su casa. El barrio, donde también nació mi viejo, había cambiado: se llenó de edificios de lujo, de autos caros y desaparecieron los bares, los “studs” de caballos y muchas casas, pero René y Excursio seguían fieles al barrio que los vio nacer.
Entré al SUM del club. Ese lugar había sido alguna vez un buffet. Ahora, junto a otros socios estábamos armando una biblioteca y un espacio para actividades. Un lugar de reunión para los hinchas. René pasó por la puerta y uno de los socios dijo: “ahí está René” y saludó con la mano. Era el campeón del mundo más humilde de la historia. Era un crack.
Un par de días después, me enteré de su muerte. Para mis amigos y para mí fue una bomba. Esa noche lo velaban en Parque Patricios, en su segunda casa.

Al final de la avenida Jujuy, que a esa altura y por unas pocas cuadras se llama Colonia, vimos el Palacio Tomas Adolfo Ducó. Habíamos cruzado toda la Capital Federal desde la Zona Norte del Gran Buenos Aires. Los grandes edificios escasean y las calles son cada vez menos iluminadas cuando uno viaja con rumbo sur. En un paredón cercano al estadio hay un mural con el escudo del Club Atlético Huracán. Debajo está Oscar “Ringo” Bonavena, a un costado Herminio Masantonio y al otro el hombre que esa noche descansaba dentro de un ataúd abierto en el estadio del globo de Parque Patricios: René Orlando Houseman.
En la esquina del estadio, un grupo de hinchas de Excursionistas tomaban cerveza y comían pizza. En la puerta del hall central había algunas cámaras de televisión. René ocupaba el centro del salón. A un costado estaba la familia. Un grupo grande de gente comenzó a aplaudir y a cantar. Las voces retumbaban en el salón y una sensación sobrecogedora recorría el ambiente: “Y chupe, chupe, chupe, no deje de chupar, el Loco es lo más grande del fútbol nacional”.
Los hijos velaban a su padre, la esposa a su compañero, los amigos a un tipo incondicional y cercano. Pero muchos otros velábamos a una raza de tipos en vías de extinción, a uno de esos que ya no hay, a un loco que parecía venir del pasado para enseñarnos cómo se vivía en otras épocas.
En ese hall cubierto de mármol, que conserva el estilo de otras décadas, frente a un busto de Ducó, estaba Houseman, el campeón mundial, el jugador del pueblo, el pibe nacido en Santiago del Estero, criado en una villa del Bajo Belgrano, el impredecible, el gambeteador sin igual.
Estaba cubierto por una bandera de Huracán, otra de Excursionistas y una camiseta de la Selección Argentina. La gente se acercaba hasta el féretro y temblaba, lloraba, le daba aliento, le hablaba.
Había que estar ahí para entender del todo lo que estaba ocurriendo. Uno entendía en ese momento la razón de ser de la amistad, el fútbol, la mística, la niñez, la gambeta, la gloria, los recuerdos, los clubes y su historia, las raíces, las alegrías y las tristezas, el país, el barrio, el ser humano.
Uno, simplemente entendía todo ese misterio del tiempo que a veces parece trascurrir todo junto, en un mismo plano.
Algunas semanas después del velorio, salí del club y me subí la capucha de la campera. Hacía frío. La calle estaba tan ruidosa como todas las noches en Belgrano, un barrio que nunca se queda quieto. Desde la vereda opuesta se veían los reflectores del estadio prendidos. Se escuchaban algunos gritos de las pibas que habían alquilado la cancha.
Había salido a tirar basura y volvía pegado a la pared. La calle La Pampa hervía de autos. Cuando doblé para meterme en el club, lo vi. Llevaba una campera negra y una gorra verde y blanca. El pantalón corto le llegaba hasta las rodillas flacas. Tenía las medias caídas y unas zapatillas viejas. Me animé a saludarlo y me devolvió la pared. “¿Qué hacés pibe?”, me dijo.
“Afuera está René”, comenté cuando entré el SUM. Se rieron. Mi cara de sorpresa sería demasiado evidente. Entonces lo vimos pasar. Saludó con la mano y se perdió debajo de la tribuna. Algunas cosas no cambian nunca.
